En el año de 1921, Michoacán era una tierra de contrastes violentos. La revolución había dejado cicatrices profundas en cada pueblo, en cada familia. Las calles empedradas de Pátzcuaro guardaban secretos que el tiempo no lograba borrar. Y entre esos secretos, ninguno era tan oscuro como el de las hermanas Ríos.

María del Carmen y Josefina Ríos habían llegado al pueblo tres años antes, cuando la violencia revolucionaria aún hacía eco en las montañas. Nadie sabía mucho de ellas, solo que venían de un rancho cerca de Morelia y que habían perdido a sus padres durante los enfrentamientos. Las dos mujeres, de 32 y 28 años respectivamente, se instalaron en una casa modesta en la calle Benito Juárez, a pocas cuadras del mercado principal. Pronto empezaron a vender tamales, los mejores que nadie había probado en todo Pátzcuaro.

Los tamales de las hermanas Ríos eran una maravilla. La masa, perfectamente preparada con manteca de cerdo de la más fina calidad, se deshacía en la boca. Pero lo que realmente los hacía especiales era la carne: tierna, jugosa, con un sabor único que nadie lograba identificar. Los clientes preguntaban constantemente cuál era el secreto, y las hermanas solo sonreían con timidez, diciendo que era una receta de familia transmitida por generaciones.

Don Esteban Morales, el carnicero del pueblo, fue el primero en notar algo extraño. Las hermanas Ríos nunca le compraban carne. Ni una sola vez en tres años. Él se lo comentó a su esposa, Refugio, una noche mientras cenaban pozole. —Es raro, ¿no crees? Venden tamales todos los días, a veces hasta 150 piezas, pero nunca me compran ni medio kilo de carne. ¿De dónde la sacan? Refugio se encogió de hombros. —Quizás tienen un proveedor en otro pueblo o crían sus propios animales. Pero don Esteban no quedó convencido. Conocía a todos los proveedores de carne en 50 kilómetros a la redonda y ninguno mencionaba a las hermanas Ríos entre sus clientes. Además, la casa donde vivían era pequeña, sin patio trasero donde criar animales. El misterio le carcomía la curiosidad.

La vida en Pátzcuaro seguía su curso. Las hermanas Ríos se levantaban antes del alba. Se las podía ver caminando hacia su pequeño local en el mercado, cargando grandes ollas de barro. Siempre vestían de negro, como si aún estuvieran de luto, y hablaban poco. María del Carmen era la mayor y la más seria, con una dureza que intimidaba. Josefina era más suave, aunque su sonrisa nunca alcanzaba sus ojos.

En el mercado, su puesto estaba junto al de doña Petra, que vendía flores. A doña Petra no le gustaban las hermanas. “Hay algo en ellas que no me cuadra”, le decía a quien quisiera escuchar. “Algo frío, como si tuvieran hielo en las venas, en lugar de sangre”.

Pero a pesar de las sospechas, sus tamales eran tan populares que la gente hacía fila desde temprano. Familias enteras los compraban.

Todo cambió una tarde de julio de 1921. Tomás Velázquez, un joven de 23 años, llegó al puesto de las hermanas con el rostro lleno de preocupación. —Buenos días, doña María del Carmen. Disculpe que la moleste, pero ¿no ha visto usted a mi primo Francisco? María del Carmen levantó la vista. —¿Francisco? —Sí, señora. Francisco Velázquez Rojas. Lleva tres días sin aparecer. Su esposa, mi prima Lucía, está muy angustiada. La mujer negó con la cabeza lentamente. —No, joven, no lo he visto. Ya preguntó en la cantina, ya sabe cómo son los hombres a veces. —Mi primo no es así, doña. Es un hombre de familia. Nadie sabe nada. Josefina se acercó. —Qué pena me da, joven. Espero que lo encuentren pronto. Tomás asintió y se marchó, pero antes de irse, sus ojos se posaron en las grandes ollas cubiertas y sintió un escalofrío inexplicable.

Francisco Velázquez no fue el único. En las semanas siguientes, otros hombres del pueblo comenzaron a desaparecer. Primero fue Rodrigo Esquivel, un carpintero. Luego Arnulfo García, un comerciante. Después, Macario Sánchez, un campesino con fama de borracho. El pueblo empezó a llenarse de miedo.

Don Esteban, el carnicero, no podía dejar de pensar en las hermanas Ríos. Una noche, decidió seguirlas discretamente. Se escondió detrás de un muro cerca de su casa y esperó. Estaba a punto de rendirse cuando escuchó un sonido metálico, como de herramientas, proveniente de la parte trasera. Cuidadosamente, se movió hacia el callejón. El sonido se hizo más claro: era el inconfundible ruido de un cuchillo siendo afilado contra una piedra. Luego, algo pesado siendo arrastrado. De pronto escuchó la voz de María del Carmen: —Tenemos que ser más cuidadosas. La gente está empezando a preguntar. La voz de Josefina respondió: —Lo sé, pero necesitamos más. Los pedidos han aumentado. —Entonces buscaremos en otro pueblo. Aquí ya es muy arriesgado. Don Esteban retrocedió lentamente, con el instinto gritándole que huyera.

Al día siguiente, don Esteban fue a ver al comisario del pueblo, Abundio Ramírez. El comisario escuchó el relato con escepticismo. —¿Me está diciendo que sospecha de las hermanas Ríos solo porque no le compran carne? —preguntó. —No es solo eso, comisario. Son los hombres que han desaparecido. Algunos eran clientes regulares de ellas. Y lo que escuché… dijeron que necesitaban más y que tenían que ser cuidadosas. El comisario suspiró. —Don Esteban, no puedo acusar a dos mujeres decentes basándome en sospechas vagas. Necesitaría evidencia real. Don Esteban salió frustrado. Decidió investigar por su cuenta. Habló con Lucía, la esposa de Francisco Velázquez. —Doña Lucía, ¿su esposo conocía a las hermanas Ríos? —Sí, Francisco les compraba. A veces decía que eran los mejores tamales del pueblo. —¿Le compró tamales el día que desapareció? Lucía pensó. —Ahora que lo menciona, sí. Recuerdo que trajo tamales para el desayuno esa mañana. Don Esteban agradeció y se fue. Decidió investigar los otros casos. Habló con la hermana de Rodrigo Esquivel y la esposa de Macario Sánchez. Todos confirmaron lo mismo: los desaparecidos eran clientes habituales de las hermanas Ríos.

Don Esteban decidió tomar medidas más drásticas. Una noche, se dirigió al mercado desierto y se escabulló en el puesto de las hermanas. Buscó en los cajones, revisó cada rincón. Estaba a punto de rendirse cuando su mano tocó algo extraño debajo del mostrador: un cuaderno pequeño envuelto en un paño.

Lo abrió. Era un libro de cuentas. Había nombres de hombres: Francisco Velázquez, Rodrigo Esquivel, Arnulfo García, Macario Sánchez. Junto a cada nombre había anotaciones sobre peso, edad y una palabra que le heló la sangre: aprovechado. El último nombre en la lista era Jesús Moreno, con una fecha futura: el 15 de julio. Faltaban tres días.

Don Esteban guardó el cuaderno bajo su camisa. Necesitaba algo más. Decidió que tenía que entrar a la casa.

El domingo siguiente, esperó a que las hermanas salieran hacia la misa de 8 y se coló por una ventana lateral. La casa era oscura y olía a hierbas secas y a algo metálico. En la cocina, encontró un barril grande cubierto. Lo abrió y encontró carne en salmuera. Mucha carne. Sacó un pedazo: era carne oscura, con una textura extraña. No parecía cerdo ni res.

Siguió buscando. En uno de los dormitorios, debajo de la cama, encontró una caja de madera. La abrió y encontró ropa de hombre. Reconoció una camisa que había visto usar a Francisco Velázquez y un sombrero que pertenecía a Rodrigo Esquivel. El horror comenzó a apoderarse de él.

Entonces escuchó voces afuera. Las hermanas habían regresado antes.

Don Esteban entró en pánico y se escondió en el armario del segundo dormitorio. Escuchó a las hermanas entrar. —Ese sermón del padre Ignacio estuvo interesante —dijo Josefina—. Habló sobre los pecados ocultos. María del Carmen soltó una risa amarga. —Qué ironía, ¿verdad? Si supiera lo que realmente pasa… Las hermanas se movieron hacia la cocina. —Tenemos que preparar el siguiente pedido —dijo María del Carmen—. Necesitaremos usar lo que nos queda y conseguir más esta semana. —¿Ya decidiste quién será el siguiente? —preguntó Josefina. Hubo un silencio. —Pensé en Jesús Moreno. Es un hombre grande, nos dará buen rendimiento y nadie lo extrañará mucho. Don Esteban sintió que se le revolvía el estómago. —¿Cómo lo haremos? —preguntó Josefina. —Como siempre. Le diremos que tenemos un trabajo para él. Lo traemos aquí. Le ofrecemos algo de beber con la tintura de Belladona… Y cuando esté inconsciente, ya sabes el resto. —¿Y el cuerpo? —Lo procesamos como a los demás. Nada se desperdicia. La carne para los tamales. Los huesos los trituramos y los esparcimos en el lago. La ropa la vendemos en el mercado de Morelia. Es un sistema perfecto.

Don Esteban tuvo que taparse la boca para no vomitar. Era peor de lo que había imaginado. Estaban descuartizando hombres y usando su carne para hacer los tamales que todo el pueblo comía.

Pasaron horas. Don Esteban esperó hasta que escuchó ronquidos suaves. Lentamente, salió del armario y corrió como nunca había corrido en su vida hasta la casa del comisario Abundio Ramírez. —¡Comisario, abra, por favor! —golpeó la puerta. —Don Esteban, ¿qué diablos pasa? Son las 3 de la mañana. —¡Comisario, tenía razón! ¡Las hermanas Ríos! ¡Son asesinas! ¡Están matando hombres y… —se le quebró la voz— están usando su carne para hacer tamales! El comisario lo miró con incredulidad, pero vio un terror genuino en los ojos de don Esteban. —Espere aquí —dijo. Regresó con su pistola al cinto—. Lléveme a esa casa. Y más le vale que no esté inventando esto.

Llegaron a la casa cuando el amanecer apenas comenzaba. El comisario golpeó. —¡Abran, es el comisario Ramírez! María del Carmen abrió. —Necesito revisar su casa, señora. El comisario entró seguido de don Esteban. Fue directamente a la cocina y abrió el barril de la carne. Su rostro se puso pálido. —¿De dónde sacaron esta carne? —preguntó con voz dura. —De nuestro proveedor —respondió María del Carmen con calma. —¡Mentira! —interrumpió don Esteban—. Ningún carnicero en 50 kilómetros les vende carne. El comisario fue al dormitorio, abrió el armario y encontró la ropa de hombre. Levantó la camisa de Francisco Velázquez. —¿Pueden explicar por qué tienen ropa de hombres desaparecidos en su casa? Las hermanas se miraron. Por primera vez, don Esteban vio miedo en sus ojos. —Esa ropa la compramos en el mercado de Morelia para revender —dijo María del Carmen. —¿Y esto? —el comisario sacó el cuaderno que don Esteban había encontrado—. Los nombres de los hombres desaparecidos están aquí. ¿Qué significa “aprovechado”? María del Carmen guardó silencio. Josefina comenzó a llorar. —¡No fue idea mía! —sollozó—. ¡Fue ella! ¡Mi hermana me obligó! ¡Yo no quería hacerlo! —¡Cállate! —gritó María del Carmen. Pero ya era tarde. El comisario sacó unas esposas. —Las arresto a ambas por sospecha de asesinato.

La noticia corrió como pólvora. Para el mediodía, todo Pátzcuaro sabía el horror. La gente que había comido los tamales durante años cayó enferma del asco y la culpa. Una brigada fue enviada a la casa. En el sótano, oculto bajo unas tablas en la cocina, encontraron evidencia irrefutable: herramientas de descuartizamiento, manchas de sangre y restos de huesos triturados. Se confirmó que pertenecían a, al menos, cinco hombres diferentes.

El juicio fue rápido. María del Carmen se mantuvo desafiante hasta el final. —Éramos pobres —dijo—. La revolución nos dejó sin nada. Teníamos que sobrevivir. Los hombres son todos iguales, codiciosos, violentos. Le hicimos un favor al mundo. Josefina, por otro lado, confesó todo. Años atrás, sus maridos, dos hermanos, se habían vuelto crueles y abusivos después de la revolución. Una noche, María del Carmen envenenó al suyo. Josefina, temiendo por su vida, ayudó a deshacerse del cuerpo. Pero María del Carmen fue más allá: propuso usar la carne para hacer tamales. —La carne es carne —había dicho—, y nosotras necesitamos dinero. Horrorizadas, pero desesperadas, lo hicieron. Cuando se mudaron a Pátzcuaro, continuaron el mismo método, buscando hombres que no fueran extrañados de inmediato.

El veredicto fue unánime: culpables. La sentencia: muerte por fusilamiento.

La ejecución se llevó a cabo una mañana gris de agosto. Las hermanas fueron llevadas a un campo en las afueras. Les vendaron los ojos. El comisario Ramírez dio la orden. —¡Apunten! María del Carmen mantuvo la cabeza en alto. Josefina temblaba, murmurando oraciones. —¡Fuego! Los disparos resonaron. Las hermanas Ríos cayeron.

Todo había terminado, pero para el pueblo de Pátzcuaro, el horror nunca terminó realmente. Durante años, la gente no pudo comer tamales. El puesto en el mercado fue quemado. La casa donde vivieron fue demolida; nadie quiso construir nada en ese terreno.

Don Esteban, el carnicero, fue considerado un héroe, pero él nunca se sintió como tal. Por el resto de su vida cargó con el peso de haber comido esos tamales. Tomás Velázquez, el primo de Francisco, dedicó su vida a ayudar a las familias de las víctimas. El caso de las hermanas Ríos se convirtió en una leyenda oscura.

En 1925, se erigió una pequeña placa conmemorativa en la plaza principal. No mencionaba a las hermanas, solo decía: “En memoria de las víctimas de la oscuridad, que una vez visitó este lugar…”. Jesús Moreno, el hombre que había sido el próximo en la lista, también estaba presente. Años después, nombró a su primer hijo Esteban, en honor al hombre que le había salvado la vida.

Los años pasaron. Pátzcuaro siguió adelante, aunque la sombra de las hermanas nunca desapareció. En 1940, un periodista de la Ciudad de México visitó el pueblo y entrevistó a un anciano don Esteban. —¿Cómo vive usted con ese conocimiento? —preguntó el periodista—. ¿Cómo duerme por las noches? Don Esteban sonrió tristemente. —No duermo bien. Nunca lo he hecho desde esa noche. Pero hice lo que tenía que hacer. El mal debe ser enfrentado, sin importar cuán aterrador sea.

El artículo fue publicado y causó sensación. La historia de las hermanas Ríos volvió a estar en boca de todos. La gente comenzó a hacer preguntas más profundas: ¿Qué había llevado a estas mujeres a cometer tales atrocidades? ¿Qué decía sobre la sociedad que las había creado? ¿Eran monstruos, o eran víctimas que, a su vez, se habían convertido en verdugos?

Eran preguntas que el tiempo no podría responder, dejando la oscura leyenda de Pátzcuaro suspendida para siempre entre el horror y la tragedia.