El reloj marcaba las 11:47 de la noche. Magdalena Torres empujó la puerta del

camerino. Juan Gabriel estaba solo frente al espejo. Ella sacó el cuchillo,

pero en ese preciso instante todo se ralentizó. El segundo se volvió minuto.

Su respiración se volvió visible en el aire. Como si hiciera frío en pleno junio. El reflejo en el espejo comenzó a

cambiar. Apareció un tercer rostro que no estaba en la habitación. Un hombre

joven, de barba oscura, ojos infinitamente tristes, pero llenos de amor. Juan Gabriel no lo veía. Magdalena

no podía moverse y ese hombre en el espejo movió los labios. Yo sé por qué viniste, pero hay otra forma. Cuando

Magdalena parpadeó, él estaba de pie junto a Juan Gabriel, real como la vida

misma. Vestía una camisa blanca simple y un pañuelo rojo al cuello. Sus pies

estaban descalzos. Juan Gabriel se volteó sobresaltado al ver a un extraño en su camerino privado, pero el hombre

levantó la mano con calma, una mano que tenía una extraña cicatriz circular en la palma y sonríó con una ternura que

ninguno de los dos había experimentado jamás en sus vidas complicadas. Para entender esa noche del 15 de junio de

1995, hay que retroceder exactamente 19 años.

Era febrero de 1976 cuando Magdalena Torres Ramírez, una

joven de 23 años recién llegada de Zacatecas a la Ciudad de México, compró

su primer boleto para ver a Juan Gabriel en el teatro Blanquita. Había ahorrado durante 3 meses de su salario como

secretaria en una oficina de gobierno para poder pagar los 50 pesos que

costaba el asiento en la última fila del segundo piso. Magdalena vivía en un cuarto rentado en la colonia Doctores,

compartiendo baño con otras cinco inquilinas, comiendo tortillas con sal la mayoría de los días para poder

ahorrar cada centavo. Su madre en Zacatecas le había advertido, “Hija, la

Ciudad de México te va a tragar. Quédate aquí, cásate con algún muchacho del

pueblo. Pero Magdalena había soñado con algo más grande que el pueblo polvoriento donde nació. Había soñado

con las luces de la capital, con oportunidades, con una vida diferente. Lo que no sabía era que esa noche de

febrero cambiaría completamente el rumbo de su existencia, de una manera que

nadie podría haber predicho. Juan Gabriel subió al escenario del teatro Blanquita, vestido con un traje azul

cielo brillante con lentejuelas que capturaban cada rayo de luz. Tenía 26

años y ya era una estrella en ascenso meteórico. Su voz llenó el teatro con No

tengo dinero y todo el público se puso de pie. Magdalena, desde su asiento en

la última fila del segundo piso, sintió que algo se rompía dentro de su pecho.

No era solo admiración por un artista talentoso, era algo más profundo, más

visceral, más peligroso. Cuando Juan Gabriel cantó, se me olvidó otra vez.

Magdalena lloró sin poder controlarse. Las palabras de la canción parecían escritas específicamente para ella, para

su soledad en esta ciudad gigante e indiferente, para su corazón, que anhelaba ser visto por alguien, por

cualquiera. Durante dos horas olvidó que era invisible. Durante dos horas,

mientras Juan Gabriel cantaba mirando hacia el público, Magdalena se convenció de que él la estaba viendo a ella

específicamente, que cada canción era un mensaje personal, que existía una

conexión especial entre ellos, que trascendía la barrera física entre el escenario iluminado y la oscuridad del

teatro repleto de miles de personas, gritando y aplaudiendo. Después de ese

concierto, Magdalena regresó a su cuarto rentado y no pudo dormir en toda la

noche. Se quedó acostada en su estrecho catre, mirando el techo manchado de humedad, reproduciendo mentalmente cada

momento del espectáculo. Al día siguiente, gastó parte de su presupuesto semanal de comida en comprar el

periódico El Universal y recortó cuidadosamente el pequeño artículo sobre el concierto. Lo pegó en la pared junto

a su cama con cinta adhesiva. Era el inicio de lo que se convertiría en una colección obsesiva que duraría casi dos

décadas. Semana tras semana, mes tras mes. Magdalena compraba cada revista que

mencionaba a Juan Gabriel. Memín, Alarma, Fotonovelas, TV y novelas,

cualquier publicación que tuviera, aunque fuera una pequeña fotografía de él. Cuando salía un disco nuevo,

ahorraba durante semanas para poder comprarlo. No un cassette pirata del tianguis, como hacían sus compañeras de

trabajo, sino un cassette original de la tienda de discos Mixup en la zona rosa.

Cada cassette era colocado cuidadosamente en una caja de zapatos que guardaba debajo de su cama, como si

fueran joyas invaluables o reliquias sagradas de una religión personal y secreta. En 1978,

Magdalena consiguió un trabajo mejor pagado como recepcionista en un hotel de tercera categoría cerca del aeropuerto.

El sueldo era casi el doble, pero las horas eran terribles. Turnos rotativos

que incluían noches completas sin dormir. No le importaba. El dinero extra significaba que podía ir a más

conciertos. Y lo hizo. Ese año. Vio a Juan Gabriel siete veces. En 1979.

nueve veces. En 1980, nueveces se cuando él llenó el Auditorio

Nacional por primera vez, Magdalena estuvo presente en cuatro de las cinco noches consecutivas. Desarrolló un

sistema sofisticado. Compraba los boletos el mismo día que salían a la venta. Hacía fila desde las 4 de la

madrugada si era necesario. Conocía a los revendedores que podían conseguirle

mejores asientos. Poco a poco fue moviéndose de la última fila del segundo piso hacia delante. Para 1985

viendo ya conseguía asientos en la planta baja. Para 1990 viendo estaba en

las primeras 10 filas, siempre vestida de rojo. Su color favorito, el color que

ella creía que Juan Gabriel notaría entre la multitud, siempre en el mismo lado del auditorio. izquierdo desde su

perspectiva, porque había leído en una revista que Juan Gabriel era zurdo y

tendía a mirar más hacia ese lado del escenario durante sus presentaciones. Los años pasaban y la vida de Magdalena

se fue reduciendo a dos elementos, su trabajo en el hotel y Juan Gabriel. No

tenía amigas cercanas. Las compañeras de trabajo la invitaban a salir los fines de semana a bares, a bailar, a conocer

muchachos. Ella siempre decía que no con una sonrisa educada, pero distante. ¿Para qué necesitaba conocer a otros