La Elección del Centauro: Leyenda de Sangre y Justicia en San Jerónimo

I. La Sombra del Coronel

En 1914, en las tierras áridas de Chihuahua, donde el sol castiga sin misericordia y el viento susurra secretos de muerte entre los matorrales, existía un hombre que no merecía llamarse hombre. El coronel Sebastián Sandoval, un federal de aquellos que vendían la patria por monedas de plata, gobernaba con puño de hierro. Tenía la cara marcada por la viruela, como si la misma enfermedad hubiera querido advertir al mundo de la podredumbre de su alma, y unos ojos del color del lodo después de la tormenta. Su bigote negro, siempre impecable, no lograba ocultar la sonrisa cruel que se dibujaba en su rostro cada vez que veía sufrir a los inocentes.

Este coronel maldito había convertido el pequeño pueblo de San Jerónimo en su reino personal del terror. Con sus federales —perros rabiosos vestidos de soldados— sembraba miedo como quien siembra maíz: con método, con paciencia y con la certeza de que la cosecha sería abundante. Pero en el norte de México, la justicia no llegaba en los elegantes carruajes del gobierno de la capital; llegaba a caballo, cubierta de polvo y con un Mauser en la mano.

El sol de julio de 1914 caía como plomo derretido sobre San Jerónimo, ese pueblo olvidado entre las sierras, donde las únicas sombras las daban los mezquites secos y la iglesia con su campanario agrietado por los años y las balas. Doña Mercedes Herrera caminaba hacia el pozo del centro del pueblo con su cántaro de barro. Sus manos, curtidas por el trabajo y el tiempo, sostenían la vasija como el último vestigio de una vida normal que se desvanecía.

Esa mañana, el silencio pesaba como una lápida de panteón. Los perros se habían escondido, los gallos callaban y hasta las moscas parecían volar más despacio. Doña Mercedes, de 52 años y ojos verdes llenos de dignidad, vivía para sus dos hijos: Ramón, de 17 años, fuerte como un toro, y Manuel, de 14, el estudioso que soñaba con ser maestro. Ellos eran todo su universo.

Pero el destino, caprichoso y cruel, llegó con el sonido de cascos. Veinte federales, con el alma sucia, irrumpieron en la plaza siguiendo a Sandoval. El coronel desmontó con parsimonia y gritó con voz de averno: —¡Pueblo de San Jerónimo! Han estado dando agua y comida a los bandidos de Villa. Necesito dar un ejemplo.

Caminó hacia Doña Mercedes. La acusación era falsa, pero la verdad no importaba ante la sed de sangre del coronel. Exigió que trajeran a sus hijos. Ramón y Manuel, sacados de su humilde desayuno, fueron arrastrados a la plaza.

—Doña Mercedes —dijo el coronel con voz melosa—, tengo un problema. Necesito enviar un mensaje a Villa. Este revólver tiene una sola bala. Usted va a elegir en cuál de sus dos hijos la voy a usar.

El tiempo se detuvo. La crueldad de la propuesta era inconcebible. Ramón pidió morir para salvar a su hermano; Manuel pidió lo mismo para salvar a Ramón. Pero Sandoval se negó: —La elección es de su madre. Tiene un minuto. O elige uno, o los mato a los dos.

Doña Mercedes cayó de rodillas, pero ante la cuenta regresiva del coronel, una fuerza ancestral la levantó. —No voy a elegir —sentenció con una voz que retumbó en la plaza—. Si quiere matar a mis hijos, tendrá que matarlos a los dos y a mí primero, porque una madre que ama de verdad jamás decide cuál de sus hijos vale más.

Sandoval, furioso por ver desafiada su autoridad, levantó el arma para ejecutarlos a todos. Pero el destino intervino. Un soldado llegó gritando: “¡Villistas! ¡Vienen hacia acá!”. El terror al nombre de Pancho Villa pudo más que la crueldad del coronel. Sandoval huyó, prometiendo volver para terminar su obra macabra.

II. La Promesa del Desierto

Esa noche, Doña Mercedes no lloró. Actuó. Con la ayuda de Don Epitacio Hernández, un viejo jinete que conocía la sierra como la palma de su mano, emprendió un viaje imposible hacia el corazón de la revolución. Cruzaron el desierto, burlaron patrullas y soportaron el sol calcinante hasta encontrar a los “Dorados” de Villa.

Llevada ante el Centauro del Norte en Torreón, Mercedes contó su historia. Pancho Villa, el hombre más temido y amado de México, escuchó en silencio. Cuando ella terminó, Villa se puso de pie, y su voz fue un trueno: —Señora Mercedes, ese coronel ofendió algo sagrado. Un hombre que ofende a una madre, ofende a México mismo. Le prometo que ese coronel va a pagar.

Villa reunió a sus mejores hombres: Rodolfo Fierro, Martín López, Trinidad Rodríguez y Candelario Cervantes. Veintiún jinetes de élite. No era una batalla; era una cacería sagrada. —Con ese coronel vamos a hacer exactamente lo que él le hizo a Doña Mercedes —dijo Villa a sus hombres—. Le vamos a dar a elegir.

III. La Cacería en la Hacienda de los Mendoza

La Hacienda de los Mendoza se alzaba como una fortaleza en medio de la llanura, rodeada de muros altos que el coronel Sandoval creía impenetrables. Allí, el coronel bebía coñac robado, riéndose con sus oficiales de la “vieja loca” de San Jerónimo, seguro de que Villa estaba ocupado en Zacatecas o Torreón. No sabía que la muerte ya galopaba hacia él, no como un ejército ruidoso, sino como sombras veloces bajo la luz de la luna.

Villa había dividido a sus hombres. Candelario Cervantes y sus rastreadores silenciaron a los guardias perimetrales con cuchillos, sin gastar una sola bala. Martín López tomó el cerro que dominaba el patio. Y entonces, cuando el reloj de la hacienda marcaba las tres de la tarde, la puerta principal estalló.

No fue una explosión de dinamita, fue la explosión de la furia de Rodolfo Fierro y Pancho Villa irrumpiendo a galope tendido. Los federales, sorprendidos en su siesta y borrachera, intentaron alcanzar sus armas, pero los Dorados no fallaban. Los disparos de los revolucionarios eran precisos, letales. En menos de diez minutos, la guarnición del coronel había dejado de existir.

Sandoval, temblando, intentó huir por las caballerizas traseras, pero allí se topó con una figura imponente montada en un caballo alazán. Era Villa. El Centauro del Norte lo miró desde arriba con un desprecio infinito. —¿A dónde vas tan de prisa, valiente coronel? —preguntó Villa.

Sandoval intentó levantar su revólver, pero un disparo de Martín López, desde el techo, le voló el arma de la mano, dejándole los dedos entumecidos y sangrantes. Dos dorados lo agarraron de los brazos y lo arrastraron hasta el centro del patio, el mismo tipo de escenario donde él solía impartir su terror.

IV. La Elección Final

El polvo se asentaba en la hacienda. El silencio regresó, pero esta vez era el silencio del juicio. Villa desmontó y caminó lentamente hacia Sandoval, quien estaba de rodillas, con el uniforme sucio y la arrogancia convertida en pánico líquido.

—Dicen que te gusta jugar, coronel —dijo Villa, encendiendo un cigarro con calma—. Dicen que te gusta poner a las madres a elegir entre la vida de sus hijos. —Mi general, por favor… solo cumplía órdenes… tengo dinero, tengo oro enterrado… —balbuceó Sandoval.

Villa soltó una carcajada seca, sin humor. —El oro no compra lo que tú perdiste hace mucho: el alma. Pero soy un hombre justo, Sandoval. Te voy a dar la misma oportunidad que le diste a Doña Mercedes. Te voy a dar a elegir.

Rodolfo Fierro se acercó con una sonrisa macabra y puso sobre una mesa improvisada dos objetos: un revólver con una sola bala y un cuchillo oxidado y mellado.

Villa se inclinó, quedando cara a cara con el coronel. Sus ojos color café oscuro taladraban la mente del federal. —Escúchame bien. Tienes dos opciones. Opción uno: tomas el revólver. Tienes una bala. Puedes intentar dispararme a mí, a Fierro o a quien quieras. Pero te aseguro que antes de que tu dedo apriete el gatillo, mis hombres te habrán llenado de tanto plomo que no servirás ni para abono.

Sandoval miró el revólver, sudando frío. Sabía que la puntería de los Dorados era leyenda. Moriría al instante.

—¿Y la segunda opción? —preguntó con voz temblorosa.

—Opción dos —continuó Villa, su voz bajando a un susurro terrible—. Tomas el cuchillo. Te sacas los ojos tú mismo. Y te dejo vivir. Te vas de aquí, ciego, para que nunca más puedas disfrutar del terror en la cara de una madre. Vivirás en la oscuridad, pidiendo limosna, contando la historia de cómo Pancho Villa te enseñó justicia.

El horror inundó el rostro picado de viruela de Sandoval. La elección era entre una muerte rápida pero segura, o una vida de tinieblas y miseria eterna. Villa se cruzó de brazos. —Tienes un minuto. El mismo minuto que le diste a ella.

Los segundos pasaban. El sol de la tarde parecía quemar la piel del coronel. Miró el revólver. Miró el cuchillo. Miró a los Dorados, impasibles como estatuas de bronce. El miedo a la muerte era su único dios verdadero. Sandoval, el hombre que se creía dueño de vidas ajenas, era en realidad un cobarde patético.

Con manos temblorosas, y sollozando como un niño, Sandoval no tuvo el valor de tomar el revólver y morir peleando. Su egoísmo era tal que prefería cualquier vida, por miserable que fuera, a la muerte. Pero tampoco tuvo el valor de tomar el cuchillo. El miedo lo paralizó.

—¡Se acabó el tiempo! —rugió Villa.

Sandoval gritó: —¡No puedo! ¡No puedo! ¡Perdóneme la vida!

Villa negó con la cabeza, decepcionado pero no sorprendido. —No tienes honor para morir peleando, ni valor para pagar tu sacrificio. Entonces, yo elegiré por ti. Fierro.

Rodolfo Fierro avanzó. No hubo crueldad innecesaria, solo la eficiencia brutal de la guerra. Sandoval gritó, un sonido que heló la sangre de los caballos, mientras la justicia del norte cobraba su deuda.

Villa cumplió su palabra, aunque de una forma torcida. Sandoval no murió ese día. Fue encontrado días después vagando por el desierto, ciego, con las cuencas vacías y la mente rota, gritando a fantasmas que solo él podía ver. Se convirtió en un espectro viviente, un mendigo que recorría los pueblos de Chihuahua advirtiendo a los soldados sobre la ira del Centauro.

V. Epílogo: El Retorno

Tres días después, una columna de polvo se vio acercándose a San Jerónimo. Doña Mercedes, que esperaba en la entrada del pueblo con Ramón y Manuel, sintió que el corazón se le salía del pecho.

Al frente de la columna venía un jinete con un sombrero ancho. Villa se detuvo frente a ella. No desmontó, pues la guerra lo llamaba a otros frentes, pero se inclinó y le entregó a Mercedes el reloj de bolsillo del coronel Sandoval.

—Señora —dijo Villa con respeto—, ese hombre ya no verá la luz del sol, ni causará dolor a nadie más. Sus hijos están a salvo. La deuda está pagada.

Doña Mercedes tomó el reloj. Las lágrimas corrieron por su rostro, pero esta vez eran de alivio. —Que Dios lo bendiga, general.

—A nosotros Dios nos olvidó hace tiempo, señora —respondió Villa picando espuelas a su caballo Siete Leguas—, pero la justicia… esa nunca olvida.

Y así, el Centauro del Norte y sus Dorados se alejaron galopando hacia el horizonte, perdiéndose en la leyenda y en la historia, dejando atrás un pueblo libre y una madre que demostró que el amor es la única fuerza capaz de convocar a la verdadera justicia. Desde aquel día, en las noches sin luna de Chihuahua, cuando el viento aúlla, dicen que no es el viento, sino el lamento del coronel ciego, recordando eternamente el precio de su crueldad.

Fin.