“CADA NOCHE ALIMENTABA A UN ZORRO… HASTA QUE EL ZORRO EMPEZÓ A CUIDARLO A ÉL”
En un pequeño pueblo del sur de Chile, justo al borde del bosque, vive don Emilio.
Tiene 72 años y hace mucho tiempo que nadie cruza su puerta.
Sus hijos partieron lejos.
Su esposa falleció hace cinco años.
Y desde entonces, sus cenas son solitarias.
Bueno… no del todo.
Hace unos meses, un zorro apareció en su patio trasero.
Estaba delgado, con las costillas marcadas y el pelaje enmarañado por el barro.
Revolvía los tachos en busca de restos.
Pero don Emilio no lo echó.
Le dejó un pedazo de pan duro y un poco de carne que ya no pensaba comer.
Lo colocó cerca del jardín.
El zorro volvió al día siguiente.
Y al otro también.
Cada noche, se sentaba en silencio a unos metros de la casa, esperando su parte.
Nunca dijeron nada, claro, los zorros no hablan.
Pero don Emilio sí empezó a hablarle.
Le contaba cosas sencillas: si hacía frío, si había soñado algo raro, o qué parte del cuerpo le dolía más ese día.
El zorro comía lento.
Lo miraba con esos ojos amarillos, serenos, que no juzgan.
Y después, como siempre, se desvanecía en la oscuridad.
Así se convirtió en una especie de costumbre.
Una noche, don Emilio tropezó en el patio.
Quedó tendido en el suelo por horas, sin poder levantarse.
No había señal en el celular.
Tiritaba de frío.
Pensó que esa sería su última noche.
Pero entonces, el zorro se acercó.
No se escondió esta vez. Tampoco huyó.
Se quedó ahí, a su lado.
Se sentó junto a él, respirando con calma, apoyando el hocico sobre su pierna.
No hizo más. Solo estuvo presente.
Cuando por fin logró incorporarse, con mucho esfuerzo, el zorro no se fue hasta estar seguro de que todo estaba bien.
Después de aquella noche en la que el zorro permaneció a su lado, algo cambió en don Emilio.
No solo en su cuerpo —que poco a poco se recuperaba de la caída— sino en su espíritu, que ya no sentía el peso de la soledad como antes.
Desde ese día, el zorro ya no esperaba a una distancia prudente.
Se acercaba más. A veces incluso se recostaba junto a la puerta mientras don Emilio le hablaba.
Un día, mientras tomaba mate bajo el alero de la casa, Emilio extendió la mano y el zorro, después de unos segundos de duda, la olfateó y la rozó con el hocico.
Fue como un pacto silencioso.
Un entendimiento ancestral entre dos seres que no necesitaban palabras para conocerse.
Con el tiempo, la gente del pueblo comenzó a murmurar sobre “el hombre del zorro”. Algunos decían que estaba loco. Otros que tenía un don.
Pero a don Emilio no le importaba.
Había noches en que no podía dormir por los achaques de la edad, y el zorro estaba ahí, en silencio, como si supiera que su presencia bastaba para calmarlo.
En los días de tormenta, cuando el viento golpeaba las ventanas con fuerza, el zorro aparecía antes del anochecer, buscando refugio junto a la estufa de leña.
Emilio empezó a escribir de nuevo.
Crónicas cortas sobre el bosque, sobre su vida, sobre el zorro.
Decía que cuando uno envejece, las palabras pesan más que los años.
Una tarde, mientras alimentaba a su compañero con un pedazo de carne envuelto en papel, don Emilio se detuvo, lo miró a los ojos y dijo:
—Si yo me voy antes, no te preocupes. Este mundo ya no es tan fácil, pero tú sabes cuidarte. Aunque quién diría… al final fuiste tú quien me cuidó a mí.
El zorro parpadeó, como si entendiera.
Días después, don Emilio no salió a poner comida.
Ni esa noche.
Ni la siguiente.
Los vecinos lo encontraron en su sillón, dormido para siempre, con una manta cubriéndole las piernas y un cuaderno abierto sobre el pecho.
En la última página había una frase escrita con mano temblorosa:
“Al final, no viví solo. Cada noche alimentaba a un zorro… y él alimentó mi alma.”
Dicen que, durante varias semanas, un zorro rojizo con ojos amarillos rondó la casa vacía.
No buscaba comida.
Solo permanecía ahí, como si esperara algo que ya no volvería.
Hasta que una noche, desapareció entre los árboles.
Desde entonces, a veces los lugareños lo ven moverse entre las sombras del bosque, erguido, alerta, como si cuidara algo…
…o a alguien.
Fin.
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