En el invierno de 1942, miles de soldados alemanes avanzaban confiados a través de las llanuras

heladas del Frente Oriental. Llevaban meses empujando al Ejército Rojo hacia el este, acumulando victoria tras

victoria. Esa mañana, cuando sus binoculares enfocaron un grupo de figuras andrajosas caminando entre la

nieve con las manos en alto, sonrieron. más prisioneros soviéticos, fáciles,

indefensos, o eso pensaron durante los últimos 30 segundos de sus vidas. Lo que

sucedió en los siguientes 15 minutos destrozó un batallón completo de la wech y cambió para siempre la forma en que

los alemanes veían a su enemigo, porque aquellos no eran prisioneros rindiéndose. Era una trampa mortal

ejecutada con una precisión tan brutal que haría que los comandantes nazis reconsideraran cada metro de territorio

que creían haber conquistado. 7,000 soldados alemanes aprenderían demasiado

tarde que subestimar al soldado soviético era firmar su propia sentencia de muerte. Esta es la historia de como

el exceso de confianza se convirtió en una masacre, de como la arrogancia alemana se topó con la ferocidad

desesperada de un enemigo que ya no tenía nada que perder y de como un solo día de combate demostró que la guerra en

el este no seguiría las reglas que la Wermch había impuesto en Europa occidental. Retrocedamos 6 meses. Junio

de 1942. La operación Barbarroja había arrancado un año atrás con un éxito devastador

para las fuerzas alemanas. 3 millones de soldados de la Wermch habían cruzado la frontera soviética en la invasión

terrestre más grande de la historia humana. Ciudad tras ciudad caía. Millones de soldados soviéticos eran

capturados. Los generales alemanes medían su avance no en kilómetros, sino en cientos de kilómetros. Moscú había

resistido milagrosamente el invierno anterior, pero ahora, en el verano, la máquina de guerra alemana rugía

nuevamente hacia el sur, hacia el Cáucaso, hacia el petróleo que alimentaría la conquista total. Los

soldados alemanes habían desarrollado un patrón. Rodeaban unidades soviéticas,

las bombardeaban hasta quebrar su moral y luego observaban como oleadas de soldados del Ejército Rojo emergían con

las manos levantadas. A veces eran cientos, otras veces miles. La

propaganda nazi había martillado en sus mentes que el soldado soviético era inferior, mal entrenado, pobremente

equipado, carente del espíritu guerrero germánico. Y la evidencia parecía confirmar esa narrativa. Las bolsas de

cerco producían rendiciones masivas. Los prisioneros llegaban famélicos,

congelados, desesperados. Pero algo estaba cambiando en el Frente Oriental que los mandos alemanes aún no

comprendían completamente. Stalin había dado su orden más famosa y más brutal, ni un paso atrás. El orden número 227

transformó la naturaleza de la guerra. Retirarse era traición. Rendirse era

traición. Las familias de los desertores serían arrestadas. Los comisarios

políticos patrullaban las líneas traseras con órdenes de disparar a cualquiera que retrocediera. El ejército

rojo se había convertido en algo diferente, algo más peligroso que 6 meses atrás, un ejército sin opción de

retirada. Y ahí estaba el problema que la WMCH estaba a punto de descubrir de la forma más sangrienta posible. Cuando

un soldado no puede retirarse, cuando la captura significa la muerte de su familia, cuando entre rendirse y luchar

hasta el último cartucho no hay diferencia en el resultado final, ese soldado se convierte en el enemigo más

letal que existe, uno dispuesto a cualquier cosa. Septiembre de 1942.

Las afueras de Stalingrado. La batalla que definiría la guerra estaba comenzando a devorar hombres como un

molino insaciable. Pero a 150 km al noroeste, en un sector del frente considerado tranquilo por los estándares

del frente oriental, una división de la WMCH se preparaba para lo que sus oficiales describieron en sus diarios

como operación de limpieza rutinaria. Inteligencia alemana había identificado lo que parecía ser una bolsa de

resistencia soviética aislada. Quizás 2000 hombres, posiblemente menos,

cortados de sus líneas de suministro, sin refuerzos posibles, rodeados por fuerzas alemanas superiores. El

comandante del batallón alemán, un veterano de Polonia y Francia, convocó a sus oficiales y trazó el plan bombardeo

de artillería al amanecer. Avance de infantería desde tres direcciones. Para

el mediodía esperaba procesar prisioneros y estar bebiendo café caliente en el pueblo que los soviéticos

habían estado defendiendo. Lo que no sabían era que aquella bolsa soviética no estaba aislada por accidente. Era el

anzuelo de una trampa meticulosamente planeada por un comandante soviético cuyo nombre la historia olvidaría, pero

cuya estrategia se estudiaría en silencio durante décadas en las academias militares. El comandante

soviético había comprendido algo fundamental sobre la psicología de la Wermchete en 1942.

Su éxito los había vuelto predecibles. Veían grupos de soldados soviéticos y automáticamente calculaban rendición

masiva. Veían posiciones defensivas débiles y asumían colapso inminente. Su

confianza se había convertido en su punto ciego, así que diseñó su trampa con precisión quirúrgica. 2000 soldados

ocuparían las posiciones visibles, aparentando ser una fuerza aislada, pero escondidos en los bosques circundantes,

en búnkeres subterráneos cavados durante semanas, en granjas abandonadas con techos reforzados, esperaban otros

6,000: ametralladoras pesadas, morteros, francotiradores

y algo más, soldados entrenados específicamente en combate cuerpo a cuerpo, muchos de ellos veteranos que

habían sobrevivido los cercos del año anterior y ardían con sed de venganza. La noche antes del ataque alemán, el

comandante soviético reunió a sus hombres. No hubo discursos grandilocuentes sobre la madre patría,

no hubo promesas de gloria. Les dijo exactamente lo que les esperaba. Mañana

muchos de ustedes morirán, pero llevaremos a miles de fascistas con nosotros. Ellos creen que somos

prisioneros esperando rendirnos. Les mostraremos lo que somos realmente.

El amanecer llegó con el rugido de la artillería alemana. Los proyectiles destrozaron las posiciones defensivas

exteriores exactamente como estaba planeado. Los alemanes observando a través de sus binoculares, vieron lo que

esperaban ver. Fortificaciones colapsando, figuras huyendo en desorden. Lo que no vieron fueron los miles de

ojos observándolos desde posiciones ocultas, dedos en gatillos, esperando la señal. El bombardeo cesó. Un silencio

extraño descendió sobre el campo de batalla, roto solo por el crujir de la nieve bajo las botas de miles de

soldados alemanes avanzando en formación. Iban confiados, casi relajados. Algunos incluso hablaban

entre ellos, haciendo apuestas sobre cuántos prisioneros tomarían. Tenían todas las razones para estar confiados.