EPISODIO 1: El espejo bajo la cama

Estaba en el baño cuando la vi. Pensaba que estaba sola.
Se sentó en su cama, tarareando una canción extraña, lenta, casi infantil. Luego, sacó algo de debajo del colchón.

Era un espejo ovalado, pequeño, de color rojo sangre, con bordes que parecían huesos retorcidos.
Lo sostuvo entre las manos con una delicadeza ritual, como si fuera algo sagrado.
Y entonces sonrió.
Una sonrisa genuina, amplia, casi feliz.
Pero lo más perturbador fue que parecía estar sonriendo no a su reflejo, sino a algo más.

Yo me quedé paralizado. El corazón me latía tan fuerte que podía escucharlo en mis oídos.
El reflejo del espejo no era completamente claro desde donde me encontraba, pero había algo… algo que no encajaba.
La sensación absurda de que el espejo también me estaba mirando a mí.

Y de repente, ella dejó de sonreír.

Giró lentamente la cabeza hacia la puerta del baño.
No podía haberme visto.
No había forma.

Pero me miró directamente.
O al menos, miró a través de la puerta cerrada como si supiera que yo estaba allí.

Solté la manija de la puerta y abrí el grifo de inmediato, fingiendo que apenas comenzaba a lavarme los dientes. El agua corrió con fuerza. Mis manos temblaban, pero me obligué a respirar con normalidad.

Minutos después, escuché sus pasos suaves dirigiéndose hacia la cocina.
Salí del baño como si nada hubiera pasado.
Ella estaba de espaldas, revolviendo algo en una taza. Su cabello suelto caía como una cortina oscura sobre sus hombros.

—¿Dormiste bien? —preguntó, sin mirarme.

—Sí… supongo —respondí, intentando sonar casual.

—Hoy soñé con un lago —dijo de pronto, como si hablara consigo misma—. Había alguien ahogándose. Intentaba salir, pero el agua era negra.

Pausa. Larga.

—Tenía tu voz.

Me congelé.

—¿Eso soñaste? —logré preguntar.

Ella asintió muy lentamente, sin volverse.


Esa noche no dormí.

Me quedé tumbado en la cama, mirando el techo, escuchando los sonidos de la calle, los ruidos del edificio, el tictac del reloj.
Y sus pasos.

A las 3:07 de la madrugada —lo sé porque miré el celular— escuché su puerta abrirse suavemente.
No salió.
Solo la abrió…
Y la dejó así. Abierta.

Como si estuviera esperando algo.

Yo no fui.
No dije nada.
Me tapé con la sábana hasta el cuello y cerré los ojos con fuerza.

Pero soñé.

Soñé que estaba en su habitación.
Todo estaba oscuro, excepto un punto rojo en el suelo: el espejo.
Me reflejaba. Pero no era yo.

Era ella.
Ella dentro del espejo, con los ojos en blanco y la sonrisa clavada.
Me hablaba sin mover los labios. Y aún así la escuchaba.
Susurraba mi nombre una y otra vez.

Me desperté empapado en sudor.
Y justo cuando me senté para recuperar el aliento, escuché su voz detrás de la puerta de mi cuarto:

—No mires más lo que no puedes entender.

EPISODIO 2: Lo que el reflejo no perdona

—No mires más lo que no puedes entender —dijo Ariel, desde el otro lado de la puerta de mi cuarto.

Su voz no fue un susurro ni una amenaza. Fue algo peor.
Fue una certeza.

No respondí.
Esperé.
Los segundos pasaron pesados, espesos, como si el aire se hubiera convertido en vapor caliente.

Finalmente, escuché sus pasos alejándose. No cerró la puerta de su cuarto. Solo volvió a su cama, como si no hubiera dicho nada.

Pero yo ya no pude dormir.


A la mañana siguiente, ella actuaba como si todo fuera completamente normal.
Cantaba bajito mientras preparaba avena. Llevaba una coleta alta y una blusa de girasoles. Se veía… radiante.

—Buenos días —dijo con una sonrisa.

—Buenos —respondí, sin levantar la mirada del café.

—¿Dormiste bien?

—Sí —mentí, de nuevo.

Ella asintió, como si pudiera oler la mentira. Luego sacó un pequeño cuaderno de su bolso y lo dejó sobre la mesa.

—Hoy es tu día de suerte —dijo.
—¿Por qué?

—Quiero que vengas conmigo. A un lugar especial.

—¿A dónde?

—A donde comenzó todo.


No supe por qué acepté. O tal vez sí: no quería que pensara que tenía miedo, aunque lo tenía. Odiaba esa sensación de caminar sobre cristales, de fingir que todo estaba bien mientras cada parte de mi cuerpo me gritaba que huyera.

Tomamos un autobús. Ariel no dijo mucho en el camino. Solo miraba por la ventana, con ese rostro sereno que siempre parecía ocultar algo.

El lugar al que llegamos no era una casa ni un parque ni una iglesia.
Era una antigua librería, polvorienta, perdida entre calles que ni siquiera sabía que existían en la ciudad. Se llamaba “El Otro Lado”.

Entramos.
Una campana oxidada sonó al abrirse la puerta.

El lugar olía a madera vieja, tinta seca y algo más: metal caliente, como si algo hubiera sido forjado allí dentro.

No había nadie.
Ariel caminó directamente al fondo, detrás de una estantería inclinada. Yo la seguí.

Y allí estaba: una sala oculta, con alfombras raídas, velas apagadas y espejos colgados por todas partes.
Todos cubiertos con telas negras.

—Aquí fue donde la vi por primera vez —dijo Ariel, en voz baja—. En un reflejo. No mío, sino de mi hermana.

—¿Tu hermana?

Ella asintió.

—Murió cuando éramos niñas. Pero nunca se fue del todo.
—¿Qué estás diciendo?

—Los espejos… —Ariel se acercó a uno cubierto— son puertas. Algunas no deberían abrirse. Pero cuando una se abre por error… es difícil cerrarla sin pagar un precio.

Levantó la tela.
El espejo estaba roto, pero aún se podía ver un trozo del reflejo.
Y en ese fragmento… no vi ni a Ariel ni a mí.
Vi una niña, en un cuarto distinto.
Una niña con el cabello mojado y los labios morados.

Y me estaba mirando.

Me alejé de golpe.

—¿Qué es esto?

—El primer error. El mío. El que estoy tratando de arreglar —susurró Ariel.

Me dio la espalda y sacó de su bolso el pequeño espejo rojo. Lo colocó frente al espejo agrietado, como si se estuvieran hablando entre ellos.

—Tú viste más de lo que debías —me dijo sin mirarme—. Ahora tienes que decidir.

—¿Decidir qué?

—Si sigues conmigo… o si te alejas antes de que sea tarde.


No supe qué responder.

No tenía miedo ya.
Tenía curiosidad. Y eso era aún más peligroso.

—¿Y si quiero entender?

Ariel se giró lentamente.
Y por primera vez desde que la conocí… pareció triste.

—Entonces prepárate para perder partes de ti que ni sabías que podías perder.

Episodio 3: El susurro bajo la cama

Aquella noche, la lluvia volvió con fuerza. Las gotas golpeaban las ventanas como si quisieran entrar. El viento se colaba por los huecos de las paredes, y la casa entera parecía crujir como si respirara. Mabel se quedó en silencio en su habitación, abrazando su nueva mochila y mirando fijamente la puerta que chirriaba cada vez que alguien pasaba por el pasillo.

Desde que Vanessa volvió, las cosas se sentían diferentes. No era solo la tensión en el aire o el hecho de que todos parecían susurrar a sus espaldas. Era algo más… algo que se escondía entre las sombras.

Esa noche, mientras intentaba dormir, Mabel oyó un sonido extraño. No venía del pasillo, ni del tejado. Era un susurro… muy bajo… muy cerca.

Maaabel…

Se incorporó de golpe, con el corazón en la garganta. Miró alrededor. La puerta estaba cerrada. Las ventanas también. Pero el susurro volvió, más claro, más largo.

Maaaabel… estoy aquí abajo.

Sus ojos se dirigieron lentamente hacia el borde de la cama. Un escalofrío le recorrió la espalda. Su respiración se aceleró. Algo —o alguien— estaba debajo.

Reuniendo todo su valor, se bajó de la cama, se arrodilló y levantó la colcha lentamente.

Nada.

Solo oscuridad. Pero justo cuando se iba a levantar, una mano pálida y delgada salió disparada, agarrándole la muñeca con una fuerza helada.

Mabel gritó.

La puerta se abrió de golpe y Miss Titi entró con una linterna en la mano. Encontró a Mabel temblando, en el suelo, con la mirada perdida y una marca roja en la muñeca.

—¿Qué pasó, niña? —preguntó con voz preocupada.

Mabel no respondió. Señaló debajo de la cama.

Miss Titi alumbró… pero no había nada.

—Fue… una mano. Me habló. Me agarró —susurró Mabel.

Miss Titi la abrazó con fuerza y le susurró al oído:

—No vuelvas a mirar debajo de la cama cuando llueva, Mabel… Nunca.

La niña la miró con miedo.

—¿Usted también la ha visto?

Pero Miss Titi no respondió.

Solo la abrazó más fuerte… y cerró los ojos.

Afuera, la lluvia seguía cayendo. Y bajo la cama… algo se reía en silencio.

Episodio 4: 

La lluvia golpeaba con suavidad los cristales del aula cuando Mabel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era frío… era algo más. Algo que le decía que ya nada volvería a ser normal.

Desde que encontró aquel cuaderno olvidado en el pupitre de la esquina —el que nadie ocupaba desde hacía años—, cosas extrañas comenzaban a sucederle. A veces, mientras leía sus páginas, sentía que no estaba sola. Otras veces, el cuaderno escribía solo. Palabras que ella no recordaba haber escrito aparecían de repente:
“No confíes en Vanessa.”
“Recuerda el espejo.”
“Él está observando.”

La advertencia sobre Vanessa le heló la sangre. Justo esa mañana, su excompañera —quien había regresado con una sonrisa forzada tras su suspensión— la había invitado a sentarse juntas en el almuerzo. Mabel, desconfiada, se excusó. Y ahora el cuaderno le confirmaba que algo no estaba bien con ella.

Después de clases, Mabel se dirigió a la biblioteca, buscando respuestas. Recorrió los pasillos hasta llegar a la sección más vieja y polvorienta. Allí, entre libros con tapas rotas y páginas amarillentas, encontró un diario escolar de hace veinte años. En la página de accidentes, un nombre resaltaba: Emilia Duarte — desaparecida en circunstancias extrañas.

La foto le hizo soltar el tomo de golpe.

Era la misma chica del cuaderno.

Esa noche, en casa, Mabel se encerró en su habitación y colocó el cuaderno sobre el escritorio. Lo abrió con manos temblorosas. En la primera página, donde antes solo había garabatos sin sentido, ahora se leía claramente:

“Gracias por buscarme. Pero aún no has visto nada.”

La lámpara comenzó a parpadear.

La ventana se abrió sola.

Y del espejo frente a su cama, una figura comenzó a tomar forma…

Episodio 5: El reflejo que no era suyo

El corazón de Mabel latía con tanta fuerza que le dolía. Se quedó paralizada frente al espejo, sin poder apartar la mirada. La figura que emergía del cristal no era su reflejo… era una niña.

Una niña de su edad, con el mismo uniforme del colegio, pero con el rostro pálido, ojeras profundas y el cabello empapado, como si acabara de salir de un lago.
Tenía los labios entreabiertos, y cuando habló, su voz no parecía venir del espejo, sino de dentro de Mabel misma:

—Tú puedes terminar lo que yo no pude.

Mabel retrocedió, tropezando con su mochila. El cuaderno se abrió de golpe sobre el escritorio. En sus páginas, como si alguien lo estuviera escribiendo en ese instante, apareció una frase:

“Todo comenzó en el aula 5C. Bajo la tabla suelta.”

Sin saber por qué, Mabel supo que debía ir allí. Esa noche.

Tomó una linterna, se vistió con su abrigo y salió por la ventana de su habitación. El colegio estaba cerrado, pero ella conocía una forma de entrar: la vieja puerta trasera de la cocina, que a veces no cerraba bien.

Al llegar, todo parecía más oscuro que de costumbre. El silencio era tan profundo que podía oír su propia respiración.

La 5C estaba al final del pasillo del segundo piso. Una vez dentro, dirigió la luz de su linterna al suelo. Las tablas del aula crujieron bajo sus pies. Se agachó y comenzó a golpear con los nudillos, una a una, hasta que una respondió con un sonido hueco.

La levantó.

Debajo, encontró una pequeña caja metálica cubierta de polvo y telarañas. La abrió con cuidado.

Dentro había una fotografía rota por la mitad. En ella aparecían tres niñas abrazadas… y una de ellas era Emilia Duarte.

Las otras dos estaban tachadas con tinta negra.

Junto a la foto había una nota:
“No fue un accidente. Ellas lo sabían.”

Mabel no entendía del todo, pero algo dentro de ella le gritaba que estaba metida en algo muy peligroso. Cerró la caja, la guardó en su mochila y volvió a cerrar la tabla del suelo. Al darse vuelta para salir del aula, se quedó helada.

Vanessa estaba en la puerta.

—¿Qué haces aquí, Mabel? —preguntó, con una sonrisa tan falsa que parecía una máscara—. Creí que ya sabías demasiado…

Y entonces apagó la linterna de un golpe.

Todo quedó en oscuridad.

Y Mabel… desapareció.

Episodio 6: El Espejo Roto

Esa noche, Mabel no pudo dormir. Cada vez que cerraba los ojos, escuchaba las risas que salían del sótano, veía el cuaderno de dibujos temblando en su mochila, y sentía esa mirada… esa presencia que ahora parecía seguirla incluso en sueños.

Al día siguiente, fingió estar enferma y se quedó en casa. Doña Elvira la vigilaba desde la cocina, como si supiera que Mabel planeaba algo. Pero Mabel ya no era la niña silenciosa de antes. Ahora tenía un propósito.

Esperó hasta que la anciana se quedara dormida frente al televisor y bajó las escaleras, esta vez con una linterna y el cuaderno apretado contra el pecho. El sótano olía a humedad y a algo más… algo metálico. Las paredes, cubiertas de dibujos de niños, parecían respirar con vida propia.

En el rincón más oscuro, encontró un espejo viejo, cubierto con una sábana manchada. Lo destapó y su reflejo no le devolvió la mirada. En su lugar, vio a una niña igual a ella… pero con los ojos vacíos.

—¿Quién eres? —preguntó con voz temblorosa.

La niña en el espejo movió los labios: “Tú, pero la que se quedó atrapada.”

Mabel dio un paso atrás, y el espejo crujió. Detrás de ella, una figura apareció: era Samuel, el niño que todos pensaban que se había mudado hace meses. Pero estaba más pálido, más flaco… y tenía marcas extrañas en los brazos.

—¿Tú también lo ves? —susurró él.

Mabel asintió, y Samuel sonrió por primera vez.

—Entonces aún hay tiempo.

Episodio 7: La memoria del cristal

La noche había devorado toda certeza. Mabel y Samuel estaban en el sótano, frente al espejo roto que ya no intentaba ocultar su verdadero rostro. Ahora era claro: no era solo un reflejo. Era una ventana. Y una prisión.

—¿Cuánto tiempo llevas viendo esto? —preguntó Mabel en voz baja.

Samuel no respondía al principio. Solo observaba su reflejo como si esperara que le hablara.

—Desde antes de que desapareciera Emilia —dijo al fin—. Yo la vi entrar aquí. Pensamos que era un juego. Pero no lo era.

—¿Por qué nadie dijo nada?

—Porque los espejos se alimentan del silencio.

Samuel extendió el brazo hacia el cuaderno, que comenzaba a temblar otra vez. Las páginas se pasaban solas, hasta detenerse en una hoja nueva:

“Cuando tres vean lo mismo, se abre la puerta.”

—¿Tres? —susurró Mabel—. ¿Quién falta?

Entonces, la linterna parpadeó. Y en la penumbra apareció Vanessa, mojada por la lluvia, con barro en los zapatos y la misma sonrisa forzada de siempre.

—Hola, Mabel —dijo dulcemente—. Estás por fin donde debías estar.

Samuel dio un paso al frente.

—¿Qué haces aquí?

—Terminar lo que empezó hace veinte años.

Mabel se tensó.

—¿Tú sabías?

—Claro que sí. Siempre lo he sabido. Mi madre… fue una de las tres niñas de la foto. Y me lo dijo todo antes de que muriera.

—¿Qué te dijo? —preguntó Mabel.

Vanessa se acercó al espejo y tocó el borde astillado.

—Que Emilia no se perdió. Fue sacrificada. Para cerrar la grieta.

Samuel se estremeció.

—¿Y ahora?

—Ahora hay otra grieta. Y esta vez, se necesita a alguien con su reflejo roto.

Vanessa levantó una piedra que llevaba en la mochila.

—Lo siento, Mabel.

Mabel gritó cuando la piedra voló hacia el espejo…
…y lo rompió completamente.

Pero en vez de estallar, el espejo absorbió la luz.

El cuarto se oscureció por completo.

Y los tres desaparecieron.

Episodio 8: El lado que no se ve

Silencio.

Oscuridad.

Frío.

Mabel despertó en una habitación que parecía hecha de vidrio empañado. Todo tenía tonos apagados, como si estuviera sumergida bajo el agua. Samuel yacía a su lado, inconsciente, y Vanessa… Vanessa no estaba.

Se puso de pie, tambaleándose. El cuaderno flotaba en el aire, abierto por la mitad. Las palabras se escribían solas:

“Bienvenida al Otro Lado. Aquí, los secretos se convierten en ecos.”

—¿Dónde estamos? —susurró Mabel.

Una voz —no escrita, no hablada— respondió desde todas partes:

—Donde siempre estuviste mirando… sin entender.

Samuel despertó con un jadeo.

—Lo logró. Rompió la barrera.

—¿Quién?

—Vanessa. Pero no sabía que al romper el espejo… también abriría la grieta por completo.

Mabel observó su reflejo en una pared de cristal. No era ella. Era Emilia.

—¿Qué… soy yo ahora?

Samuel le tomó la mano.

—No. Pero estás conectada a ella. A través del cuaderno, del espejo… del miedo. Emilia nunca se fue. Solo quedó atrapada en este lugar… y ahora tú también estás aquí con ella.

De pronto, una figura comenzó a emerger del cristal: Vanessa. Pero algo estaba mal. Su cuerpo parecía derretirse por dentro, como si su alma no pudiera sostenerse en ese plano.

—¡No debía entrar! —gritó Samuel.

Vanessa cayó al suelo. Gritaba, pero no había sonido. Solo movimientos. Como si estuviera atrapada en una pesadilla muda.

Mabel retrocedió, temblando.

Entonces, el cuaderno escribió:

“Solo una puede salir. La que recuerde su verdadero reflejo.”

—¿Qué significa eso? —preguntó Mabel, desesperada.

—Que solo una puede romper el ciclo —respondió Samuel, con los ojos húmedos—. Tienes que encontrar la verdad de lo que ocurrió hace veinte años. Lo que tu reflejo calla.

Mabel cerró los ojos.

Y la vio.

Vio a tres niñas jugando junto al lago.
Vio a Emilia caer, pidiendo ayuda.
Vio cómo las otras dos —una de ellas, la madre de Vanessa— se alejaban corriendo.

No fue un sacrificio.

Fue abandono.

El cuaderno escribió:

“La verdad es la llave. Dila. Dila ahora.”

Mabel abrió los ojos, mirando al cristal.

—Emilia murió sola. No fue un ritual. No fue magia. Fue miedo. Fue silencio.

Una grieta enorme recorrió el suelo.

El espejo tembló. El cuaderno estalló en fuego blanco.

Y luego… todo se iluminó.


Episodio 9: Donde terminan los reflejos

Mabel despertó en su cama.

Era de día.

El sol entraba por la ventana. El cuaderno estaba cerrado sobre su escritorio, chamuscado en las esquinas. No había señal de Samuel. Ni de Vanessa.

Ni del espejo rojo.

Bajó las escaleras. Doña Elvira preparaba café como siempre. La saludó con una sonrisa tranquila.

—¿Dormiste bien, niña?

Mabel no respondió de inmediato.

—Creo… que sí.

Esa tarde, fue a la escuela. Todo parecía normal. Nadie hablaba de desapariciones, ni de espejos, ni de Emilia Duarte.

Pero en la biblioteca, una hoja arrancada de un diario viejo apareció en su casillero. En ella, escrita con la misma tinta roja del cuaderno, solo decía:

“Gracias.”

Mabel sonrió por primera vez en semanas.

Y entonces, justo antes de cerrar su casillero, vio su reflejo en el pequeño espejo al fondo de la puerta.

No era ella.

Era Emilia.

Pero esta vez… le sonreía en paz.

FIN