La ciudad de México en 1932 respiraba un aire de transformación caótica, donde los automóviles disputaban las calles empedradas con las carretas tiradas por burros y donde las antiguas iglesias coloniales se erguían desafiantes ante el empuje de la modernidad revolucionaria. En el barrio de La Merced, entre los mercados donde las marchantes vendían chiles secos y canastas de maíz, vivía una mujer que la gente conocía simplemente como doña Petra. Nadie recordaba su apellido ni su edad exacta, pero todos sabían que era ella quien preparaba el mejor mole para las fiestas patronales de San Pedro y San Pablo; ese que hacía llorar de emoción a las abuelas y que los novios solicitaban para sus bodas, porque según la tradición, “oler a mole” significaba que habría boda pronto.

Lo que nadie imaginaba entonces era el secreto macabro que convertía ese platillo en algo inolvidable, un secreto que se escondía entre los veinte ingredientes que componían aquella salsa oscura y compleja.

Doña Petra vivía sola en una casa de adobe con tejas rojas cerca del Panteón de la Piedad. Ese cementerio viejo, que databa de tiempos de la colonia y que ya estaba tan lleno que habían comenzado a apilar los huesos en el osario, ese edificio húmedo y olvidado donde se guardaban los restos cuando las familias dejaban de pagar las criptas. Los vecinos la veían pasar cada madrugada con su rebozo negro cubriéndole el rostro, cargando una canasta cubierta con un paño blanco, y murmuraban que iba a misa temprano, aunque ningún sacerdote confirmó haberla visto jamás en su iglesia.

La verdad era mucho más oscura. Doña Petra tenía un arreglo con el sepulturero del panteón, un hombre llamado Jacinto, que bebía pulque hasta perder el sentido cada noche y que por unas cuantas monedas hacía la vista gorda cuando ella entraba al osario antes del amanecer. Ahí, en esa bóveda que apestaba a humedad y muerte, donde las calaveras se apilaban hasta el techo formando muros de cuencas vacías que parecían observarte, doña Petra seleccionaba los huesos más antiguos, aquellos que ya nadie reclamaría, aquellos que pertenecían a difuntos olvidados por el tiempo y sus familias. Los envolvía cuidadosamente en su rebozo y los llevaba a su casa, donde los limpiaba con agua hirviendo y los secaba al sol en su patio interior, ocultos de las miradas indiscretas por un muro alto cubierto de bugambilias moradas.

El proceso que seguía después era meticuloso y perturbador. Primero tostaba los huesos en un comal de barro hasta que adquirían un tono dorado y crujiente, llenando su cocina con un olor acre que disimulaba quemando copal e incienso. Luego los molía en su metate de piedra volcánica hasta convertirlos en un polvo fino como la harina, que mezclaba con los otros ingredientes del mole: los chiles anchos, mulatos y pasillas que tostaba con paciencia, las almendras, cacahuates y nueces que molía hasta volverlos pasta, el ajonjolí, las especias, el chocolate de Oaxaca, el plátano macho, las pasas, el ajo y la cebolla.

Pero era ese polvo de huesos humanos el que, según ella creía con fervor fanático, le daba a su mole ese sabor único e inolvidable, esa profundidad que ninguna otra cocinera podía igualar. Doña Petra había aprendido esta práctica de su abuela, una mujer que decía descender de los antiguos sacerdotes mexicas, que en tiempos prehispánicos realizaban sacrificios en el Templo Mayor. “Los dioses exigen su tributo”, le susurraba la anciana cuando Petra era apenas una niña, “y los huesos de los muertos contienen la esencia de la vida que tuvieron. Cuando los vivos los consumen, absorben su fuerza, su memoria, su espíritu”. La niña había crecido creyendo que esta práctica era sagrada, una forma de honrar a los muertos y de conectar a los vivos con el mundo espiritual.

Durante años, doña Petra había perfeccionado su técnica. Cada fiesta patronal en la ciudad la convocaba. Las familias se peleaban por conseguir su mole, dispuestas a pagar lo que fuera necesario. “Es que tiene un no sé qué”, decían las señoras, “algo que te llega hasta el alma”. Y tenían razón, aunque no de la forma que imaginaban.

Pero en ese año de 1932, cuando la ciudad bullía con ideas revolucionarias y el país intentaba reconstruirse, cuando Diego Rivera pintaba sus murales en el Palacio Nacional, las cosas comenzaron a cambiar.

El primero en sospechar fue Esteban Maldonado, un joven médico que había regresado al barrio de La Merced. Esteban había cenado el mole de doña Petra en la boda de su prima Consuelo. Y aunque reconocía que era delicioso, algo en ese sabor lo inquietó.

“Tiene un sabor mineral”, le comentó a su prometida Rocío, una maestra rural. “Casi como, no sé, como si hubiera ceniza o cal en la mezcla”. Rocío se rió de él, pero Esteban no podía quitarse esa sensación de encima.

Esa misma noche, Esteban tuvo pesadillas terribles. Soñó que caminaba por un túnel oscuro hecho completamente de huesos humanos, donde las calaveras lo miraban con sus cuencas vacías. Despertó sudando y encontró a Rocío junto a él, igualmente agitada. “Yo también soñé cosas horribles”, le confesó ella, temblando. “Soñé que estaba enterrada viva”.

No fueron los únicos. Durante los días siguientes, Esteban escuchó rumores: todos los que habían comido del mole en la boda reportaban las mismas pesadillas aterradoras. Intrigado, Esteban decidió investigar. Fue así como conoció a doña Margarita, una partera anciana que conocía todos los secretos del vecindario.

“Doña Petra”, comenzó Margarita con voz cautelosa, “ella no es como las demás. Mi madre me contó historias sobre su familia, sobre su abuela, que decían practicaba brujería antigua, de esa que venía de antes de los españoles. Hay quien dice que los abuelos de doña Petra fueron sacerdotes en el Templo Mayor”.

“Pero eso fue hace 400 años”, objetó Esteban.

“Las tradiciones no mueren tan fácil, doctor”, respondió Margarita. “Se esconden, se disfrazan. Nunca se ha preguntado por qué doña Petra vive tan cerca del panteón. Mi madre decía que su abuela usaba cosas que no debía usar en su cocina… cosas que venían de lugares donde los vivos no deberían entrar”.

El médico sintió que el café se le volvía amargo. “¿Qué tipo de cosas?”

La anciana bajó la voz: “Huesos, doctor. Huesos de muertos. Decían que los molía y los mezclaba con el mole, que por eso su sabor era tan especial. Que los muertos le daban su poder al platillo, pero también su angustia, sus penas, sus memorias”.

Esteban salió de esa casa con la mente en tormenta. Su formación científica le decía que aquello era superstición, pero decidió que necesitaba pruebas. Durante las siguientes semanas, se dedicó a vigilar a doña Petra. Y efectivamente, la vio deslizarse como un fantasma entre las tumbas, dirigiéndose hacia el osario. Jacinto, el sepulturero, le abría la puerta, recibía algunas monedas y se alejaba.

Una madrugada oscura, Esteban decidió actuar. Esperó a que doña Petra entrara al osario y, aprovechando que Jacinto se había alejado, se acercó sigilosamente. El olor que lo golpeó fue indescriptible: tierra húmeda, moho y algo dulzón y nauseabundo. En la penumbra, iluminada apenas por una vela, vio a doña Petra arrodillada frente a una pila de calaveras, murmurando en un idioma que Esteban no reconocía. Con sus manos huesudas, seleccionaba fémures, costillas y cráneos, acomodándolos en su canasta.

“Perdónenme, hermanos olvidados”, la escuchó murmurar en español. “Pero su sacrificio alimentará a los vivos y así su memoria no morirá del todo. Es la ley antigua”.

Esteban, paralizado por el horror, sintió que ella giraba lentamente la cabeza. Sus ojos oscuros se clavaron en los de él.

“Doctor Maldonado”, dijo ella con voz tranquila. “Veo que la curiosidad lo ha traído hasta aquí”.

“Lo que está haciendo es una aberración”, logró articular Esteban, temblando. “Es… es canibalismo”.

“¿Canibalismo?”, doña Petra se puso de pie, su rostro como una máscara antigua. “Los huesos que tomo son de personas que murieron hace décadas, cuyos nombres nadie recuerda. No le hago daño a nadie vivo. Al contrario, les doy un propósito final. ¿No es eso mejor que pudrirse en este lugar oscuro?”.

“Es una locura”, dijo Esteban. “Una blasfemia”.

“¿Contra cuál Dios, doctor?”, preguntó ella, avanzando. “¿Contra el Dios de los españoles que quemaron nuestros códices? Mis ancestros servían a dioses más antiguos, dioses que entendían que la muerte y la vida son parte del mismo ciclo. Usted comió mi mole, doctor. Todos lo hicieron. Y todos tuvieron sueños, ¿verdad? Eso no es una maldición, es un regalo. Es la comunión con aquellos que vinieron antes”.

“Iré a las autoridades”, amenazó Esteban.

“¿Y quién le creerá?”, preguntó doña Petra con una sonrisa. “Un médico joven acusando a una anciana respetada de usar huesos humanos en su cocina. Pensarán que está loco. O peor, pensarán que está tratando de destruir las tradiciones del pueblo en estos tiempos de revolución”.

Esteban comprendió con horror que ella tenía razón. “Haré que analicen su mole”, dijo.

“Adelante”, respondió ella. “Para cuando obtenga sus pruebas, habré desaparecido. He estado haciendo esto por más de treinta años, doctor. He alimentado a miles de personas en Ciudad de México, en Puebla, en Oaxaca, y seguiré haciéndolo”.

Con eso, doña Petra recogió su canasta, apagó la vela y se deslizó hacia la salida, dejando a Esteban en la oscuridad absoluta, rodeado de calaveras.

Durante los días siguientes, Esteban trató de exponerla. Habló con el jefe de policía, el Capitán Cifuentes, quien lo escuchó con incredulidad. “Huesos humanos en el mole… ¿Se escucha usted, doctor? Suena como cuentos de viejas”. Cuando fueron al panteón, descubrieron que Jacinto, el sepulturero, había desaparecido.

Esteban también fue a buscar a doña Petra, pero encontró la casa con candado. Los vecinos le dijeron que se había ido a Guanajuato. La casa fue abierta, pero Esteban no encontró nada incriminatorio. La cocina estaba impecable.

Convenció a un colega químico de analizar una muestra del mole que había guardado. El análisis tardó semanas. Los resultados detectaron niveles inusualmente altos de calcio y fósforo, pero, como le explicó su colega: “Muchos ingredientes mexicanos contienen estos minerales, doctor. Las almendras, las nueces… No hay forma de probar que vengan de huesos humanos”.

Los meses pasaron. Esteban se casó con Rocío en una ceremonia sencilla donde, notablemente, no hubo mole. Se mudaron lejos de La Merced, pero las pesadillas no cesaron completamente. A veces, Esteban creía detectar ese sabor mineral en otras fiestas, en otros moles.

Un día de noviembre, casi un año después, Rocío llegó a casa alterada. Trabajaba en una escuela rural y había asistido a la fiesta patronal del pueblo. “Esteban”, dijo temblando, “había una mujer anciana preparando mole. Te juro que era ella, doña Petra. Pero cuando parpadeé, era una mujer diferente, más joven, pero con los mismos ojos. Y el mole, Esteban… el mole tenía ese mismo olor. Se presentó como doña Remedios”.

Esteban y Rocío decidieron no investigar más. En lugar de eso, Esteban comenzó a escribir todo lo que había visto, creando un documento detallado como un testimonio, para que al menos alguien supiera la verdad.

Pasaron cinco años más. Era 1937. Un sábado por la tarde, Esteban escuchó en el mercado que doña Margarita, la partera, había muerto. Sintió la obligación de asistir al funeral. El velorio se llevó a cabo en la misma pequeña casa. Lo que heló la sangre de Esteban fue el olor inconfundible del mole que la familia había preparado para los visitantes.

En la cocina, dirigiendo la preparación, estaba una mujer que no había visto antes. Era mayor, de cabello blanco, pero cuando sus ojos se encontraron con los de Esteban, él lo supo.

“Doctor Maldonado”, dijo la mujer. “Qué bueno que vino. Mi tía me habló mucho de usted. Me dijo que era un hombre bueno, pero demasiado curioso”.

“¿Su tía?”, susurró Esteban.

“Sí, mi tía Petra”, respondió la mujer con naturalidad. “Murió hace dos años en Guanajuato. Me dejó muchas cosas… sus recetas, sus tradiciones. Soy Leonor, y ahora soy yo quien prepara el mole para las ocasiones especiales. Es un arte que se transmite solo entre las mujeres de nuestra familia, doctor. Un linaje que viene de muy atrás. Mi tía me enseñó dónde encontrar los ingredientes más especiales”.

“Usted…”, dijo Esteban, sintiendo náuseas.

“Estamos honrando a los muertos olvidados”, completó Leonor. “Dándoles un propósito final. Sí, doctor, al igual que mi tía y su abuela antes que ella. Es una tradición que ha pasado de generación en generación. Los muertos se mezclan con los vivos en cada bocado. Es una comunión, y continuará mucho después de que usted y yo hayamos muerto”.

Esteban no probó el mole ese día, ni en ningún otro. Él y Rocío criaron a sus hijos con advertencias veladas sobre no comer en casa de extraños. Pero lo que más atormentaba a Esteban era la pregunta: ¿cuántas familias como la de doña Petra existían?

En 1940, Esteban asistió a un congreso médico en Puebla. Durante una cena oficial sirvieron el icónico mole poblano. Observó a sus colegas, hombres de ciencia, comer con deleite. Esa noche, en su hotel, tuvo el sueño más vívido: un mercado infinito donde todas las vendedoras tenían el rostro de doña Petra, ofreciéndole mole de ollas llenas de calaveras. “Es solo una tradición, doctor”, insistían. “¿No ponemos calaveras de azúcar en los altares? ¿Cuál es la diferencia?”.

En 1945, Esteban recibió una carta extraña sin remitente. Dentro había una sola hoja:

Dr. Maldonado,

Mi tía abuela Leonor murió la semana pasada. Antes de morir, me llamó y me enseñó el secreto de la familia. Me dijo que le escribiera a usted, que era el único fuera de la familia que conocía la verdad.

Soy joven, doctor. Tengo solo 25 años y mi mole ya es solicitado en tres estados diferentes. Viviré muchos años más y prepararé mole para miles de celebraciones. Y cuando sea vieja, le enseñaré el secreto a mi sobrina, quien se lo enseñará a la suya.

Esto nunca terminará, doctor. Es parte de México, tan esencial como el maíz, tan antiguo como las pirámides.

Pensé que debía saberlo.

Una amiga de la tradición.

Esteban quemó la carta esa misma noche, observando cómo el papel se convertía en cenizas. Pero las palabras ya estaban grabadas en su memoria.

Cuando Esteban Maldonado murió en 1968, a los 68 años, se llevó consigo el tormentoso conocimiento de la verdad que había descubierto. Murió en una Ciudad de México que se había transformado drásticamente, una metrópoli moderna de rascacielos y autopistas, pero donde las fiestas patronales seguían celebrándose en los barrios antiguos. En su funeral, como era la costumbre, su familia sirvió mole a los dolientes. Nadie notó ningún sabor mineral, ni tuvo pesadillas esa noche; era simplemente el platillo de la celebración, oscuro, complejo e inolvidable, conectando, como siempre lo había hecho y como siempre lo haría, a los vivos con la memoria de los muertos.