La Dama de Cera de las Montañas Blancas

Las Montañas Blancas, en el estado de New Hampshire, poseen una dualidad tan antigua como la tierra misma. Son una catedral de granito y bosques densos, donde la belleza escénica de los Apalaches alcanza su cenit; pero también son una trampa mortal, un desierto helado donde el clima cambia con una violencia caprichosa y el viento tiene la fuerza suficiente para arrancar el alma del cuerpo. Los lugareños siempre han dicho que la montaña cobra un peaje, que se lleva a aquellos que no respetan su fuerza. Sin embargo, hace dieciséis años, la montaña no fue la asesina. La montaña fue solo el escenario, el cómplice silencioso de un depredador humano que buscaba algo más oscuro que la muerte: buscaba la eternidad.

Todo comenzó con la normalidad engañosa de un día de verano. Era agosto de 2009 y Leah Thompson, una bióloga de 27 años residente en Concord, sentía la llamada de las alturas. Leah no era una turista imprudente. Era una mujer de ciencia, meticulosa y centrada, que pasaba sus días analizando el impacto del cambio climático en las aves locales. Sus compañeros de laboratorio la conocían por su paciencia infinita frente al microscopio, una cualidad que trasladaba a su gran pasión: el senderismo.

Leah era la prudencia personificada. Dejó notas detalladas, llevó un GPS, un teléfono satelital y equipo de alta calidad. Su vida en Concord era tranquila, marcada por las visitas dominicales a sus padres, Robert y Martha, y una relación estable y sin dramas con Brian, un ingeniero local. Nadie que conociera a Leah podía imaginar que ella sería la protagonista de una tragedia; no encajaba en el perfil de la víctima descuidada.

El 15 de agosto, el cielo sobre la cordillera del Monte Adams estaba despejado, pintado de un azul intenso que prometía una travesía perfecta. Las cámaras de seguridad del aparcamiento captaron la última imagen de Leah a las 9:45 de la mañana: una figura menuda de 1,62 metros, atándose las botas junto a su viejo Honda Civic azul, ajustándose la mochila y caminando con determinación hacia la espesura. Iba a ser una ruta de tres días, un desafío físico de 20 kilómetros con un desnivel brutal, apto solo para expertos.

El silencio comenzó tres días después.

El martes 18 de agosto, el Honda Civic seguía allí, cubierto por el rocío de la mañana y las hojas caídas. Leah no había regresado. La alarma, al principio un susurro de preocupación entre los guardabosques, se convirtió en un grito cuando los padres de Leah y su novio Brian confirmaron que no había habido comunicación. El teléfono satelital, su línea de vida, estaba mudo.

La operación de búsqueda que se desató fue masiva. Cincuenta personas, helicópteros con cámaras térmicas y perros rastreadores peinaron la implacable geografía del Monte Adams. La montaña, celosa de sus secretos, apenas ofreció pistas. A cinco kilómetros del inicio del sendero, encontraron los restos de una hoguera, una huella fantasma de una tienda de campaña y un envase vacío de comida liofilizada. Era el rastro de Leah, sin duda. Pero más allá de ese punto, la nada.

Los perros perdieron el rastro en la roca desnuda. La señal del teléfono móvil había muerto abruptamente la madrugada del 18 de agosto en una zona aislada, lejos de cualquier sendero lógico. Durante semanas, la búsqueda continuó, alimentada por la desesperación de una familia que se negaba a aceptar el vacío. Se barajaron todas las hipótesis: una caída accidental en una grieta profunda, un ataque de oso, una desorientación fatal por hipotermia. Incluso se susurró la palabra “crimen”, pero tras investigar a Brian y al entorno de Leah, no hallaron ni una sola grieta, ni un solo motivo.

Hubo, sin embargo, un hilo suelto que el detective David Connor, un hombre tenaz y observador, no pudo ignorar. En el foro Trailheads New England, donde Leah era activa, había interactuado con un usuario llamado “Mountain Watcher”. Este personaje, un espectro digital, le había recomendado rutas y consejos específicos. Pero tras la desaparición de Leah, “Mountain Watcher” se evaporó del ciberespacio. Sin nombres reales, sin direcciones IP rastreables, la pista se enfrió tanto como el invierno que pronto cubrió las montañas, sepultando cualquier esperanza bajo metros de nieve.

El caso de Leah Thompson se convirtió en un expediente frío, una herida abierta en la comunidad de Concord. Pasaron las estaciones. La vida siguió su curso implacable. Pero la montaña no olvida lo que se le confía.

Casi dos años después, el 23 de julio de 2011, la casualidad —o quizás el destino— intervino. Kevin y Jennifer Hart, dos excursionistas que buscaban soledad en un sendero olvidado, tropezaron con algo que no pertenecía al paisaje natural. En la ladera de un desfiladero remoto, oculto entre dos rocas masivas, vieron una estructura de piedra. No era un derrumbe natural; era mampostería. Alguien había apilado piedras con precisión geométrica para sellar una cavidad, coronándola con una losa plana.

Al acercarse, un olor extraño los golpeó. No era el hedor pútrido de la muerte, sino un aroma químico, denso y ceroso, que flotaba en el aire caliente del verano. Intrigados y asustados, informaron a los guardabosques.

Cuando el guardabosques Tyler y su equipo desmontaron la tumba de piedra al día siguiente, se prepararon para encontrar un animal muerto o basura antigua. Lo que hallaron desafió toda lógica. En un hoyo de un metro de profundidad, envuelto en una lona oscura, yacía un cuerpo. Pero no era un esqueleto ni un cadáver en descomposición.

Era una estatua.

El cuerpo de Leah Thompson estaba allí, en posición fetal, cubierto por una capa uniforme de cera marrón oscura de cinco centímetros de espesor. Parecía una crisálida macabra. La cera había momificado sus tejidos, preservando sus rasgos faciales con una fidelidad aterradora. Parecía dormir una siesta eterna, protegida del tiempo y de los gusanos por la mano de alguien que conocía los secretos de la preservación.

El traslado del cuerpo a la morgue de Berlín, New Hampshire, marcó el inicio de una investigación criminal sin precedentes. La autopsia, realizada por la doctora Elizabeth Green, reveló la magnitud del horror. La cera no era parafina común; era una mezcla compleja de polietilenglicol y resinas, un compuesto utilizado exclusivamente en laboratorios y morgues para la conservación de tejidos a largo plazo.

Debajo de esa capa protectora, la verdad de sus últimos momentos salió a la luz. Leah no había muerto por accidente. Había marcas de inyecciones en los pliegues de sus codos. Los análisis toxicológicos encontraron restos de succinylcolina, un potente relajante muscular usado en anestesia que provoca parálisis total mientras la víctima permanece consciente. Leah había estado despierta, incapaz de mover un solo músculo, incapaz de gritar, mientras alguien la estrangulaba metódicamente con una tela de algodón.

El perfil del asesino cambió instantáneamente. Ya no buscaban a un vagabundo o a un depredador oportunista. Buscaban a alguien con conocimientos médicos, acceso a químicos restringidos y una habilidad técnica para manipular cadáveres. Buscaban a un profesional de la muerte.

El detective Connor, revigorizado por el hallazgo, volvió sobre sus pasos. La pista del foro, “Mountain Watcher”, cobró nueva vida. Con órdenes judiciales más amplias, rastreó las conexiones de internet utilizadas por el usuario fantasma. Algunas provenían de bibliotecas públicas, pero hubo un patrón que emergió del ruido: varias conexiones se originaron desde la red Wi-Fi del Hospital de Manchester.

Connor solicitó la lista de empleados. Necesitaba a alguien que trabajara en la morgue o en patología. El nombre de Richard Flowers, un técnico de 42 años, saltó de la lista como una luz de neón.

Flowers era un hombre invisible. Soltero, tranquilo, sin antecedentes. Trabajaba preparando cadáveres para autopsias y era voluntario en una organización que repatriaba cuerpos, lo que le daba acceso y conocimientos sobre embalsamamiento y conservación. Pero lo que lo condenó no fue su trabajo, sino su vanidad y sus registros financieros. Cinco meses antes de que Leah desapareciera, Flowers había comprado diez kilos de cera de conservación especializada y ampollas de succinylcolina con recetas falsas.

El 29 de julio de 2011, la policía rodeó la casa de Flowers en las afueras de Manchester. El registro de su domicilio fue un descenso a la mente de un monstruo.

La casa era ordenada, casi estéril, pero el sótano contaba la verdadera historia. Allí encontraron un laboratorio clandestino: instrumentos quirúrgicos, recipientes con restos de la misma cera encontrada en el cuerpo de Leah y un diario. En sus escritos, Flowers no hablaba de asesinato con odio, sino con una admiración retorcida. Escribía sobre la “belleza eterna”, sobre la tragedia de la descomposición y su deseo de capturar la perfección de la vida y congelarla para siempre. Leah no era una víctima para él; era su obra maestra.

En su ordenador, la sesión de “Mountain Watcher” estaba abierta. Tenía carpetas llenas de fotos de mujeres desprevenidas en las montañas, y docenas de fotos de Leah, tomadas meses antes de su secuestro. La había cazado, la había estudiado y había esperado el momento perfecto.

El hallazgo final, el que revolvió el estómago incluso de los policías más veteranos, estaba en el congelador de la cocina. En un contenedor sellado, perfectamente organizado, estaba el equipo de Leah: su mochila, su GPS, su cámara. Trofeos guardados junto a la comida congelada.

La reconstrucción de los hechos fue escalofriante por su frialdad. Flowers había subido a la montaña aquel 15 de agosto sabiendo exactamente dónde acamparía Leah. Se acercó a ella como un compañero senderista, amable e inofensivo. Se ganó su confianza en la soledad del bosque. Le ofreció una bebida “energética” cargada con el paralizante.

Mientras ella perdía el control de su cuerpo, él la observó. No hubo violencia sexual convencional; su perversión era la necrofilia estética. La estranguló, envolvió su cuerpo y lo cargó hasta el pozo que ya había preparado días antes. Allí, bajo la luz de la luna o de una linterna, realizó su ritual: vertió la cera caliente capa por capa, sellándola en un abrazo eterno, y luego la ocultó bajo las piedras, creyendo que había creado algo inmortal.

Durante el interrogatorio, Flowers se mantuvo impasible, una máscara de indiferencia. Pero la evidencia física era abrumadora. En marzo de 2012, el juicio atrajo la atención de todo el país. La defensa intentó alegar locura, pintando a Flowers como un hombre desconectado de la realidad, víctima de sus propios delirios. Pero la fiscalía fue implacable: la planificación, la compra de materiales meses antes, el acecho, la limpieza de la escena del crimen… todo indicaba una mente calculadora y plenamente consciente de la maldad de sus actos.

El jurado tardó solo tres días en deliberar. Richard Flowers fue declarado culpable de asesinato en primer grado, secuestro y profanación de cadáver. Fue sentenciado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.

Para Robert y Martha Thompson, la sentencia trajo justicia, pero no consuelo. La silla vacía en los almuerzos de los domingos nunca volvería a ocuparse. Sin embargo, pudieron recuperar a su hija. El cuerpo de Leah fue incinerado, liberándola finalmente de la prisión de cera y piedra en la que Flowers la había confinado. Sus cenizas fueron esparcidas en las Montañas Blancas, no en el lugar de su muerte, sino en una cima iluminada por el sol, devolviéndola al viento y a la libertad que tanto amaba.

Hoy, en uno de los senderos del Monte Adams, una pequeña placa conmemorativa recuerda a los caminantes la historia de la chica que amaba las montañas. Es un recordatorio silencioso de que la belleza de la naturaleza a veces oculta peligros humanos, y de que incluso en los lugares más oscuros, la verdad, eventualmente, siempre encuentra la manera de salir a la luz, rompiendo incluso el sello más perfecto de cera y silencio.