La silla de ruedas atada con alambre

Yo soy maestro, y en tantos años de dar clases he visto de todo: niños que esconden la tristeza detrás de bromas, familias que hacen milagros con lo que tienen, y pequeños gestos que cambian vidas.
Pero lo de Martín… eso no lo voy a olvidar jamás.

Cada mañana, cuando abría la puerta del aula, él estaba ahí, empujando con esfuerzo una silla de ruedas vieja, oxidada, que parecía más un artefacto de otro siglo que una ayuda para moverse. Los costados estaban sujetos con alambres retorcidos, como si alguien hubiera intentado mantenerla viva a la fuerza. Los tornillos bailaban, las ruedas se tambaleaban, y el asiento amenazaba con ceder en cualquier momento.

Cada vez que avanzaba, la silla emitía un chirrido agudo, metálico, que hacía que todos se volvieran a mirarlo. Y siempre, sin excepción, alguien soltaba un comentario cruel.
—¡Profe, escuche! —gritaba un chico desde el fondo—. ¡Parece carrito de feria!
Las risas explotaban en el salón como una bofetada invisible.

Martín bajaba la cabeza, apretaba los labios y fingía no escuchar. Yo, desde mi escritorio, lo observaba con el corazón encogido. Podía reprender a los burlones, y lo hacía, pero había algo más profundo ahí: la herida no era sólo por las risas, sino por la costumbre de vivir así… como si no hubiera otra opción.

Una tarde, cuando todos se fueron, me acerqué.
—Martín, ¿puedo revisar tu silla? —pregunté.
Él me miró, desconfiado.
—¿Para qué, profe? Igual… sirve.
—Sirve, sí. Pero no como vos merecés. Déjame verla.

Me agaché y pasé la mano por el metal frío. Estaba corroído, frágil. El respaldo apenas se sostenía. No entendía cómo esa silla seguía entera.
—¿Quién te la arregla cuando se rompe? —pregunté.
—Mi abuelo —respondió en voz baja—. Con alambre… porque no tenemos plata para otra.

Sus palabras fueron como un golpe seco.

Esa noche, sin pensarlo demasiado, después de llevarlo a su casa, cargué la silla en el baúl del auto. No le dije nada a nadie. Fui directo a lo de mi cuñado, que es mecánico, y cuando vio el estado de la silla se quedó en silencio.
—¿Qué es esto? —preguntó finalmente.
—La dignidad de un chico —le respondí.

Trabajamos hasta la madrugada. Ajustamos cada tornillo, enderezamos las ruedas, reforzamos el asiento con madera nueva y acolchado firme. Cuando estuvo lista la estructura, tomé un pincel y pinté los bordes de azul, el color favorito de Martín.
Mi cuñado, que pocas veces se emociona, se secó los ojos disimuladamente.
—Quedó fuerte como un tanque.
—No —dije—. Quedó fuerte como unas alas.

Al día siguiente llegué antes que todos. Coloqué la silla en el centro del aula, esperando que él la viera. Cuando Martín entró, venía empujando otra aún más vieja, prestada, porque la suya no estaba. Se detuvo de golpe.
—¿Es… mi silla? —susurró.
—Es tuya. Pero ahora ya no necesita alambres.

Se acercó con pasos tímidos, acarició la pintura brillante y el respaldo nuevo. Sus manos temblaban.
—Profe… ¿usted hizo esto?
—No yo. Lo hicimos todos los que creemos que merecés algo mejor.

Martín se sentó. Empujó una rueda. La silla avanzó suave, sin chirridos, sin trabas. Dio una vuelta entera por el salón, erguido, con una sonrisa que no le había visto nunca.

El aula quedó en silencio… hasta que, inesperadamente, el chico que más se burlaba comenzó a aplaudir. Otro lo siguió. Y otro. En segundos, todos estaban de pie, aplaudiendo a Martín como si acabara de cruzar una meta importante.

Él levantó la vista, orgulloso, y dijo algo que me dejó sin palabras:
—Profe, es la primera vez que me miran… sin lástima.

Ese día no sólo rodó con libertad. Ese día, aunque siguiera sentado, se levantó.