El Dr. Elías Casal, historiador y archivero jefe en el Archivo General de Simancas, trabajaba hasta tarde, como era su costumbre. La única luz en la vasta sala de lectura provenía de su lámpara de escritorio, que iluminaba un legajo recién descubierto, uno que no figuraba en los catálogos oficiales. Estaba sellado con una cera carmesí que el tiempo había endurecido, pero no roto.

Siempre le habían fastidiado los cuentos de hadas. Esos finales de “vivieron felices para siempre” eran el barniz que los cronistas serviles aplicaban sobre las verdades más crudas. Pero aquel documento, escrito con una caligrafía apretada y febril, prometía algo diferente.

Rompió el sello. El pergamino crujió como si exhalara un suspiro contenido durante siglos. La tinta, aunque desvaída, era feroz.

“Dicen que las princesas siempre vivieron felices”, comenzaba la primera línea, “pero nadie te cuenta que algunas murieron ahogadas en sus propios vestidos de boda, otras desangrándose en alcobas perfumadas y varias fueron enterradas vivas en conventos”.

Elías sintió el escalofrío familiar de la verdad oculta. El texto anónimo prometía llevarlo a través de siete umbrales de muerte, siete destinos atroces que las familias reales habían ordenado quemar, pero que una voz se negó a callar.

El cronista secreto explicaba cómo, entre los siglos XIV y XVI, ser princesa era llevar una corona de espinas invisible. Eran monedas de cambio, cuerpos destinados a sellar alianzas, vientres obligados a dar herederos. Y cuando fallaban, el castigo llegaba envuelto en terciopelo, pero con el filo de una daga.

Elías pasó la primera página y encontró el primer umbral.

Juana de Castilla, “la Loca”. El texto se burlaba de ese apodo. “¡Qué conveniente”, decía, “cuando quieres despojar a una mujer de su reino!”. Heredera de dos continentes, fue encerrada en Tordesillas durante 46 años, no por demencia, sino por poder. Su padre, Fernando, y su hijo, Carlos, necesitaban gobernar sin la molestia de una madre con opiniones. Las actas del Consejo Real documentaban cómo la privaron de luz, de conversación, de sacramentos, hasta que su espíritu se desgastó. “Murió de causas naturales”, se burlaba el cronista. “¿Acaso puede llamarse natural a una muerte por abandono?”.

La segunda historia era la de Isabel de Valois, la novia niña. Casada a los 14 años con Felipe II, un hombre de 37 años con tres esposas muertas. Los registros médicos de la corte detallaban sus cinco embarazos en ocho años. Su cuerpo infantil no pudo más. El último embarazo, a los 22 años, la mató. El niño venía mal posicionado. Los médicos no se atrevieron a intervenir sin permiso del rey, y Felipe estaba rezando por un varón. Cuando autorizó la asistencia, Isabel llevaba 30 horas de agonía. Murió desangrada.

Elías tragó saliva, el silencio del archivo se sentía denso. Siguió leyendo.

Sofía Dorotea de Celle. Su destino fue el divorcio y el encierro. Casada con su primo Jorge Luis de Hanover, cometió el error de enamorarse del conde sueco Königsmarck, mientras su esposo exhibía a su amante oficial. Las 300 cartas perfumadas que probaron su romance sellaron su destino. El conde desapareció una noche de 1694; los rumores decían que fue disuelto en cal viva. A Sofía le arrebataron sus hijos y la confinaron en el castillo de Ahlden durante 32 años. Murió sola, en una habitación fría, mientras su hijo se convertía en Rey de Inglaterra, sin poder visitarla jamás.

Luego vino Tamar de Georgia, la reina guerrera del Cáucaso. Gobernó con mano firme, expandió su reino y fue declarada santa. Pero las crónicas georgianas documentaban malestares inexplicables tras un banquete diplomático: los síntomas clásicos del arsénico. Alguien temía su poder. Murió en 1213, y borraron su tumba del mapa, como si incluso muerta, siguiera siendo una amenaza.

La quinta muerte era de una devoción trágica. Isabel de Aragón, la santa reina de Portugal. Dedicó su vida a la caridad, pero la maternidad medieval la reclamó. Cuidó personalmente a su nuera, Constanza Manuel, durante un parto terrible que duró tres días. El niño nació muerto. Constanza murió semanas después por la fiebre puerperal. Isabel, rota de dolor y habiendo contraído la misma infección, murió seis meses después.

Elías sintió un nudo en el estómago al leer la sexta historia: Beatriz de Portugal, la reina que nunca reinó. Heredera al trono, su matrimonio a los 10 años con Juan I de Castilla provocó una guerra civil. Los portugueses no querían un rey castellano y la vieron como una traidora. Perdió su reino y vivió exiliada en Castilla. Murió a los 37 años de “enfermedad prolongada”, aunque los síntomas descritos en el legajo (pérdida de cabello, sangrado de encías) sugerían un envenenamiento crónico.

Pero fue la séptima historia la que heló la sangre de Elías.

Inés de Castro. La amante gallega del príncipe Pedro de Portugal. Se casaron en secreto, tuvieron hijos. El rey Alfonso IV, temiendo la influencia castellana, ordenó su muerte. El 7 de enero de 1355, tres nobles la degollaron frente a sus hijos en la Quinta das Lágrimas. Dos años después, Pedro ascendió al trono. El cronista describió el horror con detalles gráficos: Pedro exhumó el cadáver de Inés. La vistió con ropajes reales. La sentó en el trono. Y obligó a toda la nobleza portuguesa a desfilar y besar la mano putrefacta de la reina muerta, reconociéndola en la muerte como jamás lo hicieron en vida.

Elías Casal cerró el legajo. La lámpara zumbaba suavemente en el silencio absoluto.

El manuscrito concluía: “Siete mujeres, siete coronas, siete muertes que los libros de historia prefirieron convertir en notas al pie. Murieron por ser mujeres en un mundo que las quería silenciosas, por tener poder que otros codiciaban, por amar cuando solo debían obedecer. La historia no es un cuento de hadas. Es un cementerio de verdades incómodas”.

Elías miró los volúmenes oficiales alineados en su estantería, las crónicas pulcras que hablaban de muertes piadosas y reinados honorables. Vio las mentiras piadosas de las que hablaba el manuscrito.

Guardó el legajo secreto bajo llave en su cajón personal. Apagó la lámpara, sumiendo la sala en la oscuridad. Mientras caminaba por los pasillos vacíos de Simancas, el eco de sus pasos sonaba diferente. Ya no era solo el guardián de los registros oficiales; ahora era también el custodio de los susurros, el portador de las verdades que la historia había intentado enterrar. Sabía que esa noche, y muchas noches por venir, el peso de esas siete coronas manchadas de sangre y silencio no lo dejaría dormir.