El camión siguió avanzando lentamente, cada crujido del pasto seco resonaba en el silencio de la noche. Mi cuerpo estaba agotado, magullado por el accidente y el miedo constante, pero mi mente no podía descansar. Pensaba en lo que había dejado atrás, en esos hombres que me querían vender como si fuera un objeto.
Sentí el viento frío acariciar mi rostro cuando el camión se adentró en un camino de tierra rodeado de árboles oscuros y silentes. Cada sombra parecía esconder una amenaza, pero también una oportunidad para desaparecer, para esconderme. Cerré los ojos y recordé la comida que me dieron—la última comida, según el secuestrador—y cómo logré esconder un poco en el bolsillo. Eso me había dado algo de fuerza y esperanza.
Después de un tiempo que no podría medir, el camión frenó bruscamente. Escuché voces y pasos apresurados. ¿Habían detectado que estaba escondida? El corazón se me aceleró. Con mucho cuidado, abrí los ojos un poco, pero la oscuridad seguía siendo absoluta. Sentí que el camión se detenía y que alguien bajaba.
Aprovechando la confusión, aguanté la respiración y esperé el momento exacto. Cuando la gente se alejó, con pasos pesados y distraídos por la carga, aproveché para deslizarme hacia un costado y, con mucho sigilo, salté del camión.
La tierra fría bajo mis pies me dio una sensación extraña: miedo mezclado con alivio. Corrí hacia el bosque cercano, sin mirar atrás, guiada solo por el instinto de sobrevivir. Los sonidos de la naturaleza me envolvían, los grillos, el viento entre las hojas, el crujido de mis pies sobre las ramas secas. Era un mundo desconocido, pero mejor que el cautiverio.
Después de un buen rato, encontré un claro pequeño, iluminado tenuemente por la luna. Me senté, jadeante, mirando al cielo y dejando que las lágrimas corrieran libres. ¿Quién me buscaría? ¿Cómo podría escapar? Pero en medio de la desesperación, una chispa de esperanza comenzó a crecer en mi interior.
Sabía que debía ser fuerte, debía encontrar ayuda. No podía rendirme, no ahora que la vida me había dado una segunda oportunidad.
Mientras me recuperaba, escuché el ruido distante de un vehículo. Temblé, preguntándome si eran los hombres que me habían secuestrado o si era alguien que podría ayudarme.
Decidí moverme otra vez, adentrándome más en el bosque, siguiendo el sonido hasta llegar a un pequeño pueblo escondido entre árboles. Con paso inseguro, me acerqué a una casa humilde donde una luz tenue brillaba.
Golpeé la puerta con fuerza. Una mujer mayor abrió, sorprendida al verme en ese estado.
—¡Por favor! —dije con voz débil—. Ayúdeme… estoy perdida.
La mujer me miró con compasión y me invitó a entrar. Me dio agua y comida, y mientras comía lentamente, le conté mi historia con lágrimas en los ojos.
Ella asintió con tristeza, pero también con determinación.
—Aquí estarás segura —me dijo—. Mañana ayudaré a avisar a las autoridades y a buscar a tu familia.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí que había esperanza de verdad.
Aunque no sabía qué me depararía el futuro, en ese momento entendí que mi vida no terminaría en esa oscuridad. Había escapado de la muerte, y ahora lucharía por recuperar mi libertad, mi dignidad y mi voz.
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