Existió una época oscura en la que una mujer podía ser quemada viva por algo que ni siquiera había hecho. Bastaba una acusación susurrada: que alguien la había visto en sueños, que su sombra parecía demasiado larga al atardecer. En nombre de Dios, comenzaba el espectáculo más macabro que Europa había conocido: la destrucción sistemática del cuerpo femenino.

La Inquisición, en su celo por la fe, perfeccionó el arte de someter a las mujeres hasta borrar cualquier rastro de su humanidad. No era una caza de herejes; fue la invención del miedo como herramienta de exterminio, el disfraz perfecto para el control absoluto sobre aquello que más temían.

En el siglo XV, Europa temblaba bajo la obsesión del pecado encarnado: la mujer. Desde los púlpitos se predicaba que Eva había condenado a la humanidad y que el cuerpo femenino era la puerta del infierno. La Iglesia decidió que había llegado el momento de purificar el mundo, no con oraciones, sino con fuego, hierro y sangre.

El Malleus Maleficarum, escrito en 1486 por los inquisidores Krammer y Sprenger, se convirtió en el manual perfecto para identificar, interrogar y ejecutar. Su lógica era infalible y cerrada: si una mujer flotaba en el agua, era culpable; si se hundía y moría, era inocente. Si confesaba bajo tortura, culpable; si resistía el dolor, obviamente estaba protegida por el demonio y, por lo tanto, culpable.

Las actas inquisitoriales de Tuluz, Zaragoza y Bamberg documentan miles de casos. Mujeres acusadas de volar en escobas, de copular con demonios, de envenenar cosechas con la mirada. Pero la verdad, esa que los archivos susurran entre líneas, era mucho más simple y aterradora. Eran sanadoras, parteras, viudas con tierras, mujeres que sabían leer, mujeres que hablaban demasiado, mujeres que, simplemente, existían sin permiso.

Arnalda de Montalbán fue una de ellas. Los registros del Tribunal de la Inquisición de Cataluña del año 1497 la describen como “mujer de mirada inquietante y lengua suelta”. Su verdadero crimen fue haber curado con hierbas a un niño desahuciado por el médico de la aldea. El niño sobrevivió; ella no.

La arrancaron de su casa una madrugada de octubre mientras sus hijos gritaban, y la arrojaron a una celda húmeda donde la luz del sol jamás entraba. Durante tres días le negaron agua y comida, exigiendo saber qué demonio le había enseñado las artes oscuras. Ella insistía en que solo eran plantas: romero, tomillo, corteza de sauce, saberes heredados de su abuela. Para los inquisidores, ese saber era la evidencia irrefutable de la intervención diabólica.

Entonces comenzó el tormento. Primero usaron el potro, atándola de pies y manos mientras una rueda dentada estiraba su cuerpo hasta que sus articulaciones crujieron como ramas secas. Los inquisidores rezaban un Padre Nuestro entre cada vuelta. Después, las botas españolas, cuñas de madera que comprimían sus piernas hasta que los huesos se trituraron.

Tras seis días de tormento, Arnalda confesó. Dijo que había volado, que había besado al diablo, que había maldecido las cosechas. Confesó todo lo que le pidieron, porque el dolor tiene un límite y, cuando se alcanza, las palabras dejan de tener significado. Solo se busca que se detenga. Arnalda fue quemada viva en la plaza pública tres semanas después, en un acto que los registros eclesiásticos describieron como “misericordia divina”.

Pero el horror no se limitaba a las piras. Los conventos, supuestos lugares de paz y recogimiento, funcionaban a menudo como prisiones perfumadas con incienso, donde las mujeres eran destruidas desde dentro. En el Archivo General de Simancas sobrevive una carta del siglo XVI que nunca debió salir. Fue escrita por una monja del convento de San Plácido en Madrid, firmada solo con una inicial: “M”.

En ella, le contaba a su hermana la verdad tras los muros consagrados: “Aquí el silencio no es virtud, hermana, es condena”. Describía cómo las golpeaban con varas benditas si hablaban durante las comidas, cómo las obligaban a arrodillarse sobre piedras afiladas si un pensamiento impuro cruzaba sus mentes. El confesor del convento, Francisco García Calderón, usaba la confesión para someterlas psicológicamente, haciendo preguntas obscenas sobre sus cuerpos, sus sueños y la tela del hábito rozando su piel. Si dudaban o se sonrojaban, las acusaba de lujuria y las castigaba con ayunos y encierro en celdas sin ventanas. García Calderón murió en olor de santidad; nadie investigó jamás las acusaciones, porque las voces de las monjas, al igual que las de las “brujas”, no tenían peso frente a la palabra de un hombre consagrado.

En Bamberg, Alemania, el horror alcanzó su cénit. Durante la “quema de Bamberg” (1628), un periodo de cinco años, más de 600 personas fueron ejecutadas. Entre ellas estaba Catalina Rot. Catalina no era una campesina ignorante; era la viuda próspera de un comerciante, sabía leer, escribir y administrar propiedades. Su propio cuñado, codiciando sus tierras, la denunció por haber envenenado a su esposo mediante un pacto demoníaco. No había pruebas, solo la palabra de un hombre ambicioso.

Fue llevada a la Hexenhouse, la “casa de las brujas”, un edificio diseñado para el interrogatorio bajo presión. Allí, durante tres meses, fue sometida a cada instrumento que la imaginación humana había creado para infligir dolor. Le comprimieron los pulgares con tornillos, le retiraron las uñas una por una, le aplicaron hierros calientes en las plantas de los pies y le introdujeron agujas bajo la piel, buscando la “marca del diablo”.

Catalina resistió durante semanas, jurando su inocencia. Pero los inquisidores tenían una regla: si la acusada no confesaba, era porque el demonio la protegía. Aplicaron el tormento supremo: la strappado. Ataron sus manos a la espalda y la elevaron con una polea. El peso de su cuerpo dislocó sus hombros con un crujido. La dejaron suspendida durante horas y luego añadieron pesas hasta que algo dentro de ella se quebró.

Catalina confesó. Dijo que había volado al monte Broken, que había bailado desnuda con el diablo y bebido sangre de niños. Confesó cada fantasía retorcida que le sugirieron. Catalina Rot fue quemada viva el 12 de agosto de 1628. Antes de morir, en un último acto de lucidez, gritó desde la pira: “Dios ve lo que ustedes hacen y no lo llama justicia”. Sus palabras fueron registradas en el acta y luego deliberadamente ignoradas.

Sin embargo, incluso en la más profunda oscuridad, hubo resistencia. En el convento de Santa Clara de Asís, durante el siglo XVI, una monja llamada Sor Juana de la Cruz, castigada repetidamente por “visiones heréticas”, dejó escritas pequeñas frases en latín en los márgenes de un libro de rezos. Durante siglos, nadie las tradujo, hasta que una historiadora las descubrió. Una de ellas decía: “Ellos creen que nos quiebran, pero solo nos enseñan a ser de hierro”.

Sor Juana había documentado en secreto todo: los nombres de las monjas castigadas, los métodos de los confesores, las fechas de cada castigo. Como ella, otras mujeres escondieron cartas y diarios, negándose a desaparecer en silencio.

El historiador Brian Levack estima que entre 40.000 y 60.000 personas fueron ejecutadas oficialmente por brujería entre los siglos XV y XVIII; el 80% eran mujeres. Esas cifras no cuentan a las que murieron en las mazmorras antes del juicio, a las que enloquecieron o a las que simplemente desaparecieron. La Inquisición no solo eliminaba cuerpos, borraba identidades.

Los instrumentos de tortura hoy se exhiben en museos como reliquias de un tiempo bárbaro, pero la era del terror no terminó por un despertar de la conciencia. La caza de brujas se extinguió cuando dejó de ser rentable y el miedo comenzó a volverse contra sus propios creadores. La última ejecución oficial, la de Anna Göldi en Suiza, ocurrió tan tarde como 1782, mucho después de que la ciencia hubiera desmentido la existencia de la brujería.

Pero la ciencia nunca importó. Aquella cacería nunca fue sobre religión o magia; fue sobre el control absoluto del poder y la autonomía femenina. Aunque las piras finalmente se apagaron, el legado de silenciar, culpar y cuestionar la palabra de la mujer mutó, adaptándose a nuevos tiempos. Las historias de Arnalda, Catalina, la monja “M” y las decenas de miles cuyos nombres fueron borrados, permanecen como un testimonio eterno de que el verdadero pecado, a los ojos de aquel sistema, nunca fue la herejía, sino la independencia.