Margaret Reynolds se enorgullecía de ser una mujer comprensiva y moderna. A sus 63 años, había aceptado los tatuajes de su hijo James, sus viajes de mochilero por el sudeste asiático y, finalmente, su matrimonio con Sophie, una diseñadora gráfica de 29 años, tan talentosa como reservada. Cuando la joven pareja se mudó a su espaciosa casa en las afueras de Londres para ahorrar para su propio piso, Margaret les dio la bienvenida con los brazos abiertos. Entendía que la convivencia requería paciencia y respeto por las peculiaridades de cada uno.

Pero había una peculiaridad, un ritual nocturno de Sophie, que con el tiempo comenzó a erosionar la paciencia de Margaret, transformándola lentamente en una mezcla tóxica de curiosidad y sospecha.

Todas las noches, sin una sola excepción, a eso de las nueve, Sophie se despedía con una sonrisa enigmática y subía al baño de invitados. Segundos después, el sonido de la ducha comenzaba a correr, un torrente constante y monótono que no cesaba durante, al menos, una hora. A veces, hora y media.

Al principio, Margaret lo atribuyó a una elaborada rutina de autocuidado. “Juventud, divino tesoro”, pensaba con una sonrisa indulgente. Tal vez usaba mascarillas capilares exóticas o exfoliantes corporales que requerían tiempo. Ella misma tenía sus pequeños rituales. No era quién para juzgar.

Sin embargo, a medida que los meses se convertían en casi un año, las pequeñas inconsistencias comenzaron a acumularse, formando un mosaico inquietante. La factura del agua se había disparado a niveles astronómicos, algo que su esposo, Arthur, no dejaba de señalar con el ceño fruncido. Cuando Margaret le preguntó a James al respecto, su propio hijo admitió que era extraño. A veces, Sophie salía del baño con el pelo apenas húmedo en las puntas y, lo más raro de todo, nunca llevaba una toalla al cuello o en la cabeza. ¿Quién pasa una hora bajo el chorro de agua para salir prácticamente seca?

Luego estaban los sonidos. Una o dos veces, al pasar por el pasillo de arriba para ir a su habitación, Margaret creyó oír voces. Murmullos apagados, casi imperceptibles, ahogados por el sonido del agua. Se detenía, aguzaba el oído, pero solo oía el torrente constante. Se convencía a sí misma de que era la vieja tubería o su imaginación jugándole una mala pasada. Pero la semilla de la duda ya estaba plantada y comenzaba a germinar en la oscuridad.

El martes por la noche, el destino preparó el escenario perfecto para que esa semilla floreciera en un pánico total. Arthur, su esposo, había salido a su club de bridge semanal y James tenía turno de noche en el hospital donde trabajaba como residente. Margaret estaba sola en casa, acurrucada en su sillón favorito del salón, intentando concentrarse en una novela de misterio. Pero la verdadera intriga se estaba gestando en su propia casa.

A las 9:02 p.m., puntual como un reloj, escuchó el familiar crujido de la puerta del baño al cerrarse en el piso de arriba. Segundos después, el familiar rugido del agua.

Margaret dejó el libro. No podía seguir ignorándolo. El comportamiento de Sophie se había vuelto más furtivo últimamente. La había visto recibir paquetes extraños que escondía rápidamente en su habitación y contestar llamadas en susurros mientras salía al jardín. Su mente, alimentada por meses de sospechas, comenzó a barajar las peores posibilidades. ¿Estaba enferma y lo ocultaba? ¿Tenía problemas de dinero? ¿O la posibilidad más dolorosa de todas… estaba viendo a alguien más? ¿Estaba usando su casa, la casa de su hijo, para una aventura clandestina? La idea era un veneno que se extendía por sus venas.

Después de unos veinte minutos, el patrón del sonido cambió. Ya no era un flujo constante. Eran breves ráfagas de agua, seguidas de segundos de silencio. Y en uno de esos silencios, lo escuchó. Inconfundible. La voz de un hombre. El tono era bajo, urgente, y aunque no podía distinguir las palabras, la cadencia era la de una conversación tensa.

El estómago de Margaret se encogió. Su novela de misterio ya no era ficción. Subió las escaleras de puntillas, cada crujido de la madera vieja sonando como un disparo en el silencio. Su corazón martilleaba contra sus costillas tan fuerte que temía que Sophie pudiera oírlo. Con la respiración contenida, pegó la oreja a la fría madera de la puerta del baño.

Dentro, el agua volvió a correr, pero esta vez pudo oír claramente las voces por debajo. A Sophie, susurrando rápidamente. Una pausa. Luego, la voz del hombre, más profunda y autoritaria. A continuación, escuchó un sonido que no encajaba en absoluto: el roce de algo pesado, como una caja de cartón, siendo arrastrado por el suelo de baldosas.

Eso fue todo. No era una llamada telefónica. El sonido provenía de dentro de la habitación. Sophie estaba escondiendo a un hombre en su baño. Y si eso era cierto, el problema era infinitamente más grave que una factura de agua elevada o una infidelidad. Era un extraño en su casa, y ella estaba sola y vulnerable.

Retrocedió sigilosamente, con las manos temblando tanto que tuvo que apretarlas contra su bata. Entró en su habitación, cerró la puerta con cuidado y cogió el teléfono de la mesilla de noche. Su dedo tembloroso marcó el 999.

Cuando la operadora de emergencias contestó, la voz de Margaret fue un graznido aterrorizado. —Creo… creo que hay un hombre escondido en mi baño con mi nuera. Mi hijo no está en casa, estoy sola. Por favor, tienen que enviar a alguien. Rápido.

En menos de diez minutos, el tranquilo suburbio fue bañado por el resplandor silencioso de luces azules y rojas. Dos agentes uniformados, un hombre y una mujer, estaban en su puerta. Margaret, todavía en pantuflas y con la cara pálida por el miedo, los condujo escaleras arriba, señalando con un dedo tembloroso hacia la puerta del baño, desde donde aún se oía el sonido del agua.

El agente masculino golpeó la puerta con fuerza, haciendo que Margaret diera un respingo. —¡Policía! ¡Abra la puerta ahora mismo! —gritó, su voz retumbando en el estrecho pasillo.

Hubo una pausa abrupta. El sonido de la ducha se cortó de golpe. Luego, la voz de Sophie, sorprendentemente tranquila, aunque con un matiz de tensión. —¡Un momento, por favor!

Los agentes intercambiaron una mirada. La calma de Sophie era, en sí misma, una señal de alarma. Tras unos segundos que parecieron una eternidad, el agente probó el picaporte. Cerrado.

—Señora, abra la puerta inmediatamente o la derribaremos —advirtió, su mano ya en su equipo.

Se escuchó un clic. La puerta se abrió lentamente. Sophie estaba allí, parada en el umbral. Para el asombro de Margaret, estaba completamente vestida con jeans y una camiseta. Su pelo estaba perfectamente seco. La pequeña habitación estaba húmeda y llena de vapor, sí, pero Sophie parecía no haber tocado una gota de agua. La cortina de la ducha, con un estampado de patos de goma que James tenía desde niño, estaba corrida.

—¿Qué sucede? —preguntó Sophie, sus ojos yendo de los policías a su suegra con una expresión de desconcierto calculado.

Los agentes no respondieron. La apartaron con cuidado y entraron en el baño. Con un movimiento rápido, el agente corrió la cortina de la ducha.

Margaret contuvo el aliento, esperando ver a un amante semidesnudo o a un intruso peligroso. Pero lo que encontraron no tenía ningún sentido.

Dentro de la bañera no había ningún hombre. En su lugar, había una extraña instalación: una pila de cajas de archivo de cartón, una pequeña mesa plegable de camping, y sobre ella, varios sobres grandes y sellados, cuidadosamente dispuestos. En la jabonera, un pequeño altavoz negro impermeable seguía reproduciendo un bucle de grabaciones de voces masculinas tenues.

Margaret se quedó mirando la escena, su mente incapaz de procesar la incongruencia. —¿Qué… qué demonios es esto?

Sophie tragó saliva, el color desapareciendo de su rostro al darse cuenta de la gravedad de la situación. —Es trabajo. Por favor… déjenme que se lo explique.

Los agentes, al ver que no había peligro inmediato, se relajaron visible-mente, pero su expresión seguía siendo severa. Retrocedieron, dándole a Sophie espacio para hablar.

Explicó, con voz temblorosa, que trabajaba a distancia para una agencia de publicidad. Pero que, para complementar sus ingresos, había aceptado algunos proyectos freelance. Uno de ellos, explicó, era para el lanzamiento de un producto altamente confidencial para un cliente en el extranjero. El contrato exigía una privacidad absoluta. Afirmó haber estado usando el baño como un espacio insonorizado improvisado, ya que el sonido del agua corriente, combinado con las paredes gruesas, impedía que se oyera nada desde fuera.

Margaret estaba atónita, pero una pregunta seguía flotando en el aire. —¿Y las voces de hombres? ¿La conversación?

Sophie dudó, una sombra cruzando sus ojos. —Eran… eran grabaciones. Tomas de voz en off de un actor en Nueva York. Las estaba usando para sincronizar las animaciones de un vídeo. El altavoz es impermeable, por si se mojaba.

Los oficiales, tras confirmar que no se estaba cometiendo ningún delito, hicieron una anotación y se marcharon, dejando tras de sí un silencio denso y cargado. La tensión entre Margaret y Sophie era ahora tan palpable que se podía cortar con un cuchillo. La vergüenza de Margaret por haber llamado a la policía luchaba contra la sensación persistente de que Sophie no estaba contando toda la verdad.

Los días siguientes, la casa se convirtió en un campo minado emocional. Margaret y Sophie se evitaban, comunicándose a través de sonrisas tensas y monosílabos. Pero las preguntas sin respuesta atormentaban a Margaret. ¿Qué tipo de trabajo requería tanto secretismo? ¿Por qué ocultárselo a la familia con la que vivía?

Una noche, fue James quien, finalmente, rompió el punto muerto. Habiendo escuchado ambas versiones de la historia, confrontó a Sophie en su habitación. Bajo la presión de su marido, Sophie se derrumbó.

La verdad era mucho más complicada y peligrosa de lo que Margaret había imaginado.

Sí, había estado trabajando como freelance. Pero su cliente no era una empresa de productos. Era un periodista de investigación independiente que estaba a punto de publicar una serie de reportajes explosivos sobre una red de corrupción corporativa que involucraba a políticos de alto nivel. Sophie, con su experiencia en diseño gráfico y edición de vídeo, había sido contratada para editar y encriptar pruebas de vídeo confidenciales: grabaciones secretas, documentos filtrados, testimonios de testigos protegidos.

Tenía pánico de que si alguien descubría en qué estaba trabajando, incluso sus bienintencionados suegros, podría ponerlos a todos en un peligro mortal. No sabía en quién confiar. El agua corriente no era solo para insonorizar. Era una coartada. Si alguien hubiera estado espiando la casa, o si algún dispositivo de escucha hubiera sido plantado, solo detectarían a alguien tomando una larga ducha, no editando material sensible. Las grabaciones de voz eran un doble engaño, una capa extra de distracción.

Cuando James le contó la verdad a Margaret, la mujer sintió una oleada de vergüenza, seguida de una profunda admiración. Se dio cuenta de que lo que había confundido con engaño era, en realidad, un acto de protección feroz. Sophie no solo estaba protegiendo a su cliente; estaba protegiéndolos a ellos.

Al final, el incidente se convirtió en un secreto familiar guardado bajo llave. Margaret se disculpó profusamente, y Sophie, al ver el genuino arrepentimiento en sus ojos, finalmente la perdonó. La crisis había forjado un nuevo tipo de vínculo entre ellas, basado en un respeto mutuo a regañadientes.

Pero para Margaret, esa noche siempre sería un recordatorio escalofriante. La noche en que una inocente “ducha larga” casi se convirtió en una investigación criminal, y en la que descubrió que la nuera tranquila y reservada que vivía bajo su techo era, en realidad, una mujer con un coraje que ella nunca habría podido imaginar.