Los Ecos del Manglar: La Herencia de la Noche Eterna

La lluvia golpeaba con una furia bíblica el techo de lámina de la casa de Doña Remedios en Villahermosa, Tabasco. No era una tormenta cualquiera; era uno de esos diluvios de noviembre que ahogan la tierra y despiertan los miedos antiguos. Remedios, con sus manos nudosas aferradas a una taza de café ya frío, miraba hacia la calle convertida en un río de lodo. Pero el frío que sentía no venía del clima, sino de sus entrañas.

Hacía tres días que no veía a sus nietos, Mateo y Santiago, de nueve y siete años. Desde la muerte de su madre, Lucía, los niños habían quedado bajo la tutela de Roberto, el hermano menor de la difunta. Roberto siempre fue un hombre de silencios prolongados y miradas esquivas, un ermitaño que eligió vivir en los márgenes de la civilización, cerca de los pantanos de Centla, donde el zumbido de los mosquitos es la única música. Remedios había confiado en él por la sangre que compartían, pero esa tarde, la “corazonada” —ese sexto sentido maldito de las madres— le gritó que algo atroz estaba ocurriendo.

Cubierta con su rebozo negro, Remedios marchó hacia la comisaría. Allí, el oficial Héctor Maldonado, un hombre curtido por la burocracia y el cinismo, intentó despacharla con excusas baratas. Sin embargo, la mirada de Remedios, una mezcla de terror y una autoridad ancestral, lo obligó a moverse.

El viaje hacia la propiedad de Roberto fue un descenso a los infiernos. La vegetación de los pantanos se cerraba sobre el camino como dedos esqueléticos. Al llegar, el silencio era absoluto; ni grillos, ni aves, solo el repiqueteo de la lluvia. La casa estaba cerrada, pero una ventana rota en la parte trasera, manchada de sangre, fue el presagio definitivo. Héctor derribó la puerta y el hedor los golpeó: una mezcla de carne podrida, incienso barato y cobre.

Lo que encontraron en el sótano, tras volar un candado a balazos, marcaría el fin de la inocencia para todos los presentes. En una escena que parecía sacada de una pesadilla medieval, Mateo y Santiago yacían en jaulas, mutilados. Habían sido castrados en un ritual grotesco, sus ojos vacíos reflejaban un horror que la mente humana apenas puede procesar. Roberto no estaba allí, pero su obra macabra palpitaba en el aire, en los altares dedicados a dioses distorsionados y en la sangre seca que cubría el suelo.

La cacería humana comenzó de inmediato, pero Roberto eligió la salida de los cobardes. Días después, su cuerpo hinchado apareció flotando en el río Usumacinta. Dejó una nota delirante sobre promesas de poder incumplidas y dioses sedientos. La policía desmanteló la secta “Los Hijos de la Noche Eterna”, arrestando a maestros y funcionarios que jugaban a ser sacerdotes aztecas, pervirtiendo tradiciones para saciar su sadismo. Pero para Mateo y Santiago, la justicia legal era irrelevante. El daño estaba hecho.

Remedios se llevó a los niños a Mérida, buscando que la distancia geográfica sanara las heridas del alma. Pero el mal es paciente y no respeta fronteras estatales.

Durante años, la casa en Mérida se convirtió en una fortaleza de silencio. Mateo, el mayor, cayó en un mutismo selectivo. No hablaba con personas, pero Remedios lo escuchaba susurrar en la oscuridad. Hablaba con una sombra que tomaba la forma de Roberto, una entidad parásita que le recordaba cada noche que el pacto de sangre no se había roto con la muerte del tío. Santiago, por su parte, parecía recuperarse, hasta que comenzaron los sonambulismos.

La crisis llegó dos años después, cuando Santiago desapareció de su cama. Guiados por un Mateo que rompió su silencio solo por desesperación, Remedios y la policía lo encontraron al amanecer en el cenote de Xlacah. El niño estaba en trance, a punto de entregarse a las aguas oscuras del inframundo maya, respondiendo a un llamado que solo él podía oír. Fue entonces cuando Remedios comprendió que la psiquiatría no bastaba; necesitaban combatir fuego con fuego.

Recurrieron a Don Jacinto, un h’men (curandero maya) de gran poder. En una cueva sagrada, lejos de la vista de los curiosos, se libró la batalla final por las almas de los niños. Fue una noche de alaridos inhumanos y sombras que cobraban vida en las paredes de roca. Don Jacinto, invocando a los Bacaboob y utilizando la propia sangre de los niños para romper el vínculo, logró expulsar la presencia que Roberto había injertado en ellos. Cuando la figura espectral del tío se desvaneció entre el humo del copal con un aullido mudo, los niños cayeron inconscientes. Al despertar, por primera vez en años, sus ojos les pertenecían solo a ellos.

El tiempo pasó, cicatrizando la superficie. Remedios falleció anciana, habiendo cumplido su misión de salvaguardar a sus nietos. Mateo se convirtió en un pintor de renombre, canalizando sus demonios en lienzos oscuros y magnéticos. Santiago estudió psicología forense, dedicando su vida a entender la mente criminal para proteger a otros. Parecía que la historia había terminado, que el “Tío Monstruo” era solo una leyenda urbana de Tabasco.

Hasta que el teléfono sonó.

Era el Dr. Ramiro Solís, un investigador que había encontrado patrones imposibles de ignorar. Nuevos cuerpos. Nuevos niños. Mismos símbolos. Santiago, con el corazón martilleando, llamó a Mateo. Los hermanos se reunieron con Solís y revisaron las evidencias. Las fotos mostraban escenas del crimen en Veracruz y Campeche con una precisión ritual que no podía ser una coincidencia ni una imitación.

—Pensamos que el culto había muerto con Roberto y los arrestos de hace años —dijo Santiago, con la voz temblorosa mientras sostenía una fotografía—. Pero esto… esto es la continuación.

Mateo, que había permanecido en silencio observando las imágenes, tomó un carboncillo y comenzó a trazar líneas sobre un mapa que Solís tenía en la mesa. Sus manos se movían con una certeza aterradora.

—No es una continuación —dijo Mateo, su voz rasposa por el desuso—. Es una conclusión. Roberto no era el líder. Roberto era solo un peón, un iniciador. Lo que él despertó necesitaba tiempo para madurar, y necesitaba que nosotros nos confiáramos.

Mateo señaló tres puntos en el mapa que formaban un triángulo perfecto alrededor de la zona donde habían vivido su infancia.

—Están abriendo las puertas de nuevo —continuó Mateo, mirando a su hermano—. Y usan la energía que quedó residual en nosotros. Por eso te contactaron, Santiago. No porque seas experto, sino porque eres parte del rito.

El Dr. Solís los miró, pálido. —¿Qué sugieren que hagamos? Si la policía interviene, se esconderán de nuevo.

Santiago miró a Mateo. En los ojos de su hermano mayor ya no vio al niño asustado en la jaula, ni a la víctima silenciosa. Vio una determinación fría, forjada en el mismo infierno que habían sobrevivido.

—La abuela Remedios nos dijo que eligiéramos la luz —dijo Santiago, recordando las últimas palabras de la matriarca—. Pero para destruir esto, necesitamos entrar en la oscuridad una vez más.

—Nosotros somos la única evidencia viva de que su magia funciona y, al mismo tiempo, de que puede fallar —añadió Mateo—. Conocemos el “lenguaje”. Podemos rastrearlos no con satélites, sino sintiendo lo que ellos sienten.

Esa noche, los hermanos tomaron una decisión irrevocable. No huirían más. Utilizarían el trauma, el dolor y la conexión mística que aún residía latente en sus cicatrices como una brújula. Formaron una alianza secreta con el Dr. Solís. Santiago proveería el perfil psicológico y la estrategia; Mateo, la intuición oscura que le permitía ver lo que los ojos normales no podían.

Semanas después, en una operación encubierta en la selva de Campeche, guiados por las visiones de Mateo, el equipo logró infiltrarse en la verdadera ceremonia central. No encontraron a simples fanáticos, sino a una red de tráfico de élite que usaba el misticismo como fachada para el horror.

La confrontación fue brutal. Hubo disparos, fuego y sangre. Pero en medio del caos, Santiago y Mateo llegaron al altar principal. Allí, un nuevo “sacerdote” estaba a punto de sacrificar a una niña. Mateo, sin dudarlo, se abalanzó sobre él, no con armas, sino recitando los contra-hechizos que Don Jacinto había usado en la cueva, palabras que habían quedado grabadas en su subconsciente. La distracción permitió a Santiago rescatar a la niña y al Dr. Solís neutralizar al líder.

Cuando el humo se disipó y las autoridades llegaron para limpiar la escena, los hermanos se sentaron en la parte trasera de una ambulancia, exhaustos y cubiertos de hollín. Habían salvado a la niña. Habían roto el ciclo.

—¿Crees que se acabó? —preguntó Santiago, mirando las estrellas que brillaban sobre la selva.

Mateo limpió una mancha de ceniza de su brazo, justo sobre una de sus viejas cicatrices.

—El mal nunca desaparece del todo, hermano. Simplemente cambia de forma. Pero nosotros también hemos cambiado.

Santiago asintió, sintiendo una paz que no había experimentado en décadas. Ya no eran las presas. Ahora eran los guardianes.

Y en algún lugar, más allá del velo de la muerte, Doña Remedios sonreía. La lluvia había cesado por fin.