La habitación del hospicio estaba envuelta en esa quietud que solo existe alrededor de los moribundos. Un silencio nacido no de la paz, sino de la anticipación. Las máquinas zumbaban suavemente. La ventana, entreabierta solo una rendija, dejaba entrar el cálido aliento de la brisa de finales de verano, agitando las vaporosas cortinas blancas como dedos fantasmales que se extendían hacia el interior. Angela estaba sentada junto al lecho de su suegra, Belle Voss, agarrando la frágil mano de la mujer. La piel de Belle era fina como el papel, sus venas oscuras bajo la superficie como ríos desvaídos en un mapa. Su respiración era superficial e irregular. Tubos salían de su nariz y muñecas, y el monitor cardíaco mostraba un ritmo debilitado, frágil, errático, que se apagaba.

A pesar del deterioro físico, la mente de Belle había estado notablemente lúcida en sus últimos días. Había hablado con acertijos entrecortados, insinuado arrepentimientos pasados y había comenzado a mirar a Angela de una manera que parecía más que simple afecto familiar. Como si el miedo y la urgencia se mezclaran detrás de sus pálidos ojos. Angela, emocionalmente agotada y abrumada por el peso de ver a alguien morir centímetro a centímetro, se inclinó y susurró: “¿Quieres agua, Bel?”.

Bel no respondió. En lugar de eso, sus dedos se cerraron de repente alrededor de la muñeca de Angela, apretados, huesudos y sorprendentemente fuertes. Sus ojos nublados se abrieron de golpe, clavándose en los de Angela. Por un segundo, Belle pareció casi despierta. Sus labios temblaron. Su garganta se esforzó como si las palabras estuvieran atascadas, luchando por salir. Angela se inclinó más, sobresaltada. “¿Qué pasa? ¿Qué necesitas?”.

La voz de Belle surgió como un susurro ronco, arrastrado a través del polvo y el tiempo. Pero las palabras fueron inconfundibles.

“Huye de mi hijo”.

Angela parpadeó. ¿Qué? El agarre de Bel se intensificó. Su mirada ardía. No deliraba, era intencional. “Huye de Marcus”.

Y entonces sus dedos se soltaron. Su cabeza cayó hacia atrás sobre la almohada con una larga exhalación. El monitor cardíaco gritó una única nota aguda y continua. Línea plana. Una enfermera entró corriendo mientras Angela permanecía inmóvil, incapaz de procesar lo que acababa de oír. Belle se había ido.

Marcus llegó 10 minutos después, con la camisa arrugada por el viaje y ojeras oscuras bajo los ojos. Rodeó a Angela con sus brazos y la atrajo hacia su pecho. Ella no le devolvió el abrazo. Se sentía hueca. Su cerebro repetía esas tres últimas palabras en bucle. Huye de mi hijo. Marcus la abrazó más fuerte, besó la coronilla de su cabeza. “Lo siento, cariño. No llegué a tiempo”.

Angela se obligó a asentir. No podía hablar. Tenía los labios secos, la mente distante. Ese susurro no parecía una alucinación. Parecía una advertencia. Y en algún lugar profundo de su interior, algo comenzó a desmoronarse.

La vieja casa crujía como si estuviera de luto. Angela estaba de pie en el vestíbulo de la casa de estilo victoriano de Belle. El silencio presionaba su pecho como la humedad antes de una tormenta. Aunque el vecindario se había modernizado, la casa de Belle seguía siendo desafiantemente anticuada. Papel tapiz desvaído, retratos al óleo de antepasados sombríos y muebles antiguos que parecían a punto de colapsar si se los miraba fijamente.

Angela había venido sola, diciéndole a Marcus que necesitaba organizar algunas de las cosas de Belle. Pero la verdad era más complicada. Ese susurro moribundo, “Huye de mi hijo”, la había infectado como una astilla bajo la piel. No se lo había contado a Marcus. No podía. Cada vez que lo miraba ahora, oía la voz de Belle en el fondo de su mente como una campana de alarma, urgente y fría.

Arriba, en el dormitorio de Belle, el polvo danzaba perezosamente en los rayos de sol del atardecer. La habitación olía a lavanda y libros viejos. La cama estaba hecha, bien remetida, tal como Belle solía insistir, incluso cuando tenía demasiado dolor para hacerlo ella misma. Angela abrió cajones, miró detrás de cuadros enmarcados, escudriñó la parte superior del armario en busca de algo inusual. Nada parecía fuera de lugar hasta que probó el cajón inferior de la antigua cómoda de roble.

Cerrado con llave.

No coincidía con los demás, que se abrían fácilmente y contenían bufandas dobladas, camisones amarillentos y frascos de loción sin abrir. Este cajón era diferente, más pesado, como si guardara algo. Angela se arrodilló, intentando abrirlo de nuevo, y notó las más leves marcas de arañazos a lo largo de la veta de la madera, donde alguien había insertado una llave muchas veces. Sus dedos hormiguearon. ¿Pero dónde estaba la llave?

Registró la habitación metódicamente, guiada más por el instinto que por la lógica. Entonces recordó algo que Belle había dicho una vez de pasada, medio dormida después de la quimioterapia. “La verdad siempre está bajo los pies”. En ese momento, Angela asumió que era metafórico. Ahora sentía que era algo más.

Se dejó caer al suelo y metió la mano debajo de la cama. Su mano rozó algo áspero, de madera, con un pequeño reborde: un panel falso. Tiró suavemente y se levantó, revelando una diminuta bolsa de terciopelo. Dentro había una llave de latón, deslustrada por el tiempo. Su pulso se aceleró.

Con mano temblorosa, Angela insertó la llave en la cerradura. Giró suavemente con un suave clic. El cajón se abrió con un crujido.

Dentro había un tesoro de secretos. Había cinco diarios encuadernados en cuero, cada uno cuidadosamente etiquetado por año, desde 1995 hasta 2010. Debajo de ellos había un sobre manila lleno de recortes de periódico. Angela cogió el primero, fechado en julio de 2004. “Adolescente local Sarah Jones desaparecida. Vista por última vez cerca de Reed Lake”. El titular era sombrío. La foto, granulada: una chica joven, tal vez de 15 o 16 años, con rizos y una sonrisa torcida. Angela nunca había oído ese nombre.

Debajo de los recortes había fotografías, docenas de ellas. Algunas eran polaroids desvaídas, otras impresiones de 4×6 de revelado de farmacia. En muchas de ellas, Angela reconoció a un Marcus más joven, no mayor de 16 años, con los brazos rodeando casualmente a la misma chica del periódico. Sarah.

Angela se quedó mirando, atónita. La familiaridad en el rostro de Marcus, una sonrisa que una vez había encontrado encantadora, ahora se veía diferente, calculadora. Cogió uno de los diarios y lo abrió en una página marcada. La letra de Belle era apretada, elegante y teñida de inquietud.

“18 de junio de 2004. Marcus llegó tarde otra vez, ropa embarrada, arañazos en el cuello. Dijo que se peleó en el lago con unos chicos, pero no le creo. Parecía eufórico. Vi a Sarah ayer. Tenía un moratón en la mejilla. Cuando le pregunté, evitó mi mirada. Me temo que algo va mal”.

Angela cerró el diario lentamente, el peso casi la asfixiaba. Otra entrada llamó su atención, garabateada al final del mismo libro. “Si desaparezco, o si algo me pasa, es Marcus, mi hijo, mi único hijo. Le he fallado, y ahora temo que me haga lamentar haber ocultado la verdad”.

Angela se echó hacia atrás en el suelo, el corazón latiéndole con fuerza en los oídos. No podía respirar. Esto no era solo un chico con problemas. Era algo más oscuro. Marcus nunca había mencionado a Sarah. Ni una sola vez. No en los 5 años que llevaban casados.

Volvió a colocar todo cuidadosamente en el cajón y lo cerró con llave. Mientras apagaba la luz y salía al pasillo, su teléfono vibró. Marcus. “Oye, ¿vienes a casa pronto? Te extraño”.

Se quedó mirando el mensaje. Su pulgar se cernía sobre el botón de respuesta. Y las últimas palabras de Belle volvieron, más fuertes ahora, como si las llevara el viento. Huye de mi hijo.

Esa noche, Angela yacía en la cama junto a Marcus, con el cuerpo rígido bajo las sábanas, la mente acelerada. Cada crujido de la casa la hacía sobresaltarse. El calor de su cuerpo a su lado, antes un consuelo, ahora se sentía como la proximidad del peligro. Él dormía profundamente, como si el mundo no pesara nada sobre su conciencia. Ella lo observaba respirar, tan tranquilo, tan pacífico. Le dio la espalda y se quedó mirando el contorno de las cortinas iluminado por la luna.

Los diarios de Belle y la caja de recortes estaban escondidos en el maletero de su coche, cerrados con llave y envueltos en una manta vieja. No se había atrevido a meterlos en casa.

Por la mañana, Angela inventó una excusa para evitar el desayuno, dijo que tenía que hacer recados y condujo directamente a una biblioteca cercana. No quería arriesgarse a usar el ordenador de casa. Demasiado rastreable, demasiado cerca.

Sentada en una polvorienta terminal pública, escribió en la barra de búsqueda: “Sarah Jones, desaparecida 2004 Reed Lake”. Los primeros resultados eran solo viejos boletines de la policía, lenguaje seco, hechos estériles. “Vista por última vez caminando a casa desde una fiesta de verano. Se sospecha de juego sucio pero no confirmado. No se recuperó el cuerpo”. Pero entonces un enlace llamó su atención: “En memoria de Sarah, archivo de blog. Última actualización 2013”.

Hizo clic. La página era simple. Fondo blanco, texto negro, un enlace de imagen roto en la parte superior donde una vez había habido una foto. Parecía abandonado.

“Mi nombre es Marie Jones. Empecé este blog cuando mi hija Sarah desapareció en julio de 2004. Tenía 16 años… Le encantaba la poesía… y quería ser veterinaria”.

Angela se desplazó, con los ojos fijos en cada palabra. “La policía investigó a los sospechosos habituales. Hablaron con amigos, con su novio, Marcus Voss. Dijeron que no podían encontrar pruebas para retener a nadie”.

El estómago de Angela se revolvió. Novio Marcus.

“Después de unos meses, el caso se enfrió. Marcus se mudó para ir a la universidad. Su madre dejó de devolver nuestras llamadas. Nunca obtuvimos respuestas”.

Angela se echó hacia atrás, el pulso fuerte en sus oídos. No había conocido a Marcus en el instituto. Se conocieron de adultos. Él solo le había contado cosas básicas. Criado por una madre soltera, amaba los libros, le gustaba acampar, no tenía hermanos. Le dijo que nunca había estado en una relación seria antes. Eso había sido una mentira.

Con manos temblorosas, Angela hizo clic en una publicación de blog más antigua titulada “Su sonrisa”. Se abrió una foto escaneada y granulada de Sarah. Borrosa pero inconfundible. La misma chica de las fotos del cajón de Belle. Rizos negros, un hoyuelo, ojos suaves y esperanzados. Se reía de algo fuera de cámara. Angela tragó saliva. El pie de foto decía: “Esto fue tomado el día antes de que desapareciera. Lo recuerdo porque llevaba esa ridícula pulsera de cuentas verdes que hizo en el campamento. Nunca se la quitaba”.

La pulsera verde. Angela la había visto, había captado el destello en una foto del cajón. Y algo más había sido extraño en esa foto. Marcus sonriendo, de pie detrás de Sarah, pero la cara de ella no sonreía, no del todo. Había tensión en su mandíbula y un moratón bajo el ojo, apenas visible, lo suficiente para sembrar la duda.

Angela sacó su teléfono, amplió la copia de la foto que había tomado la noche anterior. La pulsera estaba allí, el moratón, y la mano de Marcus, descansando sobre el hombro de ella con demasiada fuerza, los dedos pálidos por la presión.

“Dios”, murmuró Angela en voz baja. La biblioteca de repente pareció más fría. Miró a su alrededor. No había nadie cerca de ella. Aun así, se sentía observada, expuesta. Se envió el enlace por correo electrónico, borró el historial y cerró la sesión.

Conduciendo a casa, se sorprendió a sí misma mirando el espejo retrovisor más de lo necesario.

De vuelta en casa, Marcus estaba en el garaje, trasteando con algo en su banco de trabajo. Levantó la vista cuando ella entró, limpiándose la grasa de las manos con un trapo. “Hola”, sonrió. “¿Qué tal los recados?”.

Ella vaciló. “Bien, solo la compra”.

Sus ojos se detuvieron en ella más tiempo de lo habitual. “¿Estás bien? Pareces cansada”.

“No dormí bien”.

Marcus asintió lentamente. “¿Sigues pensando en mi madre?”.

Angela forzó una sonrisa. “Sí”.

Él dio un paso adelante, le tocó suavemente la mejilla. “Ella te quería, ¿sabes?”.

Angela asintió. “Dijo algunas cosas cerca del final que me sorprendieron”.

Marcus inclinó la cabeza, curioso. “¿Cómo qué?”.

Ella lo miró a los ojos, esos ojos suaves que una vez le habían parecido tan dignos de confianza. Pensó en la voz de Belle, en la sonrisa de Sarah, en los moratones y las pulseras verdes y los cajones cerrados con llave. Le devolvió la sonrisa. “Nada importante”.

Marcus se inclinó y la besó. Y Angela le devolvió el beso, porque ahora lo sabía. No podía dejar que él sospechara lo que había encontrado. Todavía no.

El sótano siempre había estado prohibido. Al principio de su matrimonio, Angela había bromeado al respecto. “En serio, ¿qué hay ahí abajo?”, había preguntado, medio riendo. Marcus sonreía con su encanto fácil y desviaba el tema. “Solo herramientas, trastos viejos, moho. Es asqueroso. Lo mantengo cerrado porque no quiero que te enfermes o te ataquen arañas mutantes”. Lo decía con un guiño, y Angela, ingenua y recién enamorada, no había insistido.

Pero ahora, ahora la puerta parecía menos una molestia y más una confesión sellada.

Era un martes por la mañana y Marcus estaba fuera, en una reunión con un cliente en la ciudad, dejando atrás un beso en su sien y un termo de café. Angela se había despedido de él con una sonrisa, esperó 10 minutos después de que el coche se alejara y luego fue directamente al garaje. Sabía exactamente dónde guardaba las llaves de repuesto. Lo había observado una vez a través del espejo del pasillo, notando la forma sutil en que metía la mano detrás del viejo panel del radiador al cerrar por la noche.

La llave estaba allí. La agarró con fuerza, el corazón latiendo con fuerza, cada paso hacia la puerta del sótano más ruidoso de lo necesario. La cerradura cedió con un clic que pareció resonar por toda la casa. Abrió la puerta lentamente. La recibió una ráfaga de aire frío y viciado. Las escaleras eran empinadas, del tipo que parecía más antiguo que la propia casa. El interruptor de la luz chispeó por un segundo antes de que la única bombilla parpadeara, arrojando un brillo amarillento sobre la habitación. Descendió.

El sótano estaba silencioso, demasiado silencioso. Suelo de hormigón, tuberías expuestas en el techo. Las paredes estaban revestidas con viejas estanterías de almacenamiento llenas de herramientas, latas de pintura, cajas… Pero no fueron esas cosas las que atrajeron su mirada. Fue la pared del fondo. Algo en ella parecía incorrecto.

Angela avanzó, escaneando el área, y vio una leve costura cerca de la esquina. Se arrodilló. La pared no era de ladrillo macizo como las demás. Era madera, pintada a juego, pero no del todo perfecta. Sus dedos golpearon a lo largo hasta que encontraron un sonido hueco. Se puso de pie y pasó las manos por la superficie. Una fina grieta vertical corría de arriba a abajo, apenas perceptible. A un lado, bajo una lona colgante, había una anilla de hierro oxidada incrustada en el suelo.

Tiró. El panel de madera se levantó como una trampilla.

El olor la golpeó primero: aire viciado cargado de polvo, podredumbre y lejía. La oscuridad de abajo se abrió como una boca. Dudó, luego cogió la linterna de un estante cercano y apuntó hacia abajo. Unos escalones de madera descendían a un subsótano más pequeño y oculto.

Bajó lentamente. La habitación de abajo era pequeña, tal vez de 3 por 3 metros, con paredes de hormigón y una única bombilla parpadeante que se balanceaba suavemente sobre su cabeza. Hacía más frío aquí abajo, como si el sol nunca hubiera tocado este lugar. El suelo estaba cubierto de tierra. En la esquina había un montón de huesos. Al principio, esperó que fueran de animales, tal vez de mapaches o callejeros, pero el tamaño de un fémur sugería lo contrario.

Se acercó. Había una bolsa de plástico negra cerca de la pared. Algo dentro estaba envuelto en tela. La abrió. Ropa. Una sudadera rota. Vaqueros desvaídos. Una tira de cuentas verdes.

Se le cortó la respiración. La pulsera. La pulsera de Sarah.

El estómago de Angela dio un vuelco. Retrocedió, con la mano sobre la boca. Contra la pared, había un espejo, roto, con el marco astillado. En la superficie, alguien había garabateado palabras en lo que parecía pintura roja. Pero Angela no estaba segura. “Ella sabía”.

Se giró y volvió a subir corriendo los escalones, casi tropezando. Cerró la trampilla, volvió a colocar la lona, limpió la anilla de hierro de sus huellas dactilares.

De vuelta arriba, le temblaban tanto las manos que casi se le cae el teléfono mientras abría sus mensajes de texto. Estaba a punto de llamar a la policía, pero entonces la pantalla se iluminó. “Marcus. Vuelo cancelado. Vuelvo conduciendo. Llego a casa en 15”.

Angela se quedó helada. 15 minutos.

Corrió al baño y se frotó las manos, la cara y la ropa. Tiró la linterna en el cesto de la ropa sucia. Miró el reloj. Quedaban 12 minutos.

Cuando Marcus entró por la puerta principal, ella estaba en la cocina sirviendo té, con las manos firmes, el rostro neutral. Él se acercó por detrás y le besó el cuello. “¿Me echaste de menos?”.

“Claro”, susurró ella, pero sus ojos nunca se apartaron del bloque de cuchillos. Y bajo el suelo, los secretos de una chica desaparecida susurraban a través de las grietas.

Angela no durmió esa noche. Yacía en la cama junto a Marcus, que dormitaba como un hombre sin preocupaciones en el mundo, con el brazo extendido posesivamente sobre su cintura. Podía sentir el pulso en su propio cuello, rápido, errático, aterrorizado. Su cuerpo estaba quieto, sus pensamientos no. La imagen de la pulsera de cuentas verdes nadaba detrás de sus párpados cada vez que parpadeaba. Esa trampilla, los huesos, las palabras escritas en el espejo roto. Ella sabía. Sarah lo había sabido. Belle lo había sabido. Y ahora Angela también lo sabía.

Al amanecer, había tomado una decisión. Esperó a que Marcus saliera a correr. Siempre corría tres millas los viernes, nunca se lo saltaba. Como un reloj, lo vio trotar por la calle, con su sudadera azul marino rebotando con cada zancada confiada. Tan pronto como dobló la esquina, ella cogió su bolso, la unidad USB que había cargado con fotos del sótano y el diario de Belle.

Condujo rápido, demasiado rápido. La comisaría local era pequeña, solo cinco oficiales y una secretaria que la saludó con alegría forzada. “Necesito hablar con alguien sobre un caso sin resolver”, dijo Angela, sosteniendo el diario como una insignia. “Tengo serias preocupaciones”.

El oficial Hardy, un hombre alto con entradas y ojos somnolientos, la condujo a una oficina trasera. Ella le explicó todo, o lo intentó. Las fotos, el sótano oculto, la pulsera, las últimas palabras de Belle. Él escuchó. Tomó notas. Y cuando terminó, le dirigió una mirada que la hizo sentir como una niña que informa de monstruos debajo de la cama.

“Esto es ciertamente convincente”, dijo Hardy lentamente. “Pero no hay cuerpo. Y sin una orden judicial, no podemos confirmar que nada de lo que dice esté siquiera allí”.

“Puedo llevarlos”, insistió ella, con el corazón palpitante. “Ahora mismo, puedo mostrárselo”.

“Necesitaríamos más que solo sospechas para obtener autorización. Y no digo que se equivoque”, añadió rápidamente, sintiendo su frustración. “Pero recibimos casos como este. Drama familiar, duelo. Se sorprendería de la frecuencia con que resulta ser un malentendido”.

Angela se fue furiosa. No sorprendida, solo furiosa. No le creerían. Todavía no. Se sentó en su coche en el aparcamiento de la comisaría, con las manos agarrando el volante. Entonces recordó a alguien más: el abogado de Belle. Belle lo había mencionado una vez de pasada. “Si pasa algo, lo he arreglado todo con el Sr. Tyrone”. Angela no le había dado importancia en ese momento, pero ahora el nombre resonaba como una campana en su cabeza.

Encontró su número en línea y llamó de inmediato. “Señorita Dawson”, dijo él cuando ella se presentó. “Me preguntaba cuándo llamaría”.

Angela parpadeó. “¿Lo hacía?”.

“Sí. Su suegra dejó instrucciones de que solo debía contactarla si usted lo hacía. Dijo: ‘Si lo hace, significará que ha llegado el momento’”. Su voz era tranquila. Demasiado tranquila.

Se reunieron dos horas después en su oficina, un espacio pequeño y ordenado, repleto de libros de derecho y con olor a cuero pulido y polvo. El Sr. Tyrone tendría unos 60 años, delgado, con gafas de montura de alambre y el comportamiento de un banquero de una película de cine negro. Le entregó a Angela un sobre sellado con la letra de Belle en el anverso. “Angela, solo para tus ojos”.

Lo abrió. Dentro había una carta mecanografiada y notariada. El lenguaje era claro. Legal, pero lo que decía hizo que las manos de Angela se enfriaran.

“A quien corresponda. Si me encuentran muerta en circunstancias repentinas o sospechosas, o poco después de revelar el contenido de este documento a mi nuera Angela Dawson, creo que mi hijo Marcus Voss es responsable directa o indirectamente. Mi hijo no está bien. Ha ocultado la verdad durante años. Es manipulador, carismático y temo que peligroso. En julio de 2004, Sarah Jones, una joven y entonces novia de Marcus, desapareció. Encontré ropa ensangrentada en nuestro sótano poco después. Lo confronté. Se rio. Le dije a la policía que no sabía nada. Tenía miedo. He vivido con miedo de mi hijo desde ese día. Angela, si estás leyendo esto, entonces has empezado a sospechar lo que siempre he sabido. Usa esta carta. Usa mis diarios. Protégete. Siento no haber hecho más. Belle M. Voss”.

A Angela se le cortó la respiración. Miró a Tyrone. “¿Puedo usar esto para ir a la policía?”.

“Ya he archivado una copia digital con el seguro de mi bufete”, respondió él. “Si algo le sucede a usted, se hará público. Pero Angela”, se inclinó hacia adelante, “no espere a que el sistema la salve. Prepárese”.

Las palabras la helaron más que la carta.

Esa noche, Angela no fue a casa. Se registró en un hotel cerca de las afueras de la ciudad. Usó efectivo, cambió su número, le envió a Marcus un mensaje rápido: “Me quedo en casa de Lisa, noche de chicas. Sobrevivirás”. Él respondió con un emoji riendo y un corazón.

Pero Angela no durmió. En lugar de eso, hizo una maleta, hizo copias de la carta y los diarios, y envió todo por correo electrónico a una cuenta privada con una configuración de envío retrasado, por si acaso. Se quedó mirando el techo del hotel durante horas, sus pensamientos eran una tormenta. Marcus había engañado a todos, pero al final no había engañado a Belle. Y ahora le había pasado su carga a Angela. La única pregunta era: ¿sobreviviría ella?

La mañana amaneció gris y pesada. El aire fuera de la ventana del hotel estaba quieto, como si el mundo contuviera la respiración. Angela estaba sentada en el pequeño escritorio de su habitación, mirando el teléfono prepagado que había comprado la noche anterior. El plan era simple: llegar a la oficina del abogado, entregarle todo lo que aún no le había dado, y luego desaparecer. No para siempre, solo el tiempo suficiente para construir un muro entre ella y Marcus. Tiempo para dejar que la verdad saliera a la superficie. Tiempo para dejar que el peso de las palabras de Belle finalmente lo aplastara.

Tenía la maleta hecha: ropa, la unidad USB, los originales de la carta de Belle y las fotografías. Las llaves en la mano. Un último vistazo a la habitación para asegurarse de que no había dejado nada. Entonces el teléfono vibró.

Número desconocido. “¿Dónde estás?”.

El estómago de Angela dio un vuelco. Segundos después, sonó el teléfono del hotel. Se quedó mirándolo, congelada. Sonó de nuevo. De nuevo. Descolgó. “¿Hola?”.

Silencio. Luego su voz. “Angela”.

Sus rodillas casi cedieron. “Marcus, ¿cómo…?”, empezó ella, pero él la interrumpió, tranquilo y suave como siempre.

“Llamé a Lisa. Dijo que no te ha visto. Me mentiste”.

Angela no respondió.

“Has estado en la casa”, dijo Marcus después de una pausa. “En el sótano. Te dije que no bajaras allí”, dijo, con la voz todavía exasperantemente tranquila. “Eso era privado”.

“Eres un asesino”, susurró Angela.

El silencio se alargó. Luego, de forma escalofriante, se rio. “¿Sabes cuántas veces he oído esa palabra?”, dijo. “De mi madre, de Sarah, y ahora de ti. Siempre es lo mismo”.

“Voy a la policía”, dijo ella.

“No, no irás”. No gritó. No amenazó. Simplemente lo dijo como un hecho. “Porque ya estoy fuera”.

Su corazón se detuvo. Angela se movió lentamente hacia la ventana, apartó la cortina y vio su coche aparcado al otro lado del aparcamiento, con la puerta del conductor abierta. Estaba aquí. La había encontrado.

Angela soltó la cortina y retrocedió, con la respiración atrapada en el pecho. Agarró su bolso y salió disparada, el corazón latiendo como un trueno en sus oídos. No había tiempo para el ascensor. Corrió por la escalera, de dos en dos escalones, ignorando el dolor en sus piernas, el peso del bolso tirando de su hombro. Salió por la salida trasera del hotel a un callejón detrás del edificio. La adrenalina la inundó. No miró hacia atrás.

Al otro lado de la calle había una gasolinera. Corrió hacia ella, agitando los brazos frenéticamente mientras corría. El empleado salió, sobresaltado. “¡Por favor!”, jadeó ella. “¡Está tratando de matarme! ¡Llame a la policía!”. El hombre dudó por una fracción de segundo, luego corrió adentro para coger el teléfono.

Angela se agachó detrás de un contenedor de basura, con la mano sobre la boca. El eco de unos pasos, lentos, deliberados. La voz de Marcus resonó, más cerca de lo que debería. “Angela, vamos. No hagas esto. No sabes en lo que te estás metiendo”.

Ella no se movió. No respiró.

“Nunca quise hacerte daño”, dijo él. “De verdad que no. Pero ahora no me has dejado elección”.

Un portazo. Chirrido de neumáticos. Sirenas.

Se asomó por la esquina y vio luces intermitentes, dos coches patrulla, oficiales saltando con las armas desenfundadas. Marcus estaba de pie, al descubierto, con las manos en alto, pero sus ojos estaban fijos en ella, tranquilos, fríos, sin pestañear.

Tres semanas después, la noticia estaba en todas partes. “Cuerpo encontrado bajo casa suburbana identificado como la adolescente desaparecida Sarah Jones”. “Las palabras moribundas de Belle Voss llevan a su nuera a exponer el oscuro secreto de su hijo”. “Marcus Voss arrestado por múltiples cargos, incluido asesinato en primer grado”.

Habían encontrado más que solo los restos de Sarah en el sótano. Diarios, trofeos, efectos personales de otras chicas que la policía ni siquiera sabía que estaban desaparecidas todavía. Estaba detenido sin fianza, y los fiscales ya se preparaban para un juicio por asesinato capital.

Angela lo vio todo desde un pueblo tranquilo a 200 millas de distancia. Un nombre diferente en su buzón, un estado diferente en su permiso de conducir. Había desaparecido, pero no había huido a ciegas. Había escapado de la manera que Belle había querido. De la manera que Belle no pudo.

Una mañana, llegó un paquete. Sin remitente. Dentro había una pequeña caja de terciopelo. La abrió.

La pulsera de cuentas verdes. Limpia, restaurada. Y debajo, una nota con la inconfundible letra cursiva de Belle.

“Por sobrevivir a lo que yo no pude”.

Angela se quedó mirándola durante mucho tiempo, la pulsera caliente en la palma de su mano, sus dedos temblando. No solo había sobrevivido; le había puesto fin.