El olor a papel viejo y polvo acumulado llenó los pulmones de los hombres en el instante preciso en que el mazo atravesó la pared de ladrillos coloniales. Era una tarde sofocante de junio de 1889, siete meses después de que la Ley Áurea hubiera abolido la esclavitud en Brasil, y la Fazenda Boa Esperança finalmente comenzaba a revelar secretos que debían haber permanecido enterrados para siempre.

Los nuevos propietarios, una familia de comerciantes de Río de Janeiro que había comprado la propiedad en una subasta judicial tras la quiebra de los antiguos dueños, decidieron reformar la casa principal. Aquella imponente construcción necesitaba ser modernizada para los nuevos tiempos de la República. La biblioteca se transformaría en comedor, y para ello era necesario derribar algunos muros internos.

Fue el maestro de obras, un italiano llamado Giuseppe, quien notó la extrañeza. La pared de la biblioteca que daba al fondo de la casa sonaba demasiado hueca. La estructura no coincidía con el plano original. Cuando la primera capa de ladrillos cedió, una corriente de aire frío escapó, trayendo un olor a muerte antigua y tiempo estancado.

Giuseppe ordenó abrir más la pared. A medida que los ladrillos caían, revelaron un compartimento secreto: una especie de calabozo de tres metros de largo por dos de ancho, con el techo tan bajo que un hombre no podía estar de pie. No había ventanas ni ventilación. Las paredes de piedra bruta mostraban manchas oscuras y arañazos profundos grabados en el mortero, como si alguien hubiera intentado, en vano, cavar una salida.

Y allí, en el rincón más distante, cubierto por una espesa capa de polvo, yacía algo que helaría la sangre de cualquiera. Pero lo que encontraron era solo el fin de una historia de horror que había comenzado 17 años antes, en 1872, cuando una joven esclava de 19 años llamada Rita desapareció misteriosamente de la fazenda. Estaba embarazada de ocho meses cuando se desvaneció.

Para entender ese descubrimiento, es preciso volver a 1870, al mercado de esclavos de Ouro Preto.

Rita tenía solo 16 años cuando fue arrancada de todo lo que conocía. Vio cómo su madre, que había gritado su nombre hasta quedar ronca, era silenciada a golpes mientras las separaban para siempre. Rita, con sus ojos negros profundos y su piel color canela, fue comprada por el coronel Álvaro Vasconcelos, propietario de la Fazenda Boa Esperança.

El coronel era un hombre gordo y calculador, producto típico del sistema esclavista. Su esposa, Doña Cecília, era una mujer de ojos fríos que había aprendido el arte de ver sin mirar las atrocidades que ocurrían bajo su propio techo. Años más tarde, ella sería la arquitecta de uno de los crímenes más atroces de la región.

Rita fue llevada a la fazenda y arrojada a las senzalas (barracones de esclavos). Allí conoció a Leonor, una mujer mayor que se convirtió en su mentora, y a Tomás, un carpintero de 21 años. Entre Rita y Tomás nació un amor imposible, comunicado en miradas furtivas y encuentros secretos bajo las estrellas, soñando con quilombos y libertad.

Pero el coronel Álvaro había notado a Rita. Una noche de marzo de 1871, el capataz Inácio la despertó y la llevó a la biblioteca de la casa principal, la misma sala que años después revelaría su tumba. El coronel la esperaba. A pesar de las súplicas, las lágrimas y la lucha desesperada de Rita, él la violó, llamando incluso al capataz para que la sujetara.

Leonor la encontró después, rota en cuerpo y alma, y la limpió en silencio. Tres semanas después, llegó la certeza que dolía más que cualquier latigazo: Rita estaba embarazada del coronel.

Leonor, conocedora de las hierbas traídas de África, le preparó un té amargo para interrumpir el embarazo. “Bebe”, le susurró. Rita sostuvo el cuenco, paralizada. Pensó en su madre, en Tomás, y en la vida inocente que crecía en su vientre. En un movimiento súbito, arrojó el té al suelo.

“No puedo”, dijo con voz firme. “No puedo matar algo que vive. No puedo volverme como ellos”.

Leonor suspiró, sabiendo el infierno que se avecinaba. “Entonces tienes que ser fuerte, porque si Doña Cecília se entera…”

Y Doña Cecília se enteró. Fue una mañana de agosto. La señora de la fazenda, cuyo odio se alimentaba de las infidelidades constantes de su marido, vio el vientre de cinco meses de Rita. Su rostro palideció y luego se encendió de furia.

“¿Cuánto tiempo?”, preguntó con un susurro venenoso. “Cinco meses, señora”.

Doña Cecília abofeteó a Rita con tanta fuerza que la hizo caer de rodillas, con la boca llena de sangre. Desde ese día, la sometió a los trabajos más pesados, esperando que el esfuerzo le provocara un aborto. Pero el bebé resistía.

Tomás, al enterarse, quiso matar al coronel. “Si lo haces, te colgarán”, le suplicó Rita. “Por favor, no me dejes sola”. Tomás la abrazó y le hizo una promesa: “No me importa de quién es este bebé. Si me lo permites, amaré a este niño como si fuera mío”.

Los meses pasaron. En enero de 1872, en el inicio de su noveno mes, los dolores de parto comenzaron en la senzala. Fue un parto largo y agotador. Al amanecer, con el último esfuerzo que pareció arrancarle el alma, Rita dio a luz.

“Es una niña”, dijo Leonor, con la voz cargada de emoción, mientras le ponía a la recién nacida en los brazos.

En ese momento, mirando el rostro arrugado de su hija, Rita sintió un amor tan intenso que eclipsó todo el sufrimiento. Tocó la mejilla suave del bebé. “Helena”, susurró. “Tu nombre es Helena”.

La alegría duró solo unos minutos. La puerta de la senzala se abrió bruscamente, dejando entrar la luz brutal de la mañana. Era el capataz Inácio.

“Doña Cecília quiere ver al bebé”, dijo con voz monótona.

Esa fue la última vez que Leonor, Tomás o cualquier otra persona en la senzala vio a Rita o a su hija Helena. Los susurros decían que había huido, pero Leonor y Tomás sabían la verdad: Doña Cecília había resuelto su “problema”.

Diecisiete años después, en esa tarde de junio de 1889, Giuseppe y sus hombres alumbraron con sus lámparas el rincón más oscuro de aquel calabozo recién descubierto bajo la biblioteca.

El polvo, inmóvil durante casi dos décadas, flotaba en el aire. Allí, en el suelo de tierra, yacía lo que el tiempo había dejado: el esqueleto de una mujer joven, acurrucado en una posición casi protectora. Los profundos arañazos en las paredes de piedra contaban la historia de sus últimos y desesperados momentos, luchando por respirar en la oscuridad, intentando cavar una salida con las uñas rotas.

Y junto a ella, casi envueltos por los restos de su vestido, reposaban los diminutos y frágiles huesos de un recién nacido.

Rita y Helena habían sido encontradas. El crimen de la Fazenda Boa Esperança, sellado tras una pared de ladrillos por orden de Doña Cecília, finalmente había salido a la luz, exigiendo una justicia que, aunque tardía, por fin podía ser contada.