Una niña muda, un dibujo con una X roja y veintitrés motos que destaparon un secreto enterrado

Una niña que no podía hablar me entregó un dibujo hecho con  ceras donde había marcado el lugar exacto donde estaba enterrado el cuerpo de su hermana.

No tendría más de seis años. Tal vez siete. Vestido rosa sucio. El pelo enredado, sin ver un cepillo desde hacía días.

Y esos ojos. Ojos desesperados, aterrados, que gritaban lo que su voz no podía decir.

Ya se había acercado a tres familias. Cada una había apartado a sus hijos de ella, como si la niña fuera un peligro.

Cuando la vi caminar hacia mi  moto, apretando un papel arrugado entre los dedos, estuve a punto de arrancar el motor y marcharme.

Me quedaban casi quinientos kilómetros antes de que anocheciera. Los hermanos me esperaban para una ruta solidaria.

Pero hubo algo en la forma en que me miró, como si yo fuera su última esperanza, que me hizo girar la llave y apagar la moto.

Me puso el dibujo en la mano. Lo desdoblé.

Era un mapa.

Un mapa infantil, con árboles, una casa y una X marcada en rojo.

Encima de la X, con letras temblorosas: “MI HERMANA ESTÁ AQUÍ”. Debajo: “ÉL LA PUSO AQUÍ ANOCHE”.

Pero lo que había en la parte de abajo fue lo que me cortó la respiración.

“DIJO QUE SI LO CUENTO…”

He visto muchas cosas en mis sesenta y cuatro años. Accidentes en la carretera. Noches eternas en la ambulancia. Treinta años como técnico sanitario. Cuarenta rodando con la asociación de moteros solidarios “Hijos del Asfalto”. Pero nada me preparó para lo que esa niña me mostró aquel día.

El área de servicio estaba en una nacional cualquiera, de esas que usan sobre todo camioneros y casi ninguna familia. Mesas de picnic llenas de grafitis. Baños que parecían no haberse limpiado desde los años noventa. De esos sitios donde paras solo cuando no tienes otra opción.
Juegos familiares
Yo estaba llenando mi botella de agua cuando la vi por primera vez. Un cuerpecito con un vestido rosa mugriento, andando de persona en persona. Tiraba suavemente de la ropa de la gente, intentaba enseñar algo, y luego los veía alejarse. Ni un sonido. Ni una palabra.

Una mujer con dos niños incluso salió corriendo de ella. Agarró a los críos y caminó rápido hacia su coche, como si la niña llevara encima una enfermedad contagiosa.

Eso debería haber sido mi primera señal de que algo iba muy mal.

La pequeña se quedó en medio del área de servicio, con los hombros temblando. No hacía ruido, pero estaba claramente sollozando. Entonces me vio. Un tipo de metro noventa, casi ciento diez kilos, chaleco de cuero lleno de parches de rutas benéficas, barba canosa hasta el pecho. La mayoría de los niños se habrían asustado.

Ella caminó directamente hacia mí.

De cerca vi los moratones. Marcas de dedos en sus brazos. Un corte casi cicatrizado en el labio. Su vestido no solo estaba sucio: era evidente que llevaba días, quizá semanas, con la misma ropa. Sus pies descalzos, llenos de rasguños y pequeñas heridas.

Me alzó el papel. Me lo empujó contra el pecho. Sus ojos suplicaban.

Lo tomé. Lo abrí.

El dibujo estaba hecho con ceras. Roja, negra y marrón. Una casa con una ventana rota. Árboles alrededor. Un cobertizo a la izquierda. Y allí, detrás del cobertizo, una X marcada en rojo. Las palabras “MI HERMANA ESTÁ AQUÍ” escritas encima.

Y, abajo, la frase completa:

“ÉL LA PUSO AQUÍ ANOCHE. DIJO QUE SI LO CUENTO ME PONE AQUÍ A MÍ TAMBIÉN”.

Miré a la niña. Señalé el dibujo.
—¿Tu hermana?

Asintió.

—¿Está…? —no fui capaz de terminar la frase.

La niña hizo un gesto. Dedo cruzando el cuello. Luego me agarró la mano con fuerza. Señaló el dibujo otra vez. Después apuntó con el brazo hacia la carretera. En la dirección de donde yo venía.

Unos kilómetros antes había pasado junto a una casa abandonada. Ventanas rotas. Árboles alrededor. Un pequeño cobertizo a la izquierda.

Dios mío.

Metí la mano en el bolsillo para sacar el móvil y llamar a emergencias. La niña se volvió loca. Negó con la cabeza con desesperación. Me agarró la muñeca. Empujó el teléfono hacia abajo. Me señaló de nuevo el dibujo. Había algo que yo no había visto. En una esquina, un muñeco de palitos con una placa en el pecho.

Un policía. El hombre que la había hecho daño era policía.

O al menos eso creía ella. O eso le había dicho él.

La niña sacó otra cosa del bolsillo. Una foto. Gastada, doblada. Dos niñas. Una era ella. La otra, un poco más mayor, quizá ocho o nueve años. Hermanas. Felices. Antes de la pesadilla.

Tomé una decisión. Saqué el móvil. Pero no para llamar al número de urgencias.

—¿Tomás? Soy Marcos. Os necesito a ti y a los hermanos en el área de servicio de la nacional, donde paramos a veces. Ahora. Sin preguntas. Y, Tomás… trae a todos. Esto es de vida o muerte.

La niña me miraba. Seguía muda. Seguía aterrada. Pero en sus ojos apareció algo más. Esperanza.

Me agaché, quedando a su altura.
—¿Cómo te llamas, cielo?

No pudo contestar. Claro. Era muda. Pero señaló una etiqueta cosida en el vestido, tan descolorida que casi no se leía.

—“Lili” —leí en voz baja—. Vale, Lili. Yo soy Marcos. Y voy a ayudarte.

Quince minutos después, el silencio del área lo rompió un trueno de motores. Veintitrés  motos grandes entraron casi al mismo tiempo. Los Hijos del Asfalto, la asociación de moteros solidarios, al completo. Tomás, Luis el Grande, Doc y otros hermanos. Las pocas familias que quedaban allí recogieron sus cosas y se marcharon rápido.

Le enseñé el dibujo a Tomás. Su cara cambió.

—Doc —llamó—. Échale un vistazo a la niña.

Doc no era médico de bata blanca, pero había trabajado años en ambulancias y en rescate. Se arrodilló frente a Lili, con una delicadeza infinita. Ella le dejó mirar los moratones y los cortes. Su mandíbula se iba tensando más y más.

—La han maltratado —dijo al fin—. Varias veces. Estos moratones son de distintos días. Alguien lleva haciéndole daño mucho tiempo.

—¿Avisamos a la policía ya? —preguntó Luis el Grande.

Le enseñé el dibujo y el muñeco con la placa.
—Tal vez no todavía.

Tomás estudió el mapa infantil.
—Esa casa caída que vimos viniendo, ¿no? La que está como a cinco kilómetros, medio escondida entre los árboles.

—Eso creo.

—Puede ser una trampa. Puede ser una broma macabra. Puede ser un juego de enfermos.

Miré a Lili. Ahora se aferraba a mi pierna. Temblando.

—Mírala, Tomás. Esto no es ningún juego.

Tomás asintió, serio.
—Luis, tú y unos cuantos más os quedáis aquí controlando la entrada. Si viene alguien —policía o no— lo entretenéis. Doc, te quedas con la niña. Los demás venís con nosotros a la casa.

Lili volvió a ponerse como loca. Se agarró a mi chaleco. Negaba con la cabeza.

—Ella viene con nosotros —dije—. Es la única que sabe el sitio exacto.

—Marcos…

—Viene, o voy solo.

Tomás soltó un suspiro.
—Está bien. Pero va contigo. Y si esto se tuerce…

—No se va a torcer.

La casa estaba exactamente donde la recordaba. Alejada de la carretera, oculta entre árboles. La ventana rota igual que en el dibujo de Lili. El cobertizo a la izquierda.