Cada noche escuchaba pasos en el techo… pero vivía en el último piso

El aire de Guanajuato era un brebaje espeso de piedra antigua, humedad y el aroma dulzón de las flores de buganvilla que se derramaban por los balcones de hierro forjado. Para la doctora Elena Vargas, recién llegada para cumplir su servicio social en el hospital regional, la ciudad era un laberinto de belleza y soledad. Había alquilado un pequeño apartamento en el último piso del “Edificio Candelaria”, una joya colonial de tres plantas con una fachada de cantera rosa y un patio interior donde el eco de sus propios pasos le parecía una compañía extraña.

El apartamento era perfecto: techos altos con vigas de madera, un suelo de baldosas de terracota que guardaba el fresco y una vista espectacular de la cúpula de la basílica y el mar de casas de colores que trepaban por las colinas. Doña Inés, la administradora, una mujer anciana con un rosario perpetuamente enredado en sus dedos artríticos, le había asegurado que era el lugar más tranquilo del edificio. “Aquí arriba, mija, ni las moscas la molestarán. Está usted más cerca de Dios”.

La primera noche, Elena lo atribuyó al cansancio. Después de veinticuatro horas de guardia y el estrés de la mudanza, escuchó un sonido. Era un ruido sordo, rítmico. Como el arrastrar de pies descalzos sobre madera. Pasos. Provenían de arriba, del techo. Se sentó en la cama, con el corazón latiéndole un poco más rápido. Imposible, se dijo. Era el último piso. Sobre ella solo estaban las vigas, las tejas y el cielo estrellado de Guanajuato. Serán las ratas, o quizás una rama de árbol golpeando el tejado con el viento. Se obligó a creerlo y se durmió con el sonido arrullándola en una extraña e inquietante nana.

Pero el sonido regresó la noche siguiente. Y la siguiente. Siempre a la misma hora, justo después de la medianoche, cuando el murmullo de la ciudad por fin se rendía al silencio. Los pasos no eran apresurados ni violentos. Eran lentos, metódicos, como los de alguien sumido en una profunda tristeza, recorriendo una y otra vez el mismo camino invisible. A veces, a los pasos se unía otro sonido, uno que le helaba la sangre en las venas: un sollozo ahogado, el lamento de una mujer que parecía filtrarse a través de la madera maciza del techo.

Como médica, la mente de Elena estaba entrenada para buscar explicaciones lógicas. Revisó cada centímetro de su apartamento. No había acceso al techo desde el interior. La única escalera de mantenimiento estaba en el pasillo común, y la puerta que daba a la azotea estaba cerrada con un candado oxidado y una cadena tan gruesa como su muñeca. Doña Inés le confirmó que nadie había subido allí en años. “Ni falta que hace, mija. Solo para impermeabilizar cada temporada de lluvias”.

Cuando le mencionó los ruidos, el rostro arrugado de la anciana se tensó. Sus dedos apretaron el rosario. —Son las tuberías, doctora. El edificio es viejo, canta de noche. O el viento que se cuela por los callejones. Ponga la radio bajita, rece un Padrenuestro y verá que se le pasa.

Pero Elena sabía que no era el viento. El viento no llora.

Las noches se convirtieron en una tortura. El insomnio comenzó a hacer mella en su trabajo. Sus manos, normalmente firmes durante las cirugías, temblaban ligeramente. Sus colegas notaron sus ojeras, la palidez de su piel. Ella se excusaba con el estrés del nuevo puesto. ¿Cómo podría explicarles que estaba siendo aterrorizada por unos pasos fantasmales? La encerrarían en el ala psiquiátrica.

Una tarde, con la determinación de una científica enfrentando un fenómeno inexplicable, decidió buscar respuestas fuera del edificio. Conoció a Mateo, un joven arquitecto que trabajaba en la restauración de un teatro cercano. Se encontraron en un café cerca del Jardín de la Unión, y la sonrisa fácil de Mateo y su conversación terrenal fueron un bálsamo para los nervios de Elena. Le contó sobre los ruidos, esperando una mirada de burla. En cambio, él frunció el ceño con genuino interés.

—El Candelaria, ¿eh? —dijo Mateo, removiendo su café de olla—. Es uno de los edificios más antiguos de la zona. Se construyó sobre los cimientos de lo que fue un convento en el siglo XVIII. Y antes de eso… quién sabe. Guanajuato está lleno de túneles, de historias enterradas. Déjame ver qué puedo encontrar en los archivos de la ciudad. Probablemente sea un problema de acústica, un eco de algún vecino que se transmite por la estructura.

La explicación de Mateo la tranquilizó, pero esa noche, los pasos fueron más claros, más insistentes. Y el llanto… el llanto sonó tan cerca que Elena saltó de la cama, convencida de que había alguien en la habitación con ella. Encendió la luz. No había nadie. Pero en el aire flotaba un tenue perfume a nardos, el aroma de las ofrendas fúnebres.

Al día siguiente, Mateo la encontró en la clínica. Su rostro ya no era escéptico. —Elena, encontré algo. Es… una leyenda, un chisme viejo, pero es lo único que hay. El Edificio Candelaria, antes de ser apartamentos, fue la casona de una familia muy rica en el porfiriato, los Aldama. Tenían una hija, Leonor. Dicen que era la mujer más hermosa de la región.

Hizo una pausa, mirando los papeles que traía. —Se enamoró de un minero, un don nadie a los ojos de su padre. Un amor prohibido, por supuesto. La encerraron en sus habitaciones, en el piso más alto, para que no pudiera volver a verlo. Lo que la leyenda no cuenta claramente es lo que pasó después. Algunos dicen que tuvo un hijo en secreto, un bebé que la familia le arrebató al nacer para evitar la deshonra. Otros, que el minero intentó rescatarla y fue asesinado por los guardias de su padre. El final es el mismo en todas las versiones: Leonor perdió la razón. Se pasaba las noches caminando de un lado a otro en su cuarto, llorando por su amor y su hijo perdidos. Hasta que un día, simplemente… dejó de hacerlo. La encontraron sin vida. Dicen que murió de pena.

Elena sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura. —¿En el piso más alto?

Mateo asintió lentamente. —En el que ahora es tu apartamento.

La leyenda lo cambió todo. Ya no era un ruido, era una historia. Ya no eran pasos, eran los ecos de una tragedia. Esa noche, cuando los sonidos comenzaron, Elena no se escondió bajo las sábanas. Se sentó en la cama y susurró a la oscuridad: —¿Qué es lo que quieres?

Como respuesta, el llanto se intensificó, lleno de una angustia tan palpable que a Elena se le llenaron los ojos de lágrimas. Y entonces, un nuevo sonido. El suave crujido de la pequeña puerta de un armario empotrado en la pared del fondo. Una puerta que Elena nunca había podido abrir.

La curiosidad, más fuerte que el miedo, la hizo levantarse. La perilla no giraba. Pero ahora, por primera vez, vio algo que había pasado por alto: un pequeño trozo de metal que sobresalía de la cerradura. Una llave rota. Con un cortaúñas de su botiquín, después de varios minutos de forcejeo, logró hacer palanca y sacar el trozo de metal. Metió los dedos en el hueco y, con un tirón, la puerta se abrió con un gemido de madera vieja.

El interior olía a polvo y a tiempo encerrado. No era un armario. Era un pequeño pasadizo, oscuro y estrecho, con una escalera de madera tosca que ascendía hacia la negrura. Hacia el techo.

Su corazón martilleaba contra sus costillas. Subió los escalones, que crujían bajo su peso. El espacio de arriba era un pequeño ático, un entretecho sofocante lleno de telarañas y vigas polvorientas. Y allí, en el suelo de tablones de madera, vio la causa de los sonidos.

Marcadas en el polvo de más de un siglo, había huellas. Huellas de pies descalzos, pequeñas y delicadas, que formaban un camino perfectamente delineado, de una pared a la otra, una y otra vez. Y en una esquina, un pequeño baúl de madera carcomida.

Con manos temblorosas, lo abrió. Dentro, sobre un lecho de terciopelo descolorido, había un par de zapatitos de bebé de un blanco amarillento y un mechón de cabello rubio atado con una cinta de seda. El tesoro secreto de una madre.

De repente, una ráfaga de aire helado la envolvió. El llanto ya no estaba arriba, ni abajo. Estaba a su lado. Se giró bruscamente y, por una fracción de segundo, a la luz de la linterna de su móvil, vio una figura. Una mujer joven, translúcida como el humo, con un vestido blanco de otra época y los ojos vacíos de una pena infinita. Estaba de pie junto al baúl, con los brazos extendidos, no hacia Elena, sino hacia los zapatitos.

Elena no gritó. El terror se había transformado en una abrumadora compasión. Comprendió. No era un fantasma maligno. Era el alma de una madre atrapada, repitiendo su vigilia noche tras noche, buscando al hijo que le habían robado. No quería asustarla. Solo quería que alguien supiera de su dolor.

—Lo siento —susurró Elena, su voz rota por la emoción—. Siento mucho lo que te hicieron.

La figura pareció mirarla. El llanto cesó. El perfume a nardos se intensificó. Elena, siguiendo un impulso que no entendía, cogió los zapatitos y el mechón de cabello.

—Ya no tienes que caminar más —dijo—. Tu bebé sabe que lo amaste. Ya puedes descansar.

Bajó las escaleras y salió del pasadizo, cerrando la puerta tras de sí. Esa noche, por primera vez, no hubo pasos. No hubo llanto. Solo un silencio profundo y pacífico que llenaba cada rincón del apartamento.

A la mañana siguiente, Elena llevó el pequeño baúl a la iglesia principal y se lo entregó a un sacerdote anciano, contándole una versión editada de la historia, hablando de un hallazgo histórico. Le pidió que le diera cristiana sepultura a esos objetos, que rezara una misa por el alma de una madre y su hijo.

Nunca más volvió a escuchar los ruidos. El apartamento, antes cargado de una tristeza opresiva, ahora se sentía ligero, en paz. Elena terminó su servicio social, pero decidió quedarse en Guanajuato. Se había enamorado de la ciudad, de Mateo y de la sensación de haber sido parte de una historia que trascendía el tiempo.

A veces, por la noche, cuando miraba la luna sobre las tejas de su edificio, recordaba los pasos y el llanto. Y no sentía miedo, sino gratitud. Porque en el último piso del Edificio Candelaria, más cerca del cielo, había aprendido que hay heridas tan profundas que ni siquiera la muerte puede curar, y que a veces, el único exorcismo que funciona es un simple acto de compasión. El fantasma de Leonor no necesitaba un sacerdote. Solo necesitaba que alguien, finalmente, escuchara su historia.