En el pequeño pueblo de San Gabriel, Jalisco, donde las montañas abrazan la tierra y las sombras se alargan sobre las haciendas al atardecer, la familia Mendoza se había establecido desde tiempos coloniales. Era 1834 y don Rodrigo Mendoza, de apenas 31 años, era el patriarca de una de las familias más adineradas de la región. Su hacienda, construida con la sangre y el sudor de los indígenas locales, se erguía imponente sobre una colina desde donde se divisaba todo el valle.

Don Rodrigo había contraído matrimonio con Ángela Herrera, una joven de 19 años, de belleza extraordinaria, hija de una familia criolla venida a menos. El matrimonio había sido arreglado para beneficio de ambas familias, como era costumbre en aquella época. La dote que don Rodrigo pagó fue exorbitante: lingotes de oro, tierras fértiles y joyas que habían pertenecido a la corona española.

La noche de su boda, mientras el pueblo celebraba con música y mezcal, una anciana indígena se acercó a la hacienda. Nadie supo cómo había logrado entrar, pero apareció de repente en el salón principal donde don Rodrigo brindaba con sus invitados.

—Rodrigo Mendoza —dijo la anciana con voz quebrada pero firme—. Tu abuelo mató a mis hijos y tu padre violó a mis nietas. La sangre de mi pueblo clama justicia.

Los guardias intentaron expulsarla, pero ella continuó:

—Por cada niña que nazca de tu semilla, tu juventud se desvanecerá como la niebla matutina. 20 años de vida perderás en una noche y solo la sangre podrá romper esta maldición.

Don Rodrigo ordenó que la echaran a golpes y mientras la arrastraban fuera, la anciana reía de forma macabra. Esa misma noche, mientras se consumaba el matrimonio, un viento helado recorrió San Gabriel y los perros aullaron hasta el amanecer.

Meses después, doña Ángela entró en labor de parto. La partera del pueblo, doña Josefa, fue llamada con urgencia. El parto duró horas y los gritos de doña Ángela se escuchaban hasta la plaza del pueblo. Finalmente, al amanecer, nació una niña a la que llamaron Concepción.

Esa misma noche, mientras don Rodrigo celebraba el nacimiento de su primogénita con sus amigos más cercanos, sintió un dolor agudo en el pecho. Se miró en el espejo y quedó horrorizado. Su rostro, joven y vigoroso, había envejecido de forma repentina. Arrugas profundas surcaban su piel. El cabello negro azabache se había vuelto gris y sus manos mostraban las manchas propias de un hombre de 50 años.

Los sirvientes, aterrorizados, corrieron a buscar al médico del pueblo, don Augusto Villaseñor, quien al ver a don Rodrigo quedó estupefacto. —Es imposible —murmuró mientras examinaba al hacendado—. He visto enfermedades extrañas, pero jamás algo como esto.

La noticia del repentino envejecimiento de don Rodrigo se esparció por San Gabriel como pólvora. Algunos decían que era un castigo divino por su crueldad con los indígenas; otros que era obra del diablo. Pero los más viejos del pueblo recordaron las palabras de la anciana y comprendieron que la maldición había comenzado.

Tres años habían pasado desde el nacimiento de Concepción. Don Rodrigo, que ahora aparentaba 50 años a pesar de tener solo 34, se había vuelto un hombre amargado y temeroso. Su comportamiento hacia los indígenas que trabajaban en su hacienda se había vuelto aún más cruel, como si quisiera vengarse por la maldición que pesaba sobre él.

Doña Ángela, quien amaba profundamente a su hija, vivía aterrorizada, no por la apariencia envejecida de su esposo, sino por la forma en que este miraba a la pequeña Concepción. En sus ojos había un odio silencioso, una culpa que le carcomía el alma.

Una tarde, mientras la niña jugaba en el jardín de la hacienda, don Rodrigo la observaba desde la ventana de su despacho.

—Es hermosa, ¿no es cierto? —dijo doña Ángela entrando silenciosamente. —Es la causa de mi desgracia —respondió él sin apartar la mirada de la niña—. Cada vez que la veo, recuerdo lo que me ha costado. —No es culpa suya, Rodrigo. Es solo una niña inocente. —¿Inocente? —Don Rodrigo se volvió hacia su esposa con rabia—. Esa vieja me condenó a envejecer por cada hija que tuviera y tú, en vez de darme un hijo varón, me diste a ella.

Doña Ángela se estremeció. A pesar de los tres años transcurridos, aún no había vuelto a quedar embarazada y esto aumentaba la frustración de su esposo. Las noches en la hacienda Mendoza se habían vuelto tensas y silenciosas.

Esa misma noche, doña Ángela fue a la iglesia del pueblo a confesarse con el padre Joaquín, un sacerdote joven recién llegado de España. Le contó sobre la maldición y sobre el miedo que sentía por su hija.

—Lo que describes, hija mía, no es obra de Dios —dijo el padre Joaquín después de escucharla—. Pero tampoco creo que sea una maldición. Hay enfermedades extrañas que pueden causar un envejecimiento prematuro. Quizás tu esposo sufre de alguna dolencia desconocida. —Pero, padre, ¿cómo explica que ocurriera justo después del nacimiento de Concepción y la profecía de la anciana? —Las coincidencias existen y el miedo puede hacernos creer en cosas que no son reales —respondió el sacerdote—. Te recomiendo que busques la ayuda de un médico de la Ciudad de México. Allí hay hombres de ciencia que podrían explicar lo que le ocurre a tu marido.

Doña Ángela salió de la iglesia con el corazón un poco más ligero. Quizás el padre Joaquín tenía razón y lo que le ocurría a su esposo tenía una explicación científica. Decidió que convencería a don Rodrigo de viajar a la Ciudad de México para consultar a los mejores médicos. Sin embargo, al regresar a la hacienda, encontró a su esposo en un estado de agitación extrema. Acababa de recibir una carta de su primo en Guadalajara informándole que la anciana indígena había sido vista en la ciudad preguntando por la familia Mendoza.

—Esa bruja sigue viva —gritó don Rodrigo arrojando la carta al fuego—. No descansará hasta vernos destruidos. Debemos encontrarla antes de que sea demasiado tarde.

El invierno de 1838 llegó con lluvias torrenciales que inundaron los campos de la hacienda Mendoza. Los caminos se volvieron intransitables, aislando a San Gabriel del resto del mundo. En la hacienda, doña Ángela había anunciado su segundo embarazo, noticia que llenó de júbilo y terror a don Rodrigo a partes iguales.

—Esta vez debe ser un varón —repetía constantemente mientras acariciaba su cabello, ahora completamente gris. Sus manos, cubiertas de manchas y venas prominentes, temblaban ligeramente. A sus 38 años, su cuerpo mostraba la decrepitud de un hombre de 70.

Una noche, mientras la tormenta azotaba con furia los ventanales de la hacienda, alguien llamó a la puerta principal. Martín, el mayordomo, fue a abrir y se encontró con una joven indígena empapada por la lluvia. Llevaba un niño pequeño en brazos envuelto en un rebozo deshilachado.

—Busco a don Rodrigo Mendoza —dijo la mujer con voz firme, a pesar de estar tiritando de frío. Martín dudó, pero finalmente la hizo pasar al recibidor. —Espere aquí —le dijo—. Iré a informar al patrón.

Don Rodrigo bajó las escaleras con dificultad, apoyándose en un bastón de caoba con empuñadura de plata. Al ver a la joven, su rostro se contrajo en una mueca de disgusto.

—¿Quién eres y qué quieres a estas horas? —preguntó con brusquedad. —Me llamo Sitlali. Soy nieta de Yaretsi, la anciana a quien usted humilló hace años —respondió la joven sin bajar la mirada—. He venido porque ella está muriendo y desea hablar con usted. Don Rodrigo palideció. —¿Dónde está esa bruja? —En una choza a las afueras del pueblo. No le queda mucho tiempo. —¿Y por qué habría yo de ir a ver a quien me ha maldecido? —escupió don Rodrigo. —Porque ella conoce la forma de romper la maldición —respondió Sitlali, meciendo suavemente al niño que comenzaba a llorar—. Solo ella puede liberarlo antes de que nazca su segundo hijo.

El hacendado se quedó paralizado. Durante años había buscado a la anciana sin éxito y ahora ella lo mandaba llamar en su lecho de muerte. ¿Sería una trampa? ¿O realmente existía una forma de romper la maldición?

—Iré al amanecer —decidió finalmente—. Ahora tú y tu hijo pueden pasar la noche en las habitaciones de los sirvientes. Martín, asegúrate de que estén secos y alimentados.

Esa noche, don Rodrigo no pudo dormir. Se levantó varias veces para mirar por la ventana, observando cómo la tormenta amainaba lentamente. En una de esas ocasiones vio a Sitlali en el jardín, de pie bajo la lluvia, mirando hacia la habitación donde dormía la pequeña Concepción, ahora de 7 años.

Al amanecer, don Rodrigo ordenó que prepararan su caballo. Doña Ángela, con el rostro pálido por el embarazo, intentó disuadirlo. —No confío en esa mujer, Rodrigo. Podría ser una trampa. —Es mi única esperanza —respondió él, besando la frente de su esposa—. Si existe una forma de romper esta maldición, debo intentarlo.

Sitlali lo esperaba en el patio sin el niño. —Lo he dejado al cuidado de una de sus sirvientas —explicó—. El camino es difícil y no conviene que venga con nosotros.

Cabalgaron durante una hora por senderos embarrados, alejándose del pueblo hacia las montañas. Finalmente llegaron a una choza miserable construida con ramas y barro, casi oculta entre la vegetación. —Es aquí —dijo Sitlali desmontando—. Mi abuela lo espera dentro.

Don Rodrigo entró a la choza con el corazón acelerado. El interior estaba iluminado por unas pocas velas que desprendían un aroma dulzón. En un rincón, sobre un petate, yacía la anciana Yaretsi. Su rostro, aún más arrugado que la última vez que la vio, mostraba una serenidad inquietante.

—Rodrigo Mendoza —dijo la anciana con voz débil, pero clara—, has envejecido. La maldición cumple su propósito. —He venido como pediste —respondió él, intentando controlar el temblor de su voz—. Tu nieta dice que conoces la forma de romper la maldición. Yaretsi sonrió mostrando sus encías casi sin dientes. —Sí, existe una forma, pero el precio es alto, Mendoza, tan alto como el que mi pueblo pagó por tu codicia y la de tus antepasados.

La choza olía a hierbas secas y a enfermedad. Don Rodrigo se mantuvo de pie, negándose a sentarse en el suelo embarrado, a pesar de que sus piernas envejecidas apenas podían sostenerlo. —Habla ya, vieja —exigió—. ¿Cuál es el precio para romper tu maldición?

Yaretsi cerró los ojos un momento, como si estuviera reuniendo fuerzas. Cuando los abrió, su mirada penetrante atravesó a don Rodrigo como una daga. —La maldición se romperá cuando la sangre de un Mendoza sea derramada voluntariamente para salvar a un hijo de mi pueblo —dijo con voz pausada—. No hablo de muerte, sino de sacrificio. Un Mendoza deberá renunciar a lo que más ama por uno de los nuestros. Don Rodrigo frunció el ceño. —Hablas con acertijos, vieja. Sé clara. —Tu hija Concepción está destinada a casarse con mi bisnieto —continuó Yaretsi—, el niño que Sitlali trajo consigo. Si aceptas esta unión y entregas la mitad de tus tierras como dote, la maldición se romperá. Si te niegas, no solo seguirás envejeciendo con cada hija que nazca, sino que tus hijos varones nacerán muertos.

El hacendado sintió que la sangre le hervía. —Jamás. Mi hija no se casará con un indio. Prefiero envejecer mil años antes que mezclar mi sangre con la tuya. Yaretsi sonrió débilmente. —Ya lo has hecho, Mendoza. Tu abuelo violó a mi hija y de esa unión nació un niño. La sangre de los Mendoza ya corre por las venas de mi familia. Tu orgullo te ciega. Don Rodrigo retrocedió horrorizado. —Mientes. Eso es imposible. —Pregúntale a tu padre antes de morir. Él lo sabía. Por eso intentó matarnos a todos para borrar su vergüenza.

El hacendado salió tambaleándose de la choza. Afuera, Sitlali lo esperaba con expresión serena. —¿Qué has decidido? —preguntó. —Nada. Tu abuela delira. No hay trato posible —respondió don Rodrigo, montando a su caballo con dificultad.

Durante el camino de regreso, permaneció en silencio, rumiando las palabras de Yaretsi. “¿Sería posible que su abuelo hubiera engendrado un hijo con una indígena? De ser así, ¿quién era ese hijo? ¿Estaría aún vivo?”

Al llegar a la hacienda, encontró a doña Ángela en el jardín, bordando junto a Concepción. La niña había crecido hermosa, con los ojos grandes y oscuros de su madre y la piel clara de los Mendoza. Verla jugando ajena a la maldición que pesaba sobre su padre, provocó en don Rodrigo un nudo en la garganta.

Esa noche, mientras cenaban en silencio, Martín entró apresuradamente al comedor. —Patrón, la indígena y su hijo han desaparecido —anunció—. Y con ellos el collar de diamantes de la señora. Don Rodrigo golpeó la mesa con furia. —Lo sabía. Todo era una trampa para robarnos. Prepara a los hombres, Martín. Saldremos a buscarlos al amanecer. —No será necesario, señor —respondió el mayordomo con expresión sombría—. Encontramos esto en la habitación donde dormían. Le entregó un papel doblado. Don Rodrigo lo abrió con manos temblorosas. Era una carta escrita en una caligrafía perfecta, impropia de una indígena.

Rodrigo, Cuando leas esto, ya estaremos lejos. No me llevo el collar por codicia, sino como pago justo por lo que tu familia le debe a la mía. El niño que viste es hijo de tu hermano Manuel, quien me amó en secreto antes de que lo enviaras a España. Él no sabe de su existencia y así seguirá siendo hasta que yo lo decida. La oferta de mi abuela sigue en pie. La maldición puede romperse. Tienes hasta la próxima luna llena para decidir. Sitlali.

La habitación comenzó a dar vueltas alrededor de don Rodrigo. Su hermano Manuel, a quien había enviado a España hacía 5 años para alejarlo de “una mala influencia” que nunca quiso nombrar, había tenido un hijo con Sitlali. De ser así, el niño era un Mendoza, un mestizo, pero con sangre de la familia.

—¿Qué ocurre, Rodrigo? —preguntó doña Ángela, preocupada por la palidez de su esposo. —Nada que deba preocuparte —respondió él guardando la carta en su bolsillo—. Vete a descansar. El bebé necesita que estés tranquila.

Esa noche, mientras todos dormían, don Rodrigo bajó a la bodega de la hacienda, donde guardaba los documentos familiares más antiguos. Entre papeles amarillentos y cartas olvidadas encontró el diario de su abuelo, don Sebastián Mendoza. Con manos temblorosas lo abrió y comenzó a leer a la luz de una vela.

Las páginas del diario de don Sebastián Mendoza exhalaban un aroma a papel viejo y secretos enterrados. Don Rodrigo pasó horas leyendo, sintiendo cómo cada palabra confirmaba las revelaciones de Yaretsi y Sitlali. Su abuelo, en efecto, había violado a varias mujeres indígenas durante la expansión de sus tierras. Una de ellas, la hija de Yaretsi, había dado a luz a un niño que fue abandonado en las puertas de un convento en Guadalajara.

“Que Dios me perdone”, había escrito don Sebastián en una entrada fechada en 1789. “He mandado seguir al niño, es idéntico a mí. Los frailes lo han llamado Antonio y le han dado el apellido Santos. Crecer sin saber su verdadero origen será su penitencia por la sangre indígena que corre por sus venas.”

Don Rodrigo cerró el diario aturdido. Antonio Santos. El nombre le resultaba familiar. Tras hurgar en su memoria recordó que uno de los comerciantes más prósperos de Guadalajara se llamaba así. Un hombre de unos 60 años, respetado por todos, que ocasionalmente visitaba San Gabriel para hacer negocios.

—Es él —murmuró para sí mismo—. Mi tío bastardo.

Al amanecer, exhausto pero decidido, don Rodrigo llamó a Martín. —Necesito que envíes un mensaje urgente a don Antonio Santos en Guadalajara —ordenó—. Dile que requiero su presencia en la hacienda por un asunto de suma importancia. —¿Don Antonio, el comerciante? —preguntó Martín sorprendido—. Creí que usted no simpatizaba con él. —Las circunstancias han cambiado —respondió secamente don Rodrigo—. Y prepara también mi caballo. Voy a visitar al padre Joaquín.

La iglesia de San Gabriel estaba vacía a esa hora temprana. El padre Joaquín barría el atrio cuando vio llegar a don Rodrigo, encorvado sobre su caballo. —Don Rodrigo, ¿qué lo trae por aquí tan temprano? —preguntó el sacerdote, ayudándolo a desmontar. —Necesito su consejo, padre —respondió el hacendado—, y su discreción absoluta.

Dentro de la iglesia, don Rodrigo le contó todo. La maldición, la visita de Sitlali, las revelaciones del diario de su abuelo y la propuesta de Yaretsi para romper el maleficio. El padre Joaquín escuchó en silencio, con el rostro cada vez más grave. Cuando don Rodrigo terminó su relato, el sacerdote se persignó lentamente.

—Lo que me cuenta, don Rodrigo, va más allá de mi comprensión como hombre de Dios —dijo finalmente—. Pero si lo que dice es cierto, su familia ha cometido graves pecados contra los indígenas de estas tierras. Quizás lo que usted llama maldición no sea más que la justicia divina manifestándose. —¿Me está diciendo que debo aceptar la propuesta de la vieja? ¿Permitir que mi hija se case con un mestizo y entregar la mitad de mis tierras? —Le estoy diciendo que debe buscar la reconciliación y la justicia —respondió el padre Joaquín con firmeza—. Si su hermano Manuel amó a esa mujer, Sitlali, y tuvo un hijo con ella, ese niño es su sobrino, sangre de su sangre. Negarle su lugar en la familia sería perpetuar el ciclo de odio y resentimiento. Don Rodrigo guardó silencio, incapaz de rebatir la lógica del sacerdote. —Además —continuó el padre Joaquín—, si lo que busca es romper la maldición antes del nacimiento de su segundo hijo, el tiempo apremia. Doña Ángela dará a luz en menos de un mes. —Si nace otra niña… —la voz de don Rodrigo se quebró—. No sobreviviré a otro envejecimiento como el primero. —Entonces, con más razón debe considerar la propuesta de Yaretsi —respondió el sacerdote—. Pero no por miedo, sino por justicia.

Don Rodrigo regresó a la hacienda con el alma turbada. Al entrar en su despacho, encontró a doña Ángela revisando los libros de cuentas, una tarea que había asumido desde que las manos temblorosas de su esposo ya no podían sostener la pluma con firmeza.

—¿Dónde has estado, Rodrigo? —preguntó ella sin levantar la vista de los libros—. Martín dijo que saliste al amanecer. —Fui a la iglesia —respondió él, dejándose caer pesadamente en un sillón—. Y he invitado a don Antonio Santos a visitarnos. Doña Ángela levantó la mirada sorprendida. —¿El comerciante de Guadalajara? ¿Por qué? —Porque es mi tío —respondió don Rodrigo, decidiendo que era momento de compartir la verdad con su esposa—, el hijo bastardo de mi abuelo con una indígena.

Durante los días siguientes, don Rodrigo apenas salió de su despacho. Pasaba horas revisando documentos antiguos, escrituras de tierras y cartas familiares. Doña Ángela, después de la revelación sobre don Antonio Santos, observaba a su marido con una mezcla de preocupación y cautela. Una tarde, mientras doña Ángela bordaba en el jardín vigilando a Concepción, llegó un mensajero de Guadalajara. Don Antonio Santos aceptaba la invitación y llegaría en tres días.

—¿Qué pretendes con todo esto, Rodrigo? —preguntó doña Ángela esa noche mientras se preparaban para dormir. Su vientre abultado se movía ocasionalmente con las patadas del bebé. —Justicia —respondió él simplemente—. O al menos un intento de ella.

Don Rodrigo había tomado una decisión. Dividiría sus tierras en tres partes. Una para Concepción, otra para el bebé que estaba por nacer y la tercera para el hijo de Manuel y Sitlali. No era exactamente lo que Yaretsi había propuesto, pero esperaba que fuera suficiente para aplacar la maldición.

El día que don Antonio Santos llegó a la hacienda, el cielo amaneció despejado después de semanas de lluvia. Era un hombre alto y distinguido, con el cabello blanco perfectamente peinado, y ojos oscuros que recordaban inquietantemente a los de don Sebastián Mendoza. A pesar de sus más de 60 años, se movía con la agilidad de un hombre mucho más joven.

—Don Rodrigo —saludó con una leve inclinación—. Su invitación me sorprendió gratamente. Nunca habíamos tenido oportunidad de conversar en profundidad. —Le agradezco que haya venido, don Antonio —respondió don Rodrigo, indicándole que pasara a su despacho—. Tengo asuntos importantes que discutir con usted.

Una vez a solas, don Rodrigo fue directo al grano. Le mostró el diario de don Sebastián y le reveló la verdad sobre su origen. Don Antonio escuchó sin mostrar sorpresa. Cuando don Rodrigo terminó, sonrió ligeramente. —Siempre lo supe —dijo con voz serena—. Los frailes que me criaron me lo revelaron cuando cumplí 18 años. Me dijeron que era hijo de don Sebastián Mendoza y una mujer indígena llamada Xóchitl. —¿Y nunca intentó reclamar su parte de la herencia? —preguntó don Rodrigo atónito. —¿Para qué? Construí mi propio camino, mi propio legado. No necesitaba las migajas de un hombre que jamás me reconoció como hijo.

Don Rodrigo sintió una punzada de admiración por aquel hombre que, a pesar de haber sido negado por su propia sangre, había prosperado y se había ganado el respeto de todos. —Le he hecho venir porque necesito su ayuda, don Antonio —dijo finalmente—. Estoy buscando a una mujer llamada Sitlali y a su hijo, que es hijo de mi hermano Manuel. Don Antonio arqueó una ceja. —Conozco a Sitlali. Es una mujer extraordinaria, educada por las monjas de Santa María de Gracia en Guadalajara. Trabaja como traductora para los comerciantes que hacen negocios con las comunidades indígenas. —¿Sabe dónde puedo encontrarla? —Posiblemente. Pero antes de decírselo, don Rodrigo, debo preguntarle cuáles son sus intenciones hacia ella y el niño.

Don Rodrigo le explicó entonces la maldición, su encuentro con Yaretsi y la propuesta para romperla. Don Antonio escuchó con atención, sin interrumpir. —Las viejas creencias de nuestro pueblo tienen poder, don Rodrigo —dijo cuando el hacendado terminó su relato—. No porque sean magia o brujería como ustedes los españoles piensan, sino porque nacen de una comprensión profunda de la justicia y el equilibrio natural. —¿Cree entonces que la maldición puede romperse? —Como dijo Yaretsi, creo que la reconciliación y la restitución siempre abren caminos de sanación —respondió don Antonio—. Si está dispuesto a reconocer al hijo de su hermano y a entregarle la parte de tierras que le corresponde por derecho, yo puedo arreglar un encuentro con Sitlali.

Dos días después, don Antonio regresó a la hacienda con Sitlali y su hijo, un niño de 5 años llamado Tomás. El parecido con Manuel era innegable. Tenía los mismos ojos verdes y la barbilla prominente de los Mendoza, aunque su piel era más oscura y su cabello negro y lacio como el de su madre. Don Rodrigo los recibió en el salón principal con doña Ángela a su lado. Concepción jugaba en el jardín, ajena a la importancia de aquella reunión.

—Sitlali —comenzó don Rodrigo con voz firme—, he reflexionado sobre nuestra conversación y la propuesta de tu abuela. Estoy dispuesto a reconocer a Tomás como hijo de mi hermano y por tanto como un Mendoza. Le entregaré una tercera parte de mis tierras cuando cumpla la mayoría de edad. Sitlali observó al hacendado con una mezcla de sorpresa y desconfianza. —¿Y cuál es el precio de esta generosidad repentina? —Ninguno —respondió don Rodrigo—. Solo te pido que consideres la posibilidad de que cuando sean mayores, Tomás y mi hija Concepción puedan conocerse. Lo que suceda después dependerá enteramente de ellos.

Sitlali miró a su hijo, que observaba todo con curiosidad infantil, y luego a don Antonio, quien asintió imperceptiblemente. —Acepto —dijo finalmente—, pero con una condición: quiero que el reconocimiento de Tomás y la entrega de tierras queden escriturados ante notario hoy mismo. —Así será —aseguró don Rodrigo.

Esa misma tarde, don Rodrigo envió a buscar al notario de San Gabriel. En presencia de don Antonio, Sitlali y doña Ángela, firmó los documentos que reconocían a Tomás como hijo legítimo de Manuel Mendoza y le otorgaban una tercera parte de las tierras de la hacienda.

Esa noche, mientras todos dormían, don Rodrigo sintió un dolor agudo en el pecho, similar al que había experimentado la noche del nacimiento de Concepción. Se miró en el espejo aterrorizado, esperando ver cómo su rostro envejecía aún más. Pero en lugar de eso vio algo extraordinario. Algunas de sus arrugas parecían haberse suavizado y su cabello, aunque seguía siendo gris, tenía un brillo renovado. —La maldición… —murmuró incrédulo—. Está comenzando a romperse.

La luna llena iluminaba el valle de San Gabriel cuando doña Ángela sintió las primeras contracciones. Don Rodrigo, que había estado vigilando el sueño de su esposa, llamó inmediatamente a doña Josefa, la partera, y envió a un mozo a buscar también al doctor Villaseñor. —Esta vez será diferente —murmuró para sí mismo mientras esperaba en el pasillo afuera de la habitación donde doña Ángela comenzaba su labor de parto—. Esta vez debe ser diferente.

Sitlali, que se había quedado en la hacienda a petición de doña Ángela, apareció silenciosamente a su lado. —La abuela Yaretsi murió anoche —dijo sin preámbulos—. Sus últimas palabras fueron para usted. Don Rodrigo la miró sorprendido. No había esperado esta noticia y menos en ese momento. —Dijo: “Dile a Mendoza que la sangre limpia la sangre, pero solo el amor rompe las cadenas” —continuó Sitlali—. Creo que entiendo lo que quiso decir. La maldición no se romperá completamente solo con la restitución de tierras o el reconocimiento de Tomás. Hace falta algo más.

Un grito de doña Ángela interrumpió la conversación. Don Rodrigo se estremeció recordando el parto de Concepción y el envejecimiento que siguió. —¿Qué más puedo hacer? —preguntó con desesperación—. He reconocido a tu hijo. Le he dado tierras. He aceptado la posibilidad de una unión futura con mi hija. —No es suficiente hacer lo correcto por miedo, don Rodrigo —respondió Sitlali—. Debe hacerlo por amor. Amor a su familia, amor a la justicia, incluso amor a aquellos a quienes su familia ha dañado.

Don Rodrigo quiso responder, pero otro grito de doña Ángela lo dejó paralizado. La puerta de la habitación se abrió y doña Josefa asomó la cabeza con el rostro perlado de sudor. —Don Rodrigo, la señora lo llama. Dice que no dará a luz si usted no está a su lado.

El hacendado entró en la habitación con paso vacilante. Doña Ángela yacía en la cama con el rostro contorsionado por el dolor. Al ver a su esposo, extendió una mano temblorosa hacia él. —Rodrigo —dijo con voz entrecortada—, si es una niña, prométeme que la amarás igual que a Concepción… prométeme que no la culparás por la maldición.

Don Rodrigo tomó la mano de su esposa y la besó. En ese momento, mirando los ojos suplicantes de doña Ángela, comprendió las palabras de Yaretsi. El miedo a envejecer, el rencor hacia los indígenas, la vergüenza por los secretos familiares… todo eso lo había encadenado tanto como la maldición misma. —Te lo prometo, Ángela —dijo con voz firme—, sea niña o niño, lo amaré con todo mi corazón. Y juro que nunca más un Mendoza hará daño a los pueblos indígenas de estas tierras.

En ese preciso instante, doña Ángela dio un último grito desgarrador y el llanto de un bebé llenó la habitación. Doña Josefa cortó el cordón umbilical y envolvió al recién nacido en una manta antes de entregárselo a don Rodrigo. —Es una niña, patrón —anunció la partera, observando con aprensión el rostro del hacendado—. Una niña hermosa y sana.

Don Rodrigo miró a su segunda hija, con su cabello negro y su piel rosada. Era perfecta. Sin pensar en la maldición, sin pensar en el envejecimiento que podría sufrir esa noche, la acunó contra su pecho y sonrió. —Se llamará Esperanza —dijo con voz quebrada por la emoción—, porque eso es lo que me ha devuelto hoy: esperanza.

Sitlali, que observaba desde la puerta, asintió con una sonrisa leve. —La abuela estaría satisfecha —murmuró.

Esa noche, mientras doña Ángela y la pequeña Esperanza dormían, don Rodrigo permaneció despierto, esperando sentir el dolor que anunciaría un nuevo envejecimiento. Las horas pasaban y nada ocurría. Cuando los primeros rayos del sol entraron por la ventana, don Rodrigo seguía siendo el mismo hombre de apariencia septuagenaria que había sido el día anterior. No había envejecido más, pero tampoco había rejuvenecido.

Confundido, salió al jardín donde encontró a Sitlali, sentada bajo un ahuehuete, amamantando a su hijo Tomás. —No he envejecido —dijo don Rodrigo sentándose junto a ella con dificultad—. Pero tampoco he recuperado mi juventud. —La maldición se ha detenido, pero el daño ya hecho no puede deshacerse por completo —respondió Sitlali—. Así es la justicia, don Rodrigo. Las consecuencias de nuestros actos permanecen, pero podemos evitar crear nuevas heridas. —¿Y mis hijas? ¿Estarán libres de la maldición cuando tengan sus propios hijos? —Si las crías para que respeten a nuestro pueblo, si les enseñas la verdadera historia de los Mendoza y si mantienes tu juramento de que nunca más un Mendoza hará daño a los indígenas, entonces sí, la maldición habrá terminado con tu generación.

Don Rodrigo asintió lentamente. No era el resultado que había esperado, pero era justo. Viviría el resto de sus días con el cuerpo envejecido prematuramente como recordatorio constante de los pecados de su familia. —Sitlali —dijo después de un largo silencio—, quiero pedirte algo más. —¿Qué cosa, don Rodrigo? —Quédate en la hacienda. Enséñanos a respetar a tu pueblo, a conocer sus costumbres y su sabiduría. Ayúdame a criar a mis hijas para que sean mejores que sus antepasados. Sitlali miró al hacendado con sorpresa. —¿Estás seguro? Los vecinos hablarán. Un Mendoza conviviendo con indígenas como iguales. —Que hablen —respondió don Rodrigo con firmeza—. Ya es hora de que las cosas cambien en San Gabriel.

Los años siguientes trajeron cambios profundos a la hacienda Mendoza y a todo San Gabriel. Don Rodrigo, fiel a su palabra, comenzó a implementar mejoras en las condiciones de vida y trabajo de los indígenas que laboraban en sus tierras. Les pagaba salarios justos, construyó escuelas para sus hijos y les permitió cultivar parcelas para su propio beneficio.

Sitlali se había instalado en una casa cercana a la hacienda principal, donde vivía con Tomás y con don Antonio Santos, quien había decidido trasladar parte de sus negocios a San Gabriel. Entre los tres habían establecido un puente entre dos mundos que por generaciones habían estado separados por el odio y la desconfianza.

Concepción, que ahora tenía 12 años, y Esperanza, de 5, crecían en un ambiente muy diferente al que don Rodrigo había conocido en su infancia. Aprendían español y náhuatl. Conocían las tradiciones indígenas tanto como las españolas y jugaban con los niños del pueblo sin distinciones de origen o clase. Tomás, por su parte, se había convertido en un muchacho inteligente y curioso. A sus 10 años ya mostraba un talento especial para los negocios, heredado quizás de su tío abuelo, don Antonio, pero también tenía la sensibilidad artística de su madre y pasaba horas tallando figuras en madera o dibujando los paisajes del valle.

Una tarde de primavera de 1846, mientras don Rodrigo observaba a los tres niños jugar en el jardín, sintió una presencia a su lado. Era doña Ángela, quien a sus 31 años seguía siendo una mujer hermosa, aunque las preocupaciones y el clima de Jalisco habían dejado algunas líneas finas en su rostro. —¿En qué piensas, Rodrigo? —preguntó, sentándose junto a él en el banco de piedra. —En lo mucho que ha cambiado todo —respondió él tomando la mano de su esposa—. Y en lo que no ha cambiado.

Don Rodrigo, a sus 43 años, seguía atrapado en el cuerpo de un anciano. Su cabello era completamente blanco, su espalda estaba encorbada y sus manos nudosas y manchadas temblaban constantemente. A pesar de estos achaques físicos, su mente permanecía lúcida y su determinación inquebrantable.

—He estado pensando —continuó—, en escribir la verdadera historia de los Mendoza, no para glorificar a nuestra familia, sino para que las generaciones futuras conozcan nuestros errores y aprendan de ellos. Doña Ángela asintió. —Es una buena idea, pero ¿estás seguro de querer revelar todos los secretos familiares? —La verdad, por dolorosa que sea, es mejor que las mentiras que han envenenado nuestra sangre por generaciones —respondió.