Los Fantasmas de Tlaxcala

Doña Carmen quitaba el polvo del altar cuando lo notó nuevamente. El agua de los floreros olía siempre a carne podrida, sin importar cuántas veces la cambiara durante el día. Era un olor denso, dulzón y repugnante que se pegaba a las manos, a la ropa, y parecía infiltrarse en el alma misma. En la pequeña capilla de San Miguel, en las afueras de Tlaxcala, ese olor había llegado con los primeros desaparecidos, como un presagio funesto que nadie quería interpretar.

Tres meses atrás, cuando don Esteban Morales no regresó de su viaje al mercado, la mañana del 23 de enero de 1951 amaneció con una neblina espesa que se arrastraba desde los volcanes, cubriendo el valle con un manto grisáceo. Carmen tenía 62 años y había visto muchas cosas en su vida —revoluciones, hambrunas, terremotos—, pero nada la había preparado para lo que estaba sucediendo en su pueblo. Las calles de Tlaxcala se habían vuelto silenciosas, como si la tierra misma contuviera el aliento por miedo a ser escuchada. Los hombres bajaban la mirada cuando caminaban, evitando el contacto visual que pudiera interpretarse como un desafío. Las mujeres apretaban a sus hijos contra el pecho al pasar frente a la comisaría, y por las noches, el sonido de camiones militares rompía el silencio como cuchillos cortando tela, un rugido mecánico que anunciaba desgracia.

Carmen escurrió el trapo en el balde y el agua salió oscura, casi negra, teñida por el hollín de las velas y el polvo de los caminos sin pavimentar. Sus manos, nudosas por la artritis y el trabajo duro, temblaban mientras limpiaba la imagen de San Miguel Arcángel. Había rezado tanto en las últimas semanas que las palabras habían perdido significado, convirtiéndose en un murmullo desesperado y repetitivo que salía de su boca sin pensar. Doce personas habían desaparecido ya. Doce almas que se habían esfumado como humo en medio de una tormenta, dejando solo preguntas sin respuesta y un miedo que crecía como la maleza en un campo abandonado.

La pesada puerta de madera de la capilla crujió, y Carmen sintió que el corazón se le detenía por un instante. Se giró lentamente, esperando ver un uniforme verde olivo, pero era Lucía Ramírez, con los ojos hinchados de tanto llorar y el rostro demacrado por el insomnio. Su esposo, Roberto, había desaparecido hacía cuatro días. Lo habían visto por última vez saliendo de la cantina El Refugio pasada la medianoche, un poco bebido, pero tranquilo. Algunos dijeron que lo vieron subir a un camión negro sin placas. Otros juraron que había caminado hacia el barranco del norte, donde el viento aullaba entre los peñascos. Nadie sabía nada con certeza, y esa incertidumbre era peor que la verdad más terrible; era una herida que nunca cerraba.

—Doña Carmen —susurró Lucía, su voz quebrada como cristal pisado—, es mi Roberto. Anoche lo escuché. Escuché su voz llamándome desde el pozo viejo. Ese que está detrás de la hacienda abandonada de los Sabinos.

Carmen dejó el trapo sobre el banco y se acercó a la mujer. Lucía temblaba como una hoja en el viento helado de noviembre. Sus manos agarraban un rosario de madera tan fuerte que los nudillos se habían puesto blancos, casi traslúcidos.

—¿Estás segura, hija? —preguntó Carmen, aunque en el fondo temía la respuesta. Otras esposas habían dicho lo mismo. Otras madres habían jurado escuchar a sus hijos llamándolas en la oscuridad, susurros que el viento traía desde la nada. —Lo escuché, doña Carmen. Lo juro por la Virgen. Gritaba mi nombre. Decía que tenía frío, que lo sacara de ahí. Fui con mi hermano al amanecer, con palas y cuerdas, pero el pozo está seco. No hay nada allí, solo piedras, basura y ese olor… ese olor horrible que está en todas partes ahora.

Carmen abrazó a Lucía mientras la mujer se derrumbaba sollozando contra su hombro, liberando el llanto que había contenido frente a sus hijos. Afuera, las campanas de la iglesia principal tocaron las ocho de la mañana y el sonido metálico se extendió por el pueblo no como una llamada a misa, sino como una advertencia. En la plaza central, los soldados ya estaban patrullando. Habían llegado hacía dos meses con la excusa oficial de “mantener el orden” y proteger a los ciudadanos de supuestos agitadores comunistas que, según el gobierno, se escondían en las montañas para planear un golpe.

Pero Carmen sabía la verdad. Todo el pueblo la sabía, aunque nadie se atreviera a decirla en voz alta, ni siquiera en la seguridad de sus propias cocinas. El teniente coronel Héctor Salazar había convertido la vieja hacienda de los Sabinos en su cuartel general. Era un hombre alto, de postura rígida, con un bigote negro perfectamente recortado y ojos fríos como el acero de una bayoneta. Llegaba al pueblo en su jeep verde olivo y caminaba por las calles con una autoridad que helaba la sangre. Detrás de él siempre iban tres o cuatro soldados, jóvenes reclutas con rifles al hombro, que miraban a los locales con desconfianza y desdén. Decían que Salazar había servido en la guerra, que había visto cosas terribles en Europa como observador militar. Algunos murmuraban que había traído esos horrores consigo, que los había plantado en la tierra fértil de Tlaxcala como semillas malditas que ahora daban su fruto sangriento.

—¿Qué vamos a hacer, doña Carmen? —sollozó Lucía, separándose un poco—. Mi Roberto no hizo nada malo. Trabajaba en el campo, cultivaba maíz, nunca se metió en política. Solo quería un precio justo. ¿Por qué se lo llevaron?

Carmen no tenía respuesta, o al menos no una que pudiera consolarla. Sabía que Roberto había asistido a una reunión tres semanas atrás en la trastienda de la panadería, una reunión donde algunos campesinos habían hablado sobre formar un sindicato independiente, sobre exigir mejores condiciones a los terratenientes locales que eran amigos del gobernador. Nada revolucionario, nada violento; solo hombres cansados de ser explotados. Pero en esos días oscuros de 1951, hablar de derechos era suficiente para desaparecer. Era suficiente para ser etiquetado como “enemigo de la patria”.

La puerta de la capilla se abrió de nuevo y entró el padre Ignacio, el sacerdote del pueblo. Era un hombre delgado de cincuenta años, con el pelo gris prematuro y una mirada que había perdido la luz divina que alguna vez tuvo. Caminó hacia el altar con pasos pesados, arrastrando los pies como si cargara el peso de todos los pecados del mundo sobre sus hombros estrechos.

—Lucía —dijo suavemente, su voz carente de fuerza—, ven, hija, vamos a rezar un misterio por Roberto. Pero Lucía se apartó bruscamente, como si la sotana del padre quemara. —¿Rezar? ¿De qué sirve rezar, padre? —Su voz subió de tono, llena de una ira repentina y desesperación—. He rezado hasta que me duelen las rodillas. He prendido velas hasta que ya no me queda dinero para comer. Y mi Roberto sigue desaparecido. ¿Dónde está Dios Padre? ¿Dónde está cuando se llevan a nuestros hombres en medio de la noche?

El padre Ignacio bajó la mirada, incapaz de sostener los ojos acusadores de la mujer. Carmen, que observaba desde un lado, vio algo en el rostro del sacerdote, algo que la asustó más que el olor a muerte que impregnaba el pueblo. Era culpa. Una culpa profunda y corrosiva. El sacerdote sabía algo.

—Lucía, tienes que tener fe —murmuró el padre, pero las palabras sonaron huecas, como monedas falsas cayendo sobre la piedra. —Fe… —Lucía soltó una risa terrible, seca y sin alegría—. La fe no me devolverá a mi esposo. La fe no detendrá a esos monstruos.

Lucía salió de la capilla corriendo, dejando un silencio pesado y denso tras de sí. Carmen y el padre Ignacio se quedaron solos, mirándose a través de la penumbra iluminada por las velas. Finalmente, Carmen habló, su voz firme a pesar de su edad.

—¿Qué sabe usted, padre? No me mienta. No en la casa de Dios. El sacerdote cerró los ojos y suspiró, un sonido que pareció vaciarle los pulmones. —Doña Carmen, hay cosas que es mejor no saber. Por su propia seguridad. —No, padre, ya no. Doce personas han desaparecido. Doce familias están destrozadas. Necesitamos saber qué está pasando. Si usted sabe algo y calla, es tan culpable como ellos.

El padre Ignacio se acercó al altar y se arrodilló, no para rezar, sino porque sus piernas ya no podían sostenerlo. —El teniente coronel Salazar me llamó hace dos semanas —confesó en un susurro—. Fue a la sacristía después de la misa del domingo. Cerró la puerta con llave. Me dijo que tenía listas, nombres de hombres del pueblo involucrados en “actividades subversivas”. Me pidió que si alguien venía a confesarse y mencionaba algo sobre reuniones, sindicatos o protestas, se lo informara inmediatamente.

Carmen sintió que el mundo se inclinaba bajo sus pies. La santidad del secreto de confesión, violada por el miedo. —¿Y usted… qué le dijo? —Le dije que el sacramento de la confesión es sagrado, que prefería morir antes que romper ese juramento. —El padre Ignacio levantó la vista y Carmen vio lágrimas corriendo por sus mejillas—. Entonces él sonrió. No me golpeó, no me gritó. Solo sonrió y me dijo que si no cooperaba, las desapariciones no se detendrían. Dijo que el pueblo entero podría desaparecer si fuera necesario, que Tlaxcala podría convertirse en un pueblo fantasma y nadie en la capital se enteraría.

—Dios mío —susurró Carmen, llevándose la mano a la boca. —Pero hay algo más, doña Carmen. Algo peor. —El padre se puso de pie, temblando violentamente—. Anoche, pasada la medianoche, no podía dormir. Escuché motores. Salí al patio de la casa parroquial y miré por encima de la barda. Vi tres camiones militares saliendo de la Hacienda de los Sabinos, yendo hacia el monte, hacia las barrancas. Iban cargados. En la parte trasera… —su voz se quebró en un sollozo ahogado—. Vi bultos envueltos en lonas manchadas. Bultos del tamaño de personas. Y el olor… el viento trajo ese mismo olor que usted limpia del altar cada mañana.

El silencio que siguió fue absoluto. Carmen sintió que sus piernas flaqueaban y se sentó pesadamente en uno de los bancos de madera. La confirmación de sus peores miedos no trajo alivio, sino un horror frío y paralizante. Estaban matándolos. No los estaban interrogando ni trasladando a cárceles en la ciudad. Los estaban exterminando.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó ella finalmente. —No lo sé —respondió el sacerdote, derrotado—. Si hablo, me matan. Si callo, me condeno. —Pero alguien tiene que hablar. Alguien tiene que hacer algo antes de que sea demasiado tarde para los que quedan.

Esa tarde, Carmen tomó una decisión que cambiaría el resto de su vida. No podía enfrentarse a Salazar con armas, y la iglesia estaba maniatada por el miedo. Pero Carmen tenía algo que los soldados no: era invisible. Era una anciana que limpiaba pisos, una figura que nadie notaba, que nadie consideraba una amenaza.

Visitó a Raúl Torres, un campesino de cuarenta años cuya esposa había desaparecido un mes atrás. Raúl era un hombre grande, de manos callosas y rostro curtido por el sol, conocido por su carácter recio y su conocimiento de los caminos antiguos de la sierra. Al entrar en su humilde casa de adobe, Carmen fue directa. —Sé lo que pasó con tu esposa, Raúl. Sé lo que les están haciendo. Raúl la miró con ojos inyectados en sangre, sentado frente a una botella de aguardiente casi vacía. —Yo también lo sé, doña Carmen. He estado vigilando la hacienda por las noches. Hay un sótano viejo debajo de los establos. He visto a los soldados bajar ahí con linternas y herramientas. He escuchado gritos que no me dejan dormir. —¿Por qué no has huido? —¿A dónde? Tienen retenes en las carreteras. Y no me iré sin saber dónde dejaron su cuerpo. Quiero enterrarla como se debe.

—No podemos recuperarlos a ellos, Raúl —dijo Carmen con dureza, aunque le dolía el corazón—. Pero podemos salvar a los que siguen vivos. El padre Ignacio vio camiones llevando cuerpos al monte. Si nos quedamos, seremos los siguientes. Tenemos que ir a la Ciudad de México. Tenemos que buscar prensa, gente de fuera que no le tenga miedo a Salazar. —Es imposible salir. —Por la carretera sí. Pero tú conoces los senderos de la montaña, los caminos de chivos que usaban tus abuelos durante la Revolución. Podríamos llegar a Puebla sin tocar el asfalto.

Raúl la miró largamente, evaluando la locura y la valentía de la propuesta. Vio en los ojos de la anciana una determinación de hierro. —Es un camino duro, doña Carmen. Hielo, barrancos, coyotes. Usted… usted ya no es joven. —Mis piernas son viejas, pero mi voluntad no. Prefiero morir en el monte intentando hacer algo, que morir aquí de rodillas esperando mi turno.

Esa noche, bajo la protección de una luna menguante, Carmen y Raúl salieron de Tlaxcala. Llevaron solo lo esencial: agua, tortillas duras, mantas de lana y, en el caso de Raúl, un viejo machete oxidado. Evitaron las calles principales, moviéndose como sombras entre los maizales secos hasta llegar a las faldas de la montaña.

La subida fue un calvario. El aire frío de la madrugada cortaba los pulmones y cada paso era una batalla contra la gravedad y la edad. Carmen tropezó mil veces, sus rodillas sangraban bajo la falda, pero cada vez que caía, la mano firme de Raúl la levantaba. —Ya falta poco, madre —le mentía él amablemente—, solo un poco más.

Caminaron durante dos noches y un día, escondiéndose en cuevas cuando el sol estaba alto para evitar ser vistos por las patrullas aéreas o los campesinos que pudieran ser informantes. Desde lo alto, vieron las luces de su pueblo empequeñecerse, un grupo de estrellas falsas donde reinaba el terror.

Al llegar a Puebla, sucios y exhaustos, no se detuvieron. Con las pocas monedas que Carmen había guardado en un pañuelo, tomaron un autobús de segunda clase hacia la capital. El ruido de la ciudad, los autos, la gente gritando, todo les parecía ajeno, como si hubieran aterrizado en otro planeta después de salir del infierno.

En la Ciudad de México, buscaron a un contacto que el padre Ignacio les había dado en secreto antes de partir: Armando Villa, un periodista de un diario de oposición que operaba casi en la clandestinidad. El encuentro fue en una cafetería ruidosa cerca de la Alameda Central. Armando escuchó el relato de Carmen y Raúl mientras tomaba notas frenéticamente, su cigarrillo consumiéndose olvidado en el cenicero. Al principio se mostró escéptico, pero cuando Raúl describió con precisión los uniformes, las fechas, y Carmen narró la confesión del padre Ignacio y el olor inconfundible de la muerte, el periodista supo que tenía la historia de su vida.

—Si publico esto —dijo Armando bajando la voz—, el gobierno lo negará. Dirán que son mentiras de comunistas locos. Necesitamos pruebas, o al menos, hacer tanto ruido que no puedan ignorarlo. Tengo un amigo en la agencia United Press International. Si la historia sale en inglés primero, el gobierno tendrá que responder a la presión internacional.

La nota salió tres días después. No en México, donde la censura actuó rápido, sino en Nueva York y Washington. “Terror en Tlaxcala: Testigos revelan masacre militar silenciosa”. La noticia explotó como una bomba. Periodistas extranjeros comenzaron a solicitar visas para viajar a la zona. El gobierno federal, acorralado y temiendo un escándalo diplomático en plena Guerra Fría, ordenó una investigación inmediata, retirando al coronel Salazar y a sus hombres bajo la excusa de “reubicación administrativa”.

Semanas después, Carmen regresó a Tlaxcala. No hubo desfiles ni celebraciones. El pueblo seguía triste, pero el miedo paralizante se había roto. Los camiones militares ya no rugían por las noches. Se formaron comisiones de búsqueda. En el fondo del barranco, y en fosas clandestinas cerca de la hacienda, comenzaron a aparecer los restos.

Una tarde, Carmen entró de nuevo a la capilla de San Miguel. El altar estaba lleno de polvo. Tomó su trapo y su balde y comenzó a limpiar. Cuando mojó el trapo y lo pasó por la madera vieja, se detuvo. Olio el aire. Olía a cera, a incienso viejo y a flores frescas que Lucía había traído esa mañana tras encontrar, por fin, los restos de Roberto.

El olor a carne podrida se había ido.

Carmen terminó de limpiar, se persignó frente al arcángel y salió al atrio. El sol se ponía sobre los volcanes, tiñendo el cielo de rojo y violeta. No había final feliz, pensó. Los muertos no regresarían. El dolor de las viudas y los huérfanos duraría generaciones. Pero al menos, el silencio se había roto. La verdad, dura y terrible, había salido a la luz, y con ella, el pueblo podía empezar a respirar de nuevo. Carmen se ajustó el rebozo, miró hacia la montaña que había cruzado y, por primera vez en meses, caminó hacia su casa sin miedo.