Cada vez que conmemorábamos la muerte de mi padre, mi madre lloraba incontrolablemente, hasta que un día mi hermana encontró una carta suya en la esquina del altar que decía: “No crean todo lo que les cuenta su madre”, y entonces mis hermanas y yo descubrimos horrorizadas…
Cada año, en el aniversario de su muerte, la casa se llenaba de una tristeza espesa. Mamá se encerraba frente al altar, entre flores blancas, incienso y las fotos enmarcadas del pasado. No hablaba con nadie. No comía. Solo lloraba, como si el dolor aún estuviera fresco. Para nosotras, sus hijas, esa tristeza era sagrada. Nunca la cuestionamos. Hasta que mi hermana mayor, buscando una cerilla para el incienso, encontró aquella carta escondida detrás del incensario, bajo una tabla suelta del altar. Una carta amarillenta, escrita con la letra de papá.
La abrimos con manos temblorosas. En ella, papá escribía: “Si leen esta carta, recuerden: No crean todo lo que les cuenta su madre. Si quieren saber la verdad, busquen en el ático.” Nos miramos, sin saber si llorar o correr. Habíamos crecido creyendo que él había muerto en un accidente de tráfico, pero esa frase lo desmoronaba todo. Esa noche, mientras mamá dormía, subimos al ático. La cerradura oxidada se abrió con esfuerzo. Nadie había subido allí en más de una década.
Dentro, encontramos un mundo congelado en el tiempo. Fotografías viejas, cajas cubiertas con sábanas blancas, y en el rincón más alejado, un escritorio cubierto de polvo. Encima, un cuaderno encuadernado en cuero y un sobre con nuestros nombres. Lo abrimos. Era el diario de papá. Lo escribió durante sus últimos meses de vida. En él, relataba con detalle cómo descubrió que mamá había cometido un crimen, uno que lo había destrozado.
Papá contó que descubrió que mamá había estado involucrada en la desaparición de un hombre que solía frecuentar su negocio. No supimos nunca si fue por celos, por miedo, o por dinero, pero papá estaba decidido a denunciarla. Lo escribió todo, con fechas, nombres, y hasta una copia de una confesión que ella le había hecho en una noche de borrachera. Planeaba ir a la policía, pero antes de hacerlo, desapareció.
El supuesto accidente de tráfico fue una farsa. Papá escribió que había quedado con mamá en el puente viejo del pueblo, para darle una última oportunidad de entregarse. Según él, ella reaccionó con violencia. Discutieron, forcejearon. Él escribió: “Si algo me pasa, no fue un accidente. Fue ella.” A partir de esa página, ya no pudimos seguir leyendo en voz alta. El silencio era insoportable.
El diario también mencionaba testigos. Un conductor que pasó y vio el coche detenido. Una vecina que escuchó gritos. Y un jornalero que estaba trabajando cerca del río. Fuimos en busca de esas personas, una a una. El conductor aún vivía en las afueras. Nos dijo que vio el coche parado y una figura empujando a otra. No pensó mucho en ello entonces. La vecina nos confesó que escuchó una pelea, pero nunca dijo nada por miedo. El jornalero fue quien confirmó nuestras sospechas: vio a papá caer al agua. Intentó ayudar, pero cuando llegó, ya no había rastro de nadie.
Volvimos a casa. El altar seguía encendido. Mamá, como cada año, lloraba en silencio. Pero esta vez, había algo distinto en su rostro: una sombra. Le mostramos el diario. Leímos las partes más dolorosas frente a ella. No lloró. No gritó. Solo nos miró con una calma que nos heló la sangre.
—Lo hice por ustedes —dijo al fin—. Él iba a arruinarlo todo. Había cosas que no podíamos permitir.
Nos quedamos sin palabras. Era una confesión. Pero también era una excusa. No sabíamos qué hacer. ¿Denunciarla? ¿O callar para siempre? Ella se levantó, apagó el incienso, y se fue a su cuarto. Esa fue la última vez que la vimos como madre. Desde entonces, fue solo una mujer rota que vivía en la misma casa que nosotras.
Decidimos no ir a la policía. No por ella, sino por papá. Porque entendimos que su verdadera muerte no fue aquella noche en el puente, sino cuando decidió confiar en alguien que no lo merecía. Lo enterramos de nuevo, esta vez con la verdad. Quemamos el diario, dejando solo una página: la que decía que nos amaba.
Desde entonces, el aniversario ya no es un luto fingido. Es un día para recordar a papá como era: honesto, amoroso, y valiente. Y aunque la verdad nos partió en mil pedazos, también nos liberó. Porque la verdad, por más dolorosa que sea, siempre es el principio de una nueva vida.
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