La Casa del Río Eterno

La lluvia golpeaba con una furia primitiva contra el parabrisas, como si el cielo entero hubiera decidido ahogarlos esa noche. Lucía apretaba el volante con tal fuerza que sus nudillos brillaban blancos bajo la tenue luz del tablero, mientras el motor del viejo sedán tosía su último aliento de vida. A su lado, en el asiento del copiloto, Mateo temblaba. No era solo por el frío húmedo que se colaba por las ventanas mal selladas, sino por algo más profundo, un terror antiguo que había aprendido a reconocer en los ojos de su madre durante los últimos seis meses de huida perpetua.

Detrás, envuelta en una cobija raída que apestaba a gasolina y desesperación, la pequeña Sofía lloraba en silencio. Era ese llanto contenido y seco de los niños que han visto demasiado para su corta edad. El coche se detuvo finalmente con un chirrido metálico que fue devorado al instante por el aullido del viento. Lucía cerró los ojos y respiró hondo, sintiendo cómo le palpitaban las costillas, un recordatorio doloroso del accidente de tres días atrás, cuando tuvieron que abandonar el último pueblo a toda velocidad antes de que ellos los alcanzaran.

No sabía quiénes eran exactamente los hombres que los perseguían. Las caras cambiaban, los vehículos variaban, pero la amenaza era siempre la misma: una sentencia de muerte. Desde que había testificado contra el cártel en esa sala fría de juzgado, desde que había pronunciado esos nombres prohibidos, su vida se había convertido en una carrera hacia ninguna parte.

—Mamá —susurró Mateo, sacándola de su trance y señalando hacia delante con un dedo tembloroso.

A través de la cortina de agua, apenas visible entre los relámpagos que rasgaban el cielo como cicatrices luminosas, se alzaba una estructura oscura. No era una casa común; era más bien una presencia, un bulto negro contra el gris furioso de la tormenta. Tenía ventanas como ojos muertos y un portón que colgaba de una sola bisagra, balanceándose con el viento en un vaivén hipnótico y enfermizo. Lucía sintió un vuelco en el estómago; había visto esa casa antes en sus pesadillas, o tal vez se parecía a todas las ruinas que había conocido en su infancia, cuando su propia madre huía de sus propios demonios. La memoria es traicionera; te apuñala cuando más necesitas olvidar.

—No podemos quedarnos aquí —dijo Lucía, aunque su voz carecía de toda convicción.

El agua comenzaba a inundar el camino de tierra y el río, que corría paralelo a la carretera, había crecido hasta convertirse en una bestia hambrienta de lodo y escombros. Estaban atrapados.

Sofía dejó de llorar abruptamente. En el silencio repentino del interior del coche, la niña señaló hacia la casa con su mano pequeña, manchada de barro y sangre seca.

—Ahí —dijo Sofía con una claridad que heló la sangre de su madre—. Ahí tenemos que ir.

Lucía se volteó para mirar a su hija de cinco años. Los ojos cafés de la niña reflejaban la luz de los relámpagos de una manera antinatural. Desde que habían comenzado a huir, Sofía había desarrollado una intuición macabra, una capacidad para sentir el peligro antes de que se manifestara. Pero esto era diferente. No era una advertencia; era una invitación.

—Todos en el último pueblo dijeron que nadie entra ahí —dijo Mateo, con el peso de sus doce años curvándole los hombros—. Dijeron que la familia que vivía allí desapareció…

—Ya sé lo que dijeron —interrumpió Lucía, bajando la voz a un susurro áspero—. Pero no tenemos opción. Miren el río.

El agua ya lamía las llantas del coche. En cualquier momento, la corriente los arrastraría. Lucía abrió la puerta y el viento casi se la arranca de las manos. El agua le llegaba a los tobillos, helada como la muerte misma. Tomó a Sofía en brazos, notando con dolor lo ligera que estaba, y gritó a Mateo que la siguiera.

Caminar hacia la casa fue una batalla contra el instinto primario que le gritaba que corriera en dirección contraria. El jardín era un cementerio de objetos oxidados: un columpio de una sola cadena, una muñeca sin cabeza medio enterrada en el fango.

—Mamá, no me gusta esto —gimió Mateo, pegándose a su costado.

—Lo sé, mi amor. Solo será esta noche.

Subieron los escalones del porche, que crujieron como huesos rotos. La puerta principal cedió con un gemido largo cuando Lucía la empujó. El interior estaba más oscuro que la noche. Al encender su encendedor, la pequeña llama reveló un recibidor cubierto de polvo y un espejo agrietado que multiplicó su reflejo en fragmentos distorsionados. Por un segundo, Lucía juró ver una cuarta figura detrás de ellos en el espejo, pero al voltear, solo estaba la lluvia.

—Busquen velas, linternas, cualquier cosa —ordenó, tratando de mantener la compostura.

Mientras Mateo exploraba con cautela, Sofía se aferró al cuello de su madre y susurró directamente en su oído: —Mamá, ¿hay alguien aquí? —No, corazón, solo nosotros. —¡No! —insistió la niña—. Hay alguien que nos está esperando. Alguien que lleva mucho tiempo esperando.

Un relámpago iluminó la escalera principal y, por una fracción de segundo, Lucía vio una sombra en el piso superior. No una sombra proyectada, sino una ausencia de luz con forma humana.

Mateo gritó desde la cocina: —¡Encontré velas! Y hay comida… ¡comida caliente!

Aquello fue el primer indicio innegable de que la lógica había dejado de existir al cruzar el umbral. En la cocina, tres platos de mole con arroz humeaban sobre una mesa carcomida. La comida olía a especias y a recuerdos, exactamente como la que preparaba la abuela de Lucía. Los niños, vencidos por el hambre, comieron sin cuestionar, pero Lucía sintió que cada bocado era un pacto, una comunión con la casa.

—La señora lo hizo —dijo Sofía con la boca llena—. Dice que necesitamos fuerzas.

—¿Qué señora? —preguntó Lucía, con el terror erizándole la piel.

—La que llora agua —respondió la niña con simplicidad.

Después de cenar, subieron al segundo piso buscando refugio. El pasillo estaba flanqueado por puertas cerradas, excepto una al final que se mecía suavemente. Entraron en lo que parecía ser la habitación principal. Sobre la mesita de noche, una foto familiar tenía los ojos de los retratados tachados con tinta negra. Debajo, una nota escrita con letra infantil rezaba: “No nos deja irnos. El agua siempre reclama lo suyo.”

Fue entonces cuando Mateo encontró el diario debajo de la cama. Las entradas no solo narraban el pasado, sino el futuro. La última página tenía la fecha del día siguiente y el nombre de Lucía escrito en ella.

“Lucía finalmente entendió. La casa sabe que todos llevamos secretos que nos pudren. Sabe lo que le hizo a su hermana. Sabe que no fue un accidente.”

Lucía soltó el diario como si quemara. El aire de la habitación se volvió gélido y pesado, oliendo a río estancado y flores podridas.

—Tú sabes la verdad, ¿cierto? —La voz no vino de sus hijos. Vino de la puerta.

Allí, parada en el umbral, estaba Carla. No la Carla de cinco años que había muerto hacía décadas, sino una versión adulta, una mujer que era el espejo oscuro de Lucía. Su piel tenía el tono verdoso de los ahogados, su cabello goteaba incesantemente sobre la madera del piso y sus ojos eran pozos negros sin fondo. En sus brazos, cargaba a una niña azulada e inmóvil.

—Hola, hermana —dijo la aparición, flotando hacia el interior de la habitación.

—No eres real. Carla murió. Yo vi el ataúd —sollozó Lucía, retrocediendo hasta topar con la ventana.

—El ataúd estaba vacío. El río me llevó lejos, al lugar donde el agua se encuentra con la eternidad —Carla sonrió, y agua oscura brotó de entre sus labios—. Me empujaste, Lucía. Tenías ocho años, estabas celosa y me empujaste.

La verdad, enterrada bajo capas de trauma y negación durante veintisiete años, emergió con violencia. Lucía cayó de rodillas. No había sido el río crecido. Había sido un empujón. Un momento de furia infantil que había destruido todo.

—Lo siento —gimió Lucía, y el dolor en su voz era más fuerte que el trueno—. Lo siento tanto, Carla.

—La casa se alimenta de la culpa, Lucía. Por eso nos trajo aquí. A todos nosotros.

Carla señaló hacia la ventana. Afuera, el valle era un lago inmenso. Y bajo la superficie, miles de cuerpos flotaban, girando en una danza macabra. Eran todas las almas que el agua había reclamado, esperando.

De repente, el sonido de vidrio rompiéndose en la planta baja rompió el trance sobrenatural. Voces masculinas, ásperas y violentas, resonaron en la escalera.

—¡Sabemos que están aquí! ¡Vimos el coche!

Los perseguidores. Los hombres del cártel habían cruzado el río antes de que terminara de desbordarse. El terror terrenal chocó con el horror sobrenatural.

Lucía se puso de pie, secándose las lágrimas. Miró a Mateo y a Sofía, que temblaban abrazados en un rincón, y luego miró al espectro de su hermana.

—Llévame a mí —dijo Lucía con firmeza, mirando los ojos negros de Carla—. La culpa es mía. El pecado es mío. Pero ellos… ellos son inocentes. No dejes que esos hombres los toquen.

Carla ladeó la cabeza, evaluando la oferta. La niña muerta en sus brazos abrió los ojos por primera vez; eran blancos como perlas.

—El agua exige un intercambio —susurró Carla—. Una vida por otra. Tu deuda es antigua, hermana.

—La pagaré. Pero sálvalos.

Los pasos pesados de los sicarios llegaron al pasillo del segundo piso. Tres hombres armados irrumpieron en la habitación, con las linternas cortando la oscuridad.

—¡Ahí están! —gritó el líder, levantando su arma.

Pero entonces, se detuvo. Bajó la linterna y vio que el suelo de la habitación no era madera, sino agua. Agua oscura que subía rápidamente por sus botas.

—¿Qué demonios…? —empezó a decir uno de los hombres.

Carla levantó una mano pálida. De las paredes, del techo, del suelo mismo, surgieron docenas de manos espectrales. Manos de niños, de ancianos, de soldados; las manos de la legión de ahogados.

El agua irrumpió en la habitación con la fuerza de un tsunami comprimido. Los hombres gritaron y dispararon a la nada, pero las balas no detienen al océano. Las figuras espectrales se abalanzaron sobre ellos, arrastrándolos hacia abajo, no hacia el piso, sino a través del piso, hacia la profundidad abisal que la casa ocultaba. Los gritos se transformaron en gorgoteos y luego en silencio.

El agua retrocedió, llevándose a los hombres. Solo quedaron Lucía, sus hijos y Carla.

—Es hora —dijo Carla, extendiendo su mano hacia Lucía.

Lucía se volvió hacia Mateo y Sofía. Los abrazó con una fuerza desesperada, besando sus frentes, sus mejillas, sus manos.

—Escúchenme bien —les dijo, mirándolos a los ojos—. Cuando salga el sol, la puerta estará abierta. Tienen que correr. No miren atrás. El agua bajará y podrán llegar a la carretera principal. Vayan al norte.

—¡Mamá, no! ¡Ven con nosotros! —gritó Mateo, aferrándose a su camisa.

—No puedo, mi amor. Tengo que arreglar algo que rompí hace mucho tiempo. Cuida a tu hermana. Tú eres el fuerte ahora.

Lucía se soltó de ellos y caminó hacia Carla. Cuando sus manos se tocaron, la piel de Lucía comenzó a volverse pálida, sus ropas empezaron a gotear. Sintió un frío que no era doloroso, sino adormecedor, una paz líquida que inundaba sus pulmones.

—Te perdono —susurró Carla, y por primera vez, su sonrisa fue genuina.

La habitación se desvaneció en oscuridad.


Mateo despertó con la luz cruda del amanecer golpeándole la cara. Estaba acostado en el suelo de madera seca de la habitación principal. Sofía dormía a su lado, con la muñeca sin cabeza del jardín abrazada contra su pecho.

Se levantó de un salto. La casa estaba en silencio. No había rastro de los hombres armados, ni de los platos de comida, ni de las velas. Corrió hacia la ventana. El valle estaba lleno de lodo, pero el río había vuelto a su cauce. La tormenta había pasado.

—¿Mamá? —llamó, aunque en su corazón ya sabía la respuesta.

Busco por toda la casa. En la cocina, sobre la mesa donde habían cenado la noche anterior, encontró el encendedor de Lucía y una pequeña piedra de río, suave y perfectamente redonda, todavía húmeda.

No había nadie más.

Despertó a Sofía. La niña no preguntó por su madre. Simplemente tomó la mano de su hermano y caminó hacia la salida. Al cruzar el umbral, el portón que colgaba de una bisagra finalmente cayó al suelo con un golpe seco, cerrando el camino detrás de ellos para siempre.

Caminaron hacia la carretera bajo el sol de la mañana. Mateo no miró atrás, cumpliendo la promesa. Pero Sofía sí lo hizo, una sola vez. Y en la ventana del segundo piso, vio a dos hermanas, tomadas de la mano, observándolos partir. Una de ellas levantó la mano en señal de despedida, y luego, ambas se disolvieron en la sombra, volviendo al abrazo eterno del agua.

Mateo apretó la mano de su hermana y siguieron caminando. El camino era largo, pero por primera vez en seis meses, no sentían miedo. El agua los había protegido y, de alguna manera extraña y terrible, su madre finalmente había dejado de huir.