En el corazón bullicioso de la antigua Roma, bajo el mármol de los templos y el rugido del Senado, prosperaba una economía silenciosa y oscura: el mercado de esclavos. Allí, entre el comercio de vidas humanas llegadas de todos los rincones del imperio, un grupo soportaba un destino olvidado: niños esclavizados, traficados no para el trabajo ni la guerra, sino para roles privados en los hogares de la élite.
Uno de esos niños era Lykos.
Había sido capturado cuando su ciudad en Grecia fue destruida. Vio morir a su familia antes de que lo encadenaran en la bodega de un barco, hacinado junto a otros niños aterrados. El viaje fue una pesadilla de miedo e incertidumbre.
Al llegar a Roma, todo cambió. Los mercaderes que se especializaban en “mercancía” como él lo limpiaron, lo alimentaron con mejores raciones y le enseñaron frases básicas en latín. Su cabello rizado, piel clara y rasgos delicados lo hacían valioso. Lo estaban preparando para el mercado del Foro Boario, cerca del río Tíber.
Allí, de pie sobre una plataforma, sintió las miradas de los compradores. Le examinaron los dientes, evaluaron su postura y midieron sus rasgos contra los ideales de belleza griegos que Roma había adoptado: juventud, gracia y una belleza andrógina. Se convirtió en un puer delicatus, un “niño delicado”.
Un senador adinerado, cuyos ojos fríos no veían nada más que una propiedad, pagó un precio exorbitante por él. Como escribió el satírico Juvenal, “Un niño de pelo rizado cuesta más que una granja”. Lykos fue llevado a una villa en el Monte Palatino, un mundo de lujo y control absoluto.
Su vida se convirtió en una actuación. Fue entrenado en música, poesía y etiqueta de servicio. Vestido con finas túnicas, servía vino en banquetes, atendía a los invitados en los baños y entretenía con danzas ensayadas. Vivía en salas de mármol y dormía en lechos suaves, pero no era diferente del ganado o los muebles. Era un símbolo de la riqueza y el poder de su amo, admirado por su gracia, pero completamente sin voz.
En los pasillos del palacio, Lykos vio la otra cara del poder imperial. Vio a los spadones, los eunucos, traídos de Partia o Asia Menor. Estos sirvientes, cuyo estado alterado garantizaba una sumisión total y eliminaba cualquier amenaza al linaje de la familia, eran símbolos de un control aún más profundo.
Lykos escuchó los susurros sobre Esporo (Sporus), el joven esclavo a quien el emperador Nerón había hecho alterar físicamente y con quien se “casó” en una ceremonia pública, llamándolo “Sabina”. Esporo acompañaba a Nerón a todas partes, un ejemplo teatral del exceso imperial y la dominación total.
Lykos aprendió que, aunque la Lex Cornelia prohibía técnicamente la castración, la ley era inconsistente cuando se trataba de la élite. El miedo vivía con él: el miedo a caer en desgracia, a ser golpeado, encarcelado o asesinado sin consecuencias. La corte era un lugar de intrigas políticas y favoritismos mortales.

Pero el enemigo más inevitable de Lykos no era un amo cruel, sino el tiempo.
Los años pasaron. La juventud que lo hacía tan valioso comenzó a desvanecerse. Su gracia se volvió menos juvenil, sus rasgos menos delicados. Ya no era el delicatus premiado. El senador, su amo, perdió interés y buscó un reemplazo más joven.
Lykos no fue liberado. La libertad, incluso cuando se concedía, a menudo venía con obligaciones continuas. Simplemente fue vendido de nuevo. Esta vez, no por una suma astronómica en el Foro Boario, sino silenciosamente, a un hogar menor, quizás pasado a un heredero como un mueble viejo o vendido a un mercader de provincias.
Despojado de su libertad, de su familia y, finalmente, de la única identidad que le habían permitido tener, la de puer delicatus, Lykos desapareció. Su historia, como la de tantos otros, fue absorbida por la vasta maquinaria del imperio.
Su vida, que había estado tan cerca del asiento del poder pero que siempre fue impotente, se convirtió en un capítulo esencial pero no escrito de la historia romana. Fue uno de los muchos rostros olvidados cuya explotación silenciosa se ocultó detrás del arte, la ley y el ritual de la grandeza imperial. Su testimonio mudo se perdió, un recordatorio del costo humano sobre el que se construyó la magnificencia de Roma.
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