En las vastas llanuras de Sonora, donde el sol castigaba sin piedad y la supervivencia era un arte que pocos dominaban, vivía Catalina Morales en un rancho que había conocido mejores días. A sus veintiocho años, esta mujer de cabello castaño y ojos verdes como esmeraldas había aprendido que la vida no regalaba nada a quienes nacían sin apellidos importantes. El rancho La Esperanza había pertenecido a su difunto esposo Manuel, un hombre bueno pero sin fortuna que había muerto en un accidente con el ganado dos años atrás. Desde entonces, Catalina luchaba sola contra las deudas, los prestamistas y el desprecio silencioso de un pueblo que consideraba impropio que una mujer manejara tierras sin la supervisión de un hombre.
La madrugada del 15 de septiembre de 1885 comenzó como cualquier otra, con Catalina ordenando las pocas vacas que le quedaban y preparando el queso fresco que vendía en el mercado de Magdalena. Pero las nubes oscuras que se acumulaban en el horizonte anunciaban una tormenta que cambiaría su destino para siempre. Cuando los primeros truenos retumbaron sobre las montañas, Catalina corrió a asegurar a los animales en el establo. El viento comenzó a ulular como un demonio furioso, arrancando las tejas del techo de la quesería, su única fuente real de ingresos. Los rayos iluminaban el cielo como cicatrices plateadas mientras la lluvia caía con la fuerza de mil cascadas.
Esa noche, acurrucada en su pequeña casa, mientras escuchaba cómo la tormenta destruía años de trabajo, Catalina lloró por primera vez en meses. No tenía dinero para reparar el techo y, sin la quesería funcionando, perdería el rancho en menos de dos meses. Don Fernando Salinas, el hombre más poderoso de la región, ya había hecho ofertas insultantes por sus tierras, esperando como un buitre el momento de su desesperación total.
## Desarrollo
Al amanecer, el panorama era aún peor de lo que había imaginado. El techo de la quesería había desaparecido casi por completo; las tejas rotas cubrían el suelo como los fragmentos de sus sueños destrozados. Las paredes de adobe se habían agrietado por la humedad y todo el equipo para hacer queso estaba empapado e inservible. Catalina se sentó entre los escombros y contempló la magnitud del desastre: necesitaría al menos cincuenta pesos para las reparaciones, una fortuna que no tenía ni tendría. Los hombres del pueblo que podían hacer el trabajo cobraban precios que ella no podía pagar y, además, muchos de ellos seguían las órdenes silenciosas de don Fernando de no ayudarla.
Fue mientras contemplaba su ruina que escuchó pasos lentos acercándose por el sendero. Al levantar la vista vio una figura alta y delgada caminando hacia ella. Era un hombre de piel bronceada, cabello negro largo hasta los hombros y ojos oscuros que reflejaban una tristeza profunda. Vestía pantalones de cuero gastados, una camisa de algodón remendada y llevaba un morral pequeño que parecía contener todas sus posesiones. El hombre se detuvo a unos metros de distancia y la observó con respeto, sin acercarse demasiado. Catalina notó inmediatamente los rasgos que lo identificaban como apache y sintió un escalofrío de miedo mezclado con curiosidad. Los apaches tenían fama de guerreros feroces, pero este hombre no mostraba signos de agresividad.
—Señora —dijo en español con acento marcado pero comprensible—, disculpe la molestia. He visto su techo destruido. Yo puedo arreglarlo.
Catalina se puso de pie lentamente, evaluando la situación. El hombre era claramente apache, lo que significaba problemas con los vecinos si se enteraban, pero también notó algo en sus ojos: había hambre allí, no solo de comida sino de propósito, de dignidad.
—¿Cuánto cobraría? —preguntó, aunque sabía que probablemente no podría pagarlo.
El apache miró nuevamente el techo destruido, calculando mentalmente el trabajo necesario.
—Tres comidas al día mientras trabajo y un lugar donde dormir. Nada más.
La respuesta sorprendió completamente a Catalina. Los otros trabajadores pedían dinero que ella no tenía, pero este hombre solo quería comida y refugio. Era una oportunidad que no podía desperdiciar, aunque sabía que contratar a un apache traería problemas con el pueblo.
—¿Sabe realmente cómo reparar techos? —preguntó, estudiando su rostro en busca de signos de engaño.
—Mi pueblo construía casas que resistían tormentas peores que esta —respondió con orgullo contenido—. Trabajé en la construcción de la misión de San Xavier del Bac antes de que todo cambiara.
Había dolor en esas últimas palabras, una historia no contada que Catalina intuía pero no se atrevía a preguntar. Lo que importaba era que necesitaba ayuda desesperadamente y este hombre la ofrecía a un precio que podía pagar.
—¿Cómo se llama? —preguntó finalmente.
—Cael —respondió simplemente—. Significa “el que construye” en mi lengua.
Catalina tomó una decisión que sabía que le traería problemas, pero que era su única esperanza.
—Está bien. Puede quedarse en el granero y comer conmigo, pero quiero el techo terminado en una semana.
Cael asintió solemnemente.
—Estará terminado en cinco días, señora, y estará mejor construido que antes.
Mientras Catalina le mostraba dónde podía dormir y le servía el primer plato de comida caliente que había tenido en días, ninguno de los dos sabía que acababan de iniciar una historia que desafiaría todos los prejuicios de su tiempo y cambiaría para siempre sus vidas.
Esa misma tarde, cuando Remedios Vázquez, la lavandera más chismosa del pueblo, vio humo saliendo de la chimenea del rancho de Catalina y una figura extraña trabajando en el techo, corrió inmediatamente a contarle a don Fernando lo que había visto. La semilla del conflicto había sido plantada y pronto germinaría en una tormenta aún más destructiva que la que había destruido el techo.
## Clímax
Al amanecer del segundo día, Catalina despertó con el sonido rítmico de martillo contra madera. Desde su ventana pudo ver a Cael ya trabajando en el techo, moviéndose con una gracia y seguridad que la sorprendieron. No era la torpeza de un hombre desesperado por trabajo, era la precisión de alguien que conocía profundamente su oficio. Durante el desayuno, Catalina observó las manos de Cael mientras comía: eran manos fuertes pero cuidadosas, con callos que hablaban de años de trabajo manual, pero también con una delicadeza que sugería algo más refinado en su pasado.
Cuando él le agradeció por la comida en español perfectamente pronunciado, ella se atrevió a preguntar dónde había aprendido el idioma.
—Mi padre me envió a la escuela de la misión cuando era niño —explicó Cael con la mirada perdida en recuerdos distantes—. Los franciscanos enseñaban a los niños que querían aprender. Yo era bueno con los números y las construcciones, pensaron que podría ser útil como intermediario entre nuestros pueblos.
—¿Y qué pasó? —preguntó Catalina con genuina curiosidad.
La expresión de Cael se ensombreció.
—La guerra pasó, señora. Siempre pasa la guerra.
Después del desayuno, Catalina salió a observar el trabajo más de cerca. Lo que vio la dejó sin aliento: Cael no solo estaba reemplazando las tejas rotas, estaba reforzando toda la estructura con técnicas que ella nunca había visto. Utilizaba vigas de madera en ángulos específicos que distribuían mejor el peso y había comenzado a construir un sistema de canaletas que dirigiría el agua de lluvia lejos de los cimientos.
—Esto es mucho más de lo que acordamos —comentó Catalina, impresionada por la calidad del trabajo.
—Un techo debe durar generaciones —respondió Cael sin dejar de trabajar—. No tiene sentido hacer algo a medias cuando se puede hacer bien.
Mientras los días pasaban, Catalina notó que Cael trabajaba desde el amanecer hasta el atardecer con apenas descansos. Durante las comidas hablaban poco, pero ella comenzó a anotar detalles sobre él que la intrigaban: sabía leer y escribir, cosa que muchos hombres del pueblo no podían hacer; conocía sobre plantas medicinales y ayudó a curar una herida infectada en una de sus vacas; y por las noches, cuando creía que ella no lo veía, tallaba pequeñas figuras de madera con una habilidad artística extraordinaria.
El cuarto día, mientras Catalina preparaba la comida, escuchó voces alteradas acercándose al rancho. Por la ventana vio a don Fernando Salinas acompañado de tres de sus hombres, todos montados y con expresiones severas. Su corazón se aceleró al darse cuenta de que habían venido por Cael.
—¡Catalina Morales! —gritó don Fernando antes de desmontar—. Sabemos que tienes un apache trabajando aquí. Eso es inaceptable.
Catalina salió a enfrentarlos con la cabeza alta, aunque sus manos temblaban ligeramente.
—Tengo un trabajador reparando mi techo, don Fernando. No veo cómo eso le concierne.
—Es un salvaje —rugió uno de los hombres, escupiendo en el suelo—. Probablemente está espiando nuestras defensas para atacarnos después.
Cael había bajado del techo al escuchar las voces alteradas. Se mantuvo a distancia respetuosa pero visible, con las manos relajadas a los costados para mostrar que no representaba una amenaza. Su postura era digna pero no desafiante.
—Ese hombre —dijo don Fernando señalando a Cael con desprecio— es un enemigo de nuestro pueblo. Los apaches han matado a familias enteras en estas tierras. ¿Cómo puedes ser tan irresponsable de darle refugio?
—Ese hombre está reparando mi techo —replicó Catalina con firmeza—. No ha mostrado ninguna agresividad. Ha trabajado honestamente a cambio de comida y refugio.
Don Fernando se acercó amenazadoramente.
—Te doy veinticuatro horas para que lo eches de aquí. Si mañana al mediodía sigue en tu propiedad, tomaremos medidas para proteger al pueblo.
Después de que se marcharan, Catalina encontró a Cael terminando de limpiar sus herramientas del día. Esperaba encontrarlo preocupado o asustado, pero su expresión era tranquila, casi melancólica.
—¿Puedo irme esta noche? —le dijo sin mirarla a los ojos—. No quiero traerle problemas.
—No —respondió Catalina con una determinación que la sorprendió a ella misma—. Usted ha trabajado honestamente. Merece terminar lo que empezó.
Cael la miró entonces con una intensidad que la hizo temblar.
—¿Por qué arriesga tanto por un extraño?
Catalina pensó en la pregunta mientras preparaba la cena. ¿Por qué arriesgaba su reputación y su seguridad por un hombre que apenas conocía? Tal vez porque reconocía en él algo que entendía demasiado bien: la soledad de quien no encaja en ningún lugar, el dolor de quien ha perdido más de lo que el corazón puede soportar.
—Porque todos merecen una oportunidad de demostrar quiénes son realmente —respondió finalmente—. Y porque veo en usted a un hombre bueno que ha sufrido injusticias.
Esa noche, mientras Cael dormía en el granero, Catalina permaneció despierta contemplando las estrellas desde su ventana. No sabía qué traería el día siguiente, pero por primera vez en mucho tiempo no se sentía completamente sola. Había encontrado en ese apache silencioso algo que había perdido cuando murió su esposo: la presencia de alguien en quien podía confiar.
Lo que no sabía era que Cael también permanecía despierto, tallando una pequeña figura de madera que representaba a una mujer valiente con los brazos extendidos protegiendo su hogar. Era la primera vez en años que alguien había defendido su derecho a existir con dignidad y esa defensa había despertado en su corazón sentimientos que creía muertos para siempre.
## Desenlace
Al amanecer del quinto día, ambos sabían que algo había cambiado entre ellos. Ya no eran simplemente una patrona desesperada y un trabajador hambriento; eran dos almas heridas que habían encontrado refugio en la comprensión mutua, sin saber que las pruebas más difíciles apenas comenzaban.
El mediodía del quinto día llegó con un sol abrasador que parecía presagiar la tormenta humana que se avecinaba. Catalina había pasado la mañana ayudando a Cael con los últimos detalles del techo, pasándole herramientas y admirando la transformación completa de su quesería. No solo había reparado el daño, había mejorado toda la estructura hasta convertirla en algo mejor de lo que había sido jamás.
Cuando las campanadas del pueblo marcaron las doce, Catalina vio una nube de polvo acercándose por el sendero. No venían solo don Fernando y sus tres hombres de ayer; esta vez traían a una docena de pobladores armados con rifles y expresiones que no prometían nada bueno.
—Es hora de que te vayas —le murmuró Catalina a Cael mientras observaban el grupo acercarse.
—No —respondió él con calma, bajando lentamente del techo—. Un hombre no huye cuando una mujer valiente ha arriesgado todo por defenderlo. Si van a juzgarme, que me juzguen de frente.
Don Fernando desmontó con expresión triunfante, seguido por los otros hombres que se dispersaron formando un semicírculo amenazante. Entre ellos Catalina reconoció a algunos de sus vecinos: Patricio el herrero, Esteban el comerciante, incluso el joven Miguel que había jugado con su difunto esposo cuando eran niños.
—Se acabó el tiempo, Catalina —declaró don Fernando con voz autoritaria—. Ese salvaje debe irse ahora mismo o tomaremos medidas más drásticas.
Cael se acercó con paso tranquilo, manteniéndose entre Catalina y el grupo de hombres armados. Su postura era relajada pero alerta, como la de un guerrero experimentado que había enfrentado situaciones similares antes.
—Señores —dijo Cael en español claro y pausado—, he terminado el trabajo para el que fui contratado. No he causado problemas a nadie. Solo pido el respeto que merece cualquier trabajador honesto.
—Los únicos problemas que causas es estar vivo —rugió Patricio levantando su rifle—. Tu gente mató a mi hermano en una incursión hace tres años.
La acusación golpeó el aire como un látigo. Cael cerró los ojos por un momento y cuando los abrió, Catalina vio un dolor tan profundo que le partió el corazón.
—Yo también he perdido hermanos —respondió Cael, voz quebrada pero firme—. He perdido a mi esposa, a mis hijos, a mi pueblo entero. Pero el dolor no me ha convertido en un asesino de inocentes.
El silencio que siguió fue tenso como una cuerda a punto de romperse. Nadie esperaba esa confesión, esa vulnerabilidad tan cruda expuesta ante sus enemigos.
Don Fernando aprovechó el momento de vacilación.
—Bonitas palabras, apache, pero las palabras no cambian lo que eres. Tu raza es violenta por naturaleza, es solo cuestión de tiempo antes de que muestres tu verdadera cara.
—¡Basta! —gritó Catalina, saliendo de detrás de Cael para enfrentar al grupo—. Han venido a mi propiedad con armas a amenazar a un hombre que no ha hecho nada malo. ¿Desde cuándo el trabajo honesto es un crimen?
—Desde que decides proteger a un enemigo de nuestro pueblo —replicó don Fernando con frialdad—. Tu difunto esposo se estaría revolcando en su tumba si supiera que estás compartiendo techo con un salvaje.
La mención de Manuel enfureció a Catalina más que cualquier insulto personal.
—No se atreva a hablar de mi esposo. Manuel era un hombre justo que juzgaba a las personas por sus acciones, no por su raza.
—Entonces era un tonto igual que tú —exclamó Esteban—. Y mira dónde terminó: muerto y dejándote en la ruina.
Las palabras crueles sobre Manuel fueron la gota que derramó el vaso. Cael, que había permanecido calmado durante todo el intercambio, dio un paso adelante con una expresión que hizo que varios hombres retrocedieran instintivamente.
—Pueden insultarme todo lo que quieran —dijo Cael con voz peligrosamente baja—, pero respeten la memoria de su esposo. Era un buen hombre que me vendió provisiones cuando otros me las negaban. Nunca me trató como algo menos que humano.
La revelación sorprendió a todos, especialmente a Catalina.
—Conocí a Manuel —continuó Cael—. Lo conocí hace dos años cuando mi tribu todavía comerciaba pacíficamente en estos territorios. Su esposo era uno de los pocos que trataba con nosotros con honestidad y respeto.
Don Fernando vio cómo la situación se le escapaba de las manos y decidió actuar.
—Suficiente charla, apache. Tienes cinco minutos para recoger tus cosas y largarte. Si después de eso sigues aquí, te sacaremos a golpes.
—Y si lo tocan —dijo Catalina con una furia fría que sorprendió a todos—, dispararé al primero que se acerque. Esta es mi propiedad y él es mi empleado. Tienen tanto derecho a estar aquí como yo tengo a echarlos a ustedes.
El grupo murmuró inquieto. Nadie esperaba que la viuda suave y aparentemente indefensa mostrara tanta determinación. Varios hombres intercambiaron miradas incómodas.
—No harás tal cosa —desafió don Fernando, pero había incertidumbre en su voz.
Catalina desapareció en la casa y regresó con el rifle de Manuel, cargado y listo.
—Pruébenme —dijo con voz firme.
La tensión alcanzó su punto máximo. Los hombres armados se miraron entre sí, algunos claramente incómodos con la idea de atacar a una mujer del pueblo, otros envalentonados por la superioridad numérica. Fue Cael quien rompió el impás.
—No —dijo suavemente, poniendo una mano en el cañón del rifle de Catalina para bajarlo—. No derramaremos sangre por mi causa. Ya ha hecho demasiado por mí.
Se volvió hacia don Fernando y su grupo.
—Me iré cuando termine de limpiar mis herramientas, pero sepan esto: esta mujer ha mostrado más honor y valor que todos ustedes juntos. Si algún día necesitan ayuda, espero que encuentren a alguien con la mitad de su nobleza.
Cael recogió sus pocas pertenencias bajo la mirada vigilante de los hombres armados. Cuando terminó, se acercó a Catalina para despedirse.
—Gracias —le dijo en voz baja—. Por primera vez en años me sentí como un hombre, no como un animal perseguido.
—No se vaya —murmuró Catalina con lágrimas en los ojos—. Por favor.
Cael la miró con una ternura que la hizo temblar.
—Debo hacerlo. Pero esto no termina aquí. Regresaré cuando sea seguro, lo prometo.
Mientras Cael se alejaba a pie por el sendero polvoriento, Catalina sintió que parte de su alma se iba con él. No sabía entonces que esa separación forzada solo fortalecería lo que había comenzado a crecer entre ellos, ni que el apache callado guardaba secretos que cambiarían todo cuando finalmente los revelara.
Don Fernando y sus hombres se marcharon satisfechos, creyendo que habían resuelto el problema, pero habían subestimado tanto la determinación de una mujer enamorada como los recursos de un hombre que tenía más poder del que cualquiera de ellos podía imaginar.
Tres semanas habían pasado desde que Cael se marchó del rancho y Catalina sentía cada día como una eternidad. El techo reparado resistía perfectamente las lluvias que siguieron, recordándole constantemente al hombre que lo había construido con tanto cuidado. Durante las noches largas y solitarias se encontraba tocando la pequeña figura de madera que él había tallado y dejado discretamente en su cocina: una mujer con los brazos extendidos protegiendo su hogar.
El pueblo había vuelto a su rutina normal, satisfecho de haber expulsado al salvaje. Don Fernando visitaba el rancho cada pocos días con ofertas cada vez más agresivas por la propiedad, presionando a Catalina para que vendiera ahora que estaba sola y sin protección. Pero ella se negaba rotundamente, esperando contra toda lógica que Cael cumpliera su promesa de regresar.
Una noche, mientras Catalina alimentaba a las vacas bajo la luz de la luna llena, escuchó un silbido suave que le erizó la piel. Era una melodía apache que Cael había tarareado mientras trabajaba, su forma discreta de comunicarse sin alertar a posibles espías. Su corazón se aceleró cuando vio una figura familiar emergiendo de las sombras del granero.
—Cael —susurró, corriendo hacia él.
El apache la recibió en sus brazos, sosteniéndola contra su pecho como si fuera lo más precioso del mundo.
—Te dije que regresaría —murmuró contra su cabello.
—Pensé que tal vez habías cambiado de opinión —admitió Catalina, sintiendo que las lágrimas corrían por sus mejillas.
—¡Imposible! —respondió Cael, separándose lo suficiente para mirar sus ojos—. Estos días lejos de ti me han enseñado algo importante: he encontrado mi hogar y está aquí contigo.
Pero había algo diferente en Cael esa noche: vestía ropas mejores, su cabello estaba adornado con plumas ceremoniales y llevaba un collar de plata labrada que hablaba de riqueza y estatus. Catalina notó estos cambios pero no se atrevió a preguntar hasta que estuvieron seguros dentro de la casa.
—Hay algo que debo contarte —dijo Cael, tomando sus manos entre las suyas—. Algo que debería haberte dicho desde el principio, pero tenía miedo de que cambiaras tu opinión sobre mí.
Catalina sintió un escalofrío de aprensión.
—¿Qué es?
Cael respiró profundamente antes de continuar.
—No soy solo un apache común buscando trabajo. Soy K Naalnish, jefe de la banda apache de las montañas Dragón. Mi tribu controla las minas de plata más ricas de todo Sonora.
El mundo de Catalina se tambaleó.
—¿Eres un jefe?
—El motivo por el que estaba solo cuando llegué aquí es que había venido a inspeccionar secretamente los asentamientos mexicanos de la región. Mi consejo tribal quería saber si podíamos comerciar pacíficamente o si necesitábamos prepararnos para la guerra.
Catalina se apartó, tratando de procesar esta revelación.
—¿Me mentiste?
—No mentí sobre lo importante —replicó Cael con urgencia—. No mentí sobre mi hambre, sobre mi necesidad de propósito, sobre mis sentimientos hacia ti. Cuando llegué a tu rancho estaba perdido espiritualmente. La responsabilidad de liderar a mi pueblo en tiempos de guerra me había vaciado el alma.
Cael se acercó a la ventana y miró hacia las montañas distantes.
—Durante años he tenido que tomar decisiones que costaron vidas. He tenido que ver morir a mi gente por enfermedades que los médicos blancos podrían curar, pero que nos niegan por ser apaches. Cuando llegué aquí estaba considerando renunciar a mi posición, dejar que otro liderara mientras yo desaparecía en la soledad.
—¿Y qué cambió? —preguntó Catalina, acercándose lentamente.
—Tú cambiaste todo —respondió Cael, volviéndose para mirarla con ojos llenos de emoción—. Me mostraste que podía ser útil sin violencia, que podía construir en lugar de destruir. Cuando defendiste mi derecho a existir con dignidad, me devolviste la esperanza de que nuestros pueblos pueden coexistir.
Cael se acercó a su morral y sacó algo envuelto en cuero suave.
—Hay más que debo mostrarte.
Cuando desenvolvió el objeto, Catalina contuvo la respiración: era un collar de esmeraldas y plata tan hermoso que parecía digno de una reina. Las piedras brillaban como pequeños soles verdes bajo la luz de la lámpara.
—Esto pertenecía a mi madre y a la madre de mi madre antes que ella. Se entrega solo a la mujer que se convertirá en la esposa del jefe tribal.
Catalina se quedó sin palabras, mirando alternadamente el collar y el rostro serio de Cael.
—Te estoy pidiendo que seas mi esposa —continuó él, arrodillándose ante ella—. No solo como el hombre que reparó tu techo, sino como el jefe que puede ofrecerte riquezas más allá de tus sueños. Mis tierras son vastas, mis minas producen plata suficiente para comprar toda esta región, pero nada de eso significa algo sin ti a mi lado.
Las lágrimas corrían libremente por el rostro de Catalina.
—Cael, yo no sé qué decir. Todo esto es tan abrumador.
—Lo entiendo —completó él, poniéndose de pie—. Te estoy pidiendo que dejes todo lo que conoces para unirte a un mundo completamente diferente.
—No es eso —interrumpió Catalina, tomando sus manos—. Es que sí, mi respuesta es sí. He estado enamorada de ti desde que te vi trabajar en mi techo con tanta dedicación. No me importa si eres jefe o trabajador, rico o pobre. Te amo por el hombre que eres.
Cael la tomó en sus brazos y la giró en el aire, ambos riendo y llorando a la vez. Cuando la puso de nuevo en el suelo le colocó suavemente el collar de esmeraldas alrededor del cuello.
—¿Hay algo más? —dijo Cael, sonrisa misteriosa—. Mis exploradores han encontrado vetas de plata que se extienden directamente bajo tu rancho. Estas tierras que don Fernando tanto quiere comprar valen una fortuna que él ni siquiera puede imaginar.
Catalina se quedó boquiabierta.
—¿Mi rancho tiene plata?
—Suficiente para hacer de ti la mujer más rica de todo Sonora, incluso sin casarte conmigo —confirmó Cael—. Pero eso no es lo importante ahora. Lo importante es que ya no estarás sola para enfrentar a don Fernando y sus amenazas.
Como si lo hubieran invocado con sus palabras, el sonido de cascos múltiples llenó la noche. Esta vez no venían con antorchas, venían en silencio como asaltantes nocturnos. Cael se tensó inmediatamente, sus instintos de guerrero alertándolo del peligro.
—Vienen por mí —murmuró, moviéndose hacia la ventana para evaluar la situación—. Alguien debe haberte estado vigilando y me vio llegar.
Catalina sintió que el pánico se apoderaba de ella.
—¿Qué hacemos?
—Tú no haces nada —respondió Cael con firmeza—. Esto es entre ellos y yo.
Pero primero se acercó a ella y la besó con una pasión desesperada.
—Pase lo que pase esta noche, recuerda que te amo más que a mi propia vida.
Los gritos comenzaron afuera.
—¡Sabemos que estás ahí dentro, apache! Sal ahora y tal vez no lastimemos a la mujer.
Cael reconoció la voz de don Fernando, pero había algo diferente esta vez: era más agresiva, más desesperada. Había traído más hombres y venían preparados para la violencia.
—Me entregaré —decidió Cael—. Una vez que me tengan no tendrán motivos para lastimarte.
—¡No! —gritó Catalina, aferrándose a su brazo—. No puedes. Te matarán.
—Es mi decisión —respondió Cael—. Pero antes de salir necesito que sepas algo más. Si algo me pasa esta noche, busca la gran roca con forma de águila en las montañas Dragón. Debajo hay un túnel que lleva a mi tesoro personal: hay mapas de todas las minas, documentos legales que prueban mis derechos sobre estas tierras y suficiente oro y plata para que vivas como una reina el resto de tu vida.
—No me importa el tesoro —sollozó Catalina—. Me importas tú.
Cael le dio el último beso antes de dirigirse hacia la puerta.
—Si sobrevivo a esto, nos casaremos bajo la luna llena de la próxima semana. Si no, usa esa riqueza para hacer el bien en el mundo. Sé que lo harás.
Cuando abrió la puerta, la luz de la luna reveló a don Fernando con una docena de hombres armados, algunos con antorchas, otros con cuerdas. Era evidente que habían venido no solo a expulsarlo sino a lincharlo.
—Aquí estoy —declaró Cael, saliendo con las manos visibles—. Tómenme si quieren, pero respeten a la señora Morales. Ella no ha hecho nada malo.
—Oh, pero sí lo ha hecho —rugió don Fernando con una sonrisa cruel—. Ha deshonrado la memoria de su esposo conviviendo con un salvaje. Es hora de que ambos paguen por esa ofensa.
El corazón de Catalina se detuvo al darse cuenta de que no habían venido solo por Cael, habían venido por ambos. La situación parecía desesperada: Cael estaba rodeado por una docena de hombres armados y Catalina se encontraba atrapada en su propia casa, contemplando el horror de perder al hombre que amaba justo después de encontrarlo.
Don Fernando había revelado sus verdaderas intenciones: no se conformaría con expulsar al apache, quería destruir completamente lo que había florecido entre él y Catalina.
—Átenlo —ordenó don Fernando con satisfacción sádica, mientras sus ojos brillaban con crueldad—. Y traigan a la mujer. Es hora de que este pueblo vea qué pasa con quienes traicionan a su propia gente.
Los hombres que lo acompañaban intercambiaron miradas incómodas. Algunos de ellos habían venido esperando una simple expulsión, no el linchamiento que don Fernando claramente tenía en mente. Patricio el herrero vaciló con la cuerda en las manos, recordando de repente la expresión digna en el rostro de Cael cuando trabajaba en el techo.
—Don Fernando —murmuró Esteban nerviosamente—, tal vez deberíamos solo echarlo del pueblo. No hay necesidad de…
—¡Silencio! —rugió don Fernando con saliva volando de sus labios—. Ese salvaje ha contaminado a una de nuestras mujeres, ha deshonrado la memoria de un buen hombre mexicano. Esto requiere un castigo ejemplar que nadie olvide jamás.
Catalina apareció en la puerta de su casa, pálida pero determinada. En sus manos llevaba el rifle de Manuel, cargado y listo.
—Si tocan a Cael —declaró con voz que temblaba de emoción pero no de miedo—, el primero de ustedes que se acerque será el último en respirar.
La amenaza de una mujer desesperada hizo que varios hombres retrocedieran instintivamente. Conocían a Catalina desde niña y sabían que no era de las que hacían amenazas vacías. Además, Manuel le había enseñado a disparar y su puntería era legendaria en el pueblo.
—No seas ridícula, mujer —se burló don Fernando, aunque mantuvo su distancia—. No dispararás, no tienes el valor para matar a sangre fría.
—Pruébenme —replicó Catalina, apuntando directamente al pecho de don Fernando—. He perdido todo lo que amaba una vez. No permitiré que vuelva a suceder.
Cael se mantuvo inmóvil en el centro del círculo de hombres armados, pero sus ojos nunca dejaron de evaluar la situación. Como guerrero experimentado, sabía que las probabilidades estaban en su contra, pero también sabía que la desesperación podía convertir incluso las situaciones más imposibles en oportunidades. Su mano derecha se movió casi imperceptiblemente hacia el cuchillo oculto en su bota.
Fue en ese momento de máxima tensión cuando el aire nocturno se llenó de un sonido que heló la sangre de todos los presentes: era un ulular bajo y rítmico que parecía venir de las montañas circundantes. Pero no era el canto de ningún búho conocido. Los hombres de don Fernando se detuvieron, mirando nerviosamente hacia las sombras que danzaban bajo la luz de la luna.
—¿Qué diablos es ese ruido? —murmuró Patricio, su voz apenas audible por encima del sonido que crecía en intensidad.
El ulular se intensificó, multiplicándose hasta que pareció que las montañas mismas cantaban una canción de guerra ancestral. Era un sonido que despertaba recuerdos primitivos de peligro mortal, que hacía que el instinto de supervivencia gritara alarmas en la mente de cada hombre presente.
Cael sonrió por primera vez en toda la noche y esa sonrisa transformó completamente su rostro. Ya no parecía el trabajador humilde que había reparado el techo de Catalina; ahora irradiaba la autoridad feroz de un guerrero apache en su elemento.
—Mi gente —dijo simplemente.
Pero esas dos palabras llevaban el peso de una amenaza mortal. El sonido del llamado de guerra se extendía ahora en todas las direcciones, respondido desde múltiples puntos en las montañas circundantes. Las sombras parecían moverse y cambiar de forma, como si la noche misma hubiera cobrado vida. Los caballos de don Fernando comenzaron a ponerse nerviosos, relinchando y pateando el suelo con inquietud animal.
—Es… es solo el viento en las rocas —balbuceó Esteban, pero su voz no sonaba nada convincente.
Sus palabras fueron cortadas cuando las primeras figuras comenzaron a materializarse desde las sombras, como surgiendo de la tierra misma. Guerreros apaches aparecieron desde todas las direcciones: algunos emergían de detrás de rocas que parecían demasiado pequeñas para esconder a un hombre, otros simplemente se separaban de las sombras como si hubieran estado allí toda la vida.
Los hombres de don Fernando se agruparon instintivamente, levantando sus armas mientras se daban cuenta de que estaban siendo rodeados por una fuerza que superaba sus números y claramente su habilidad. Los apaches se movían con la silenciosa eficiencia de depredadores naturales, posicionándose estratégicamente sin hacer ruido alguno.
—Diablos —exclamó uno de los hombres—. Estamos rodeados.
El pánico comenzó a extenderse entre el grupo de don Fernando. Estos eran hombres acostumbrados a intimidar a viudas indefensas y trabajadores solitarios, no a enfrentar guerreros apaches en su propio territorio. Las historias que habían escuchado sobre la ferocidad apache en combate regresaron a sus mentes con cruel claridad.
Fue entonces cuando del grupo de apaches se destacó una figura que hizo que incluso los más valientes sintieran un escalofrío de terror puro. Era un hombre mayor, montado en un magnífico caballo blanco, con el cabello plateado decorado con plumas de águila real y una presencia que irradiaba autoridad natural. Su rostro mostraba las líneas de alguien que había vivido batallas que estos mexicanos no podían ni imaginar.
—Sagrado cielo —murmuró Patricio, reconociendo inmediatamente a la legendaria figura—. Es Naalnish.
El nombre corrió entre los hombres como un viento helado. Todos habían escuchado hablar de Naalnish, el mítico jefe apache que había resistido tanto a los ejércitos mexicanos como a los americanos durante décadas. Las historias decían que sus guerreros podían aparecer y desaparecer como fantasmas, que sus minas de plata eran más ricas que las del mismísimo gobierno mexicano.
Naalnish desmontó con la gracia de alguien mucho más joven, acercándose lentamente al grupo de mexicanos que ahora parecían ratones atrapados por un gato. Cuando habló, su voz resonó con el poder acumulado de generaciones de líderes tribales.
—Soy Naalnish, jefe supremo de todas las bandas apache de estas montañas —declaró en español perfecto, sin rastro de acento—, y el hombre que ustedes amenazan es mi hijo adoptivo, heredero de mi posición y toda mi riqueza.
Las palabras golpearon a don Fernando como martillazos. Su rostro perdió todo color al comprender la magnitud de su error: no solo había antagonizado a un apache cualquiera, había declarado la guerra al heredero del jefe más poderoso y temido de toda la región.
—Esto… esto es territorio mexicano —balbuceó don Fernando, aunque su arrogancia anterior se había evaporado completamente—. No tienen autoridad legal aquí.
Naalnish sonrió, pero no había calor alguno en esa expresión. Era la sonrisa de un depredador que había encontrado presa fácil.
—Joven ignorante —respondió con voz que destilaba desprecio controlado—. Estas montañas eran nuestras cuando el abuelo de tu abuelo aún no había nacido. Nuestros derechos sobre estas tierras están escritos en tratados firmados por el gobierno de tu país.
Uno de los guerreros se acercó a Naalnish
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