Un Joven Taquero Salvó a El Chapo de un Retén… Años Después el Cártel Vino por Él

Cuando Mateo Santos le vendió unos tacos de carnitas a un hombre de 45 años con bigote y gorra de béisbol en su puesto callejero de Culiacán, jamás imaginó que acababa de conocer al narcotraficante más buscado del mundo. Y cuando 20 minutos después ayudó a ese mismo hombre a escapar de un retén del ejército, tampoco sabía que ese favor cambiaría su vida para siempre.
Lo que este taquero de 22 años no podía imaginar es que 5 años después ese mismo hombre regresaría a buscarlo y esta vez no sería para pedirle tacos. Y antes de continuar me gustaría saber desde dónde nos están escuchando. México, Estados Unidos, Colombia, España. Déjenlo en los comentarios. Nos encanta saber que estas historias llegan a tantos rincones del mundo.
La noche del 15 de febrero del 2012, Mateo Santos estaba terminando de limpiar su carrito de tacos en la esquina de las calles Revolución y Madero en Culiacán, Sinaloa. Tenía 22 años, el cabello negro siempre despeinado por el vapor de la plancha, las manos manchadas permanentemente con el olor a carne asada y limón. Era delgado, de estatura promedio, con ojos café expresivos que siempre sonreían a los clientes.
Llevaba 4 años vendiendo tacos en esa misma esquina, desde que su padre murió de un infarto y él tuvo que mantener a su madre y a su hermana menor. El puesto de Mateo era conocido en el barrio. Llegaba cada día a las 4 de la tarde y se quedaba hasta las 11 de la noche. Sus tacos de carnitas eran los mejores de la zona.
La carne se deshacía en la boca, las tortillas siempre estaban calientes. La salsa verde tenía el picor exacto. Los trabajadores de la construcción, los empleados de oficina, los estudiantes, todos venían por sus tacos. Mateo conocía a sus clientes regulares, sabía cómo les gustaban sus órdenes. Siempre tenía una sonrisa y una palabra amable para todos.
Esa noche en particular había sido tranquila. Febrero era temporada baja, la gente tenía menos dinero después de las fiestas navideñas. Mateo había vendido apenas 40 tacos en toda la tarde. Cuando lo normal eran 80 o 90. Estaba preocupado porqu
Mientras guardaba las salsas en sus contenedores de plástico, calculaba mentalmente si podría pedir prestado el dinero restante a su tía esperanza o si tendría que trabajar el fin de semana en la construcción con su primo. Eran las 10:30 de la noche cuando llegó el hombre que cambiaría su vida. Era de mediana edad, tal vez 45 años, complexión robusta, pero no gorda, bigote bien cuidado.
Llevaba una gorra de béisbol azul marino y una camisa de manga larga color beige. Sus zapatos eran tenis blancos, limpios, caros, tenía la piel morena curtida por el sol y unas manos que no parecían de alguien que trabajara en oficina. Sus ojos eran lo más llamativo, pequeños calculadores, que escaneaban constantemente todo alrededor antes de fijarse en algo específico.
Análisis de seguridad
“Buenas noches, jefe”, dijo el hombre con voz tranquila, pero segura. “¿Todavía tienes tacos?” Mateo levantó la vista de la plancha que estaba limpiando. “Claro que sí, señor. ¿Qué se va a servir? Dame cuatro de carnitas con todo y que estén bien doraditos.” Había algo en la forma de hablar del hombre que llamó la atención de Mateo.
No era grosero, pero había una autoridad natural en su voz, como alguien acostumbrado a dar órdenes y que las obedezcan sin cuestionarlas. Mateo encendió de nuevo la plancha, puso carne fresca a calentar y comenzó a calentar las tortillas. ¿De por aquí es usted?, preguntó Mateo mientras preparaba los tacos tratando de hacer conversación como siempre hacía con los clientes.
El hombre sonrió levemente. Sí, y no. Digamos que conozco bien estos rumbos. Mientras Mateo preparaba los tacos, notó que el hombre miraba constantemente hacia ambos lados de la calle, como si estuviera esperando algo o alguien. Sus ojos no se quedaban quietos ni un segundo. También notó que llevaba un celular en la mano derecha.
Recetas de tacos
Lo revisaba cada pocos segundos, pero no como alguien que está aburrido revisando redes sociales, sino como alguien que espera una llamada importante. Aquí tiene patrón, dijo Mateo entregando los cuatro tacos perfectamente preparados en un plato de cartón. Son 20 pesos. El hombre sacó un billete de 200 pesos de su bolsillo. Mateo se sorprendió, no tanto por el billete, sino por el fajo de billetes que alcanzó a ver.
Había dinero suficiente ahí para comprar tacos para toda la cuadra durante una semana. Quédese con el cambio”, dijo el hombre tomando el plato. “No, señor, son muchos pesos”, respondió Mateo sacando dinero de su caja para dar cambio. “No importa, los tacos están muy buenos y se ve que los haces con cariño.
” El hombre se sentó en uno de los bancos de plástico que Mateo tenía junto a su carrito y comenzó a comer. masticaba lentamente, saboreando, pero sus ojos seguían escaneando la calle. Mateo siguió limpiando su puesto, pero de vez en cuando miraba a su cliente. Había algo en él que no encajaba del todo. Su ropa era sencilla, normal, pero sus zapatos costaban al menos 2,00 pesos.
Su manera de hablar era educada, pero tenía acento sinaloense marcado. Sus manos estaban bien cuidadas, pero tenía calloso en lugares extraños, como si hubiera trabajado con herramientas pesadas o armas. ¿Cómo te llamas? Le preguntó el hombre mientras comía el segundo taco. Mateo, para servirle. Mateo Santos. ¿Cuánto tiempo llevas aquí, Mateo? 4 años, Señor.
Desde que murió mi jefe, él tenía un puesto de tamales en la otra esquina, pero yo le supe más a los tacos. El hombre asintió. Se nota que le echas ganas. vives cerca a unas cuadras de aquí con mi mamá y mi hermana y estudias o solo trabajas. Mateo se detuvo un momento.
No era común que los clientes hicieran tantas preguntas personales, pero algo en la manera del hombre lo hacía sentir que podía confiar en él. Solo trabajo. Estudié hasta la prepa, pero cuando murió mi papá, alguien tenía que mantener la casa. Mi hermana está en la secundaria. Quiero que ella sí termine sus estudios. El hombre lo miró con algo que parecía aprobación. Eres buen hijo, Mateo.
En ese momento, el celular del hombre sonó. Lo contestó inmediatamente. Bueno, su voz cambió completamente. Ya no era el tono amable con el que había estado hablando con Mateo. Ahora era seco, autoritario. ¿Cuántos? ¿Dónde están seguros? Mateo fingía estar ocupado limpiando, pero no pudo evitar escuchar partes de la conversación.
Supermercados
No, no me muevo de aquí hasta que esté despejado. Sí, entiendo que es urgente, pero no voy a arriesgarme por una pendejada. Ya hablaste con el contacto, que revise bien antes de confirmarme. El hombre colgó y se quedó pensativo. Mateo notó que su actitud había cambiado completamente. Ya no comía con tranquilidad.
Ahora parecía tenso, preocupado. Sus ojos escaneaban la calle con más intensidad. Mateo le dijo el hombre de repente. ¿Has visto algún movimiento extraño por aquí en la noche? Gente que no conoces, carros que pasan muy seguido. La pregunta extrañó a Mateo. Pues, ¿como qué tipo de movimiento, señor? Policías, soldados, carros del gobierno, ¿has visto algo así últimamente? Mateo pensó por un momento.
Pues la verdad no, señor. De vez en cuando pasa una patrulla, pero normal. ¿Por qué pasa algo? Antes de que el hombre pudiera responder, ambos escucharon algo que le celó la sangre. El sonido inconfundible de llantas frenando bruscamente, puertas de vehículos abriéndose de golpe, botas golpeando el asfalto en formación militar. Mateo conocía esos sonidos.
Todo el mundo en Sinaloa los conocía. Era un retén. El hombre se puso de pie inmediatamente, tiró los tacos restantes al suelo y miró hacia ambos extremos de la calle. A dos cuadras hacia el norte, Mateo podía ver las luces rojas y azules de varias patrullas.
Recetas de tacos
Los soldados estaban montando un retén, bloqueando la calle con vehículos militares, checando documentos, registrando carros. madre”, murmuró el hombre entre dientes. Mateo vio el pánico en los ojos de su cliente. Un pánico real, profundo. No el nerviosismo normal de alguien que no trae papeles o que anda haciendo algo menor. Este hombre tenía miedo de verdad.
Y en Sinaloa, cuando un hombre adulto le tiene miedo al ejército, generalmente es porque tiene razones muy serias para tenerlo. “Señor, ¿está usted bien?”, preguntó Mateo. El hombre no respondió. Sacó su celular, marcó rápidamente. El plan se canceló. Hay retén en revolución. No, no puedo salir. Están bloqueando todo el perímetro. Búscame otra salida.
Ya colgó y se quedó parado junto al carrito de tacos, mirando hacia el retén que se acercaba lentamente. Los soldados estaban checando cada vehículo, cada persona que pasaba. Era un operativo grande, no una revisión rutinaria. Mateo entendió en ese momento que su cliente no era un hombre común.
La forma en que hablaba por teléfono, su nerviosismo ante los soldados, la cantidad de dinero que traía, las preguntas que había hecho, todo empezó a tener sentido. Este hombre era alguien que no podía permitirse ser revisado por el ejército. Y entonces, sin saber exactamente por qué, Mateo tomó una decisión que cambiaría su vida para siempre.
Señor”, le dijo en voz baja, “si necesita salirse de aquí, yo lo puedo ayudar.” El hombre lo miró fijamente. ¿Cómo? Conozco esta zona como la palma de mi mano. Sé cómo salir sin pasar por las calles principales, pero tendría que venir conmigo. El hombre dudó por un momento. En sus ojos, Mateo pudo ver que estaba calculando riesgos, opciones, consecuencias.
Finalmente asintió. ¿Qué necesitas que haga? Ayúdeme a guardar todo rápido y lo saco por la parte de atrás del mercado. Hay un callejón que da a la calle Hidalgo. Está a ocho cuadras del retén. Sin hacer más preguntas, el hombre comenzó a ayudar a Mateo a guardar las ollas, las salsas.
Todo el equipo del puesto de tacos. trabajaron en silencio rápidamente, mientras el sonido de las botas militares se acercaba cada vez más. Mateo pudo escuchar a los soldados gritando órdenes, el ladrido de perros, el crujir de los radios. Cuando terminaron de guardar todo, Mateo empujó su carrito hacia un callejón estrecho que corría detrás de los locales comerciales. Era un pasaje que apenas conocían los que vivían en la zona.
Demasiado estrecho para vehículos, pero perfecto para caminar sin ser visto. “Sígueme”, le dijo Mateo al hombre. Y manténgase pegado a las paredes. Caminaron en silencio durante 10 minutos por un laberinto de callejones, patios traseros de casas, espacios entre edificios. Mateo conocía cada piedra, cada hoyo, cada doblez.
Había crecido jugando en esas calles, había corrido por esos callejones miles de veces de niño. El hombre lo siguió sin hacer ruido, moviéndose con una agilidad que sorprendió a Mateo. No era la primera vez que este hombre tenía que moverse en las sombras. Cuando finalmente llegaron a la calle Hidalgo, estaban a una distancia segura del retén. Podían escuchar los ruidos a lo lejos, pero ya no estaban en peligro inmediato.
“Aquí está seguro”, le dijo Mateo. Esta calle da directo a la carretera norte, sin pasar por donde están los soldados. El hombre respiró profundo, como si hubiera estado conteniendo la respiración durante todo el recorrido. “Mateo”, le dijo mirándolo directamente a los ojos, “Me acabas de salvar la vida.” No fue nada, señor.
Cualquiera habría hecho lo mismo. El hombre sonrió, pero era una sonrisa extraña, como si Mateo hubiera dicho algo ingenuo. No, muchacho, no cualquiera. La mayoría de la gente habría fingido que no me conocía en cuanto vio a los soldados. Sacó de su bolsillo un fajo de billetes y le extendió cinco billetes de 500 pesos.
Toma, esto es por los tacos y por la ayuda. Mateo se quedó mirando el dinero. Eran 2,500 pesos, más de lo que ganaba en una semana buena. No puedo aceptar esto, señor. Fue un favor, nada más. No fue un favor, Mateo, fue mucho más que eso. El hombre insistió hasta que Mateo aceptó el dinero.
Recetas de tacos
Luego sacó una tarjeta de su bolsillo, una tarjeta blanca sin nada escrito, excepto un número de teléfono. Si algún día necesitas algo, cualquier cosa, llama a este número y pregunta por Joaquín. No olvides mi nombre. Joaquín. Mateo tomó la tarjeta. Joaquín. Joaquín. ¿Cómo? El hombre sonrió nuevamente. Solo Joaquín se dieron la mano, un apretón firme, serio. Luego Joaquín se alejó caminando hacia la carretera norte, desapareciendo en la oscuridad de la noche.
Mateo se quedó parado en la esquina con el dinero en una mano y la tarjeta en la otra, preguntándose qué acababa de pasar. regresó a su casa esa noche con una sensación extraña en el pecho. Su madre, doña Carmen, lo esperaba despierta como siempre. ¿Qué tal el día, mi hijo? Bien, amá. Mejor de lo que esperaba. Le mostró los 2,500 pesos. Los ojos de doña Carmen se abrieron como platos.
Mateo, ¿de dónde sacaste esto? Un cliente me pagó muy bien. Un señor muy generoso. Su madre lo miró con suspicacia. En Sinaloa, cuando alguien joven aparece de repente con mucho dinero, las madres se preocupan, conocen las tentaciones, conocen los peligros. Un cliente normal, Mateo, no estarás metido en nada malo.
No, mamá, te lo juro por mi papá. Fue un cliente normal. Solo tuve mucha suerte. Doña Carmen no quedó completamente convencida, pero necesitaba el dinero para sus medicamentos. Mateo le dio 400 pesos para la medicina y guardó el resto. Esa noche, acostado en su catre en el cuarto que compartía con su hermana Patricia de 16 años, Mateo no pudo dormir.
daba vueltas en la cama pensando en Joaquín, quién era realmente, por qué tenía tanto miedo de los soldados, por qué cargaba tanto dinero, por qué le había dado una tarjeta con solo un número de teléfono en el fondo, Mateo sabía las respuestas. En Sinaloa, cuando un hombre de 45 años anda solo, carga mucho dinero, huye de los retenes militares y paga 2,500 pesos por unos tacos y un favor, solo hay una explicación posible. Pero Mateo prefería no pensar en eso.
Prefería creer que había ayudado a un hombre de negocios que tenía problemas con sus impuestos o a alguien que tenía una orden de arresto por algo menor. Pero la verdad era que en el fondo de su corazón, Mateo Santos sabía que había ayudado a alguien muy peligroso. Y esa noche, mientras escuchaba la respiración de su hermana en la cama de junto, se preguntó si algún día eso le traería problemas.
Los siguientes 5 años pasaron normalmente para Mateo. Su negocio de tacos creció, compró una plancha más grande, amplió su menú, contrató a su primo Ramiro para que lo ayudara en las horas de mayor venta. Patricia terminó la secundaria y comenzó la preparatoria.
Doña Carmen, con sus medicamentos pagados puntualmente, se mantuvo estable de salud. Mateo nunca usó el número de teléfono que Joaquín le había dado. La tarjeta se quedó en su billetera, guardada detrás de su credencial del IFE, pero nunca tuvo una emergencia lo suficientemente grande como para pensar en llamar. Además, conforme pasaron los años, Mateo casi se convenció de que toda esa noche había sido un sueño extraño.
Realmente había pasado, realmente había ayudado a escapar a un desconocido de un retén militar. De vez en cuando, especialmente cuando veía noticias en la televisión sobre capturas de narcotraficantes, Mateo recordaba aquella noche. Se preguntaba si Joaquín estaría bien, si lo habrían capturado, si seguiría vivo, pero eran pensamientos que venían y se iban rápidamente.
Mateo tenía su vida que vivir, su familia que mantener, su negocio que crecer. Hasta que una noche de febrero del 2017 desde exactamente 5 años después, Joaquín regresó. Era martes 10 de la noche. Mateo estaba cerrando su puesto como siempre cuando vio una camioneta suburban negra con vidrios polarizados estacionarse en la esquina.
De la camioneta se bajaron tres hombres, dos de ellos se quedaron junto al vehículo. El tercero caminó hacia el puesto de tacos. Conforme el hombre se acercaba, Mateo sintió que algo familiar había en su forma de caminar, en su porte. Cuando estuvo lo suficientemente cerca para que la luz de la plancha iluminara su cara, Mateo sintió que el corazón se le detenía.
Era Joaquín, el mismo hombre de 5 años atrás, pero cambiado. Ya no llevaba gorra de béisbol ni ropa sencilla. Ahora vestía camisa de vestir blanca, pantalón de gabardina negro, zapatos de piel caros. Su bigote estaba mejor cuidado, su porte era más imponente y sus ojos, esos ojos pequeños y calculadores que Mateo recordaba perfectamente, ahora tenían una frialdad que antes no había notado.
“Buenas noches, Mateo”, dijo Joaquín con la misma voz tranquila de 5 años atrás. “Señor Joaquín”, respondió Mateo, sintiendo inmediatamente que toda su tranquilidad desaparecía. Qué gusto verlo otra vez. ¿Te acuerdas de mí? Por supuesto. ¿Cómo podría olvidarlo? Joaquín sonríó. Pero no era la sonrisa amable de aquella noche. Esta tenía algo más frío, más calculado. Me da mucho gusto ver que tu negocio ha crecido.
Se ve que te ha ido bien. Mateo siguió limpiando la plancha, tratando de actuar normal, pero sus manos temblaban ligeramente. Sí, señor, no me puedo quejar. ¿Se va a servir algo? No vengo por tacos esta vez, Mateo. El corazón de Mateo se aceleró. No vengo porque necesito que me hagas otro favor. Mateo dejó de limpiar y miró a Joaquín directamente.
Recetas de tacos
¿Qué tipo de favor, señor? El tipo de favor que no puedes rechazar. En ese momento, Mateo entendió que los últimos 5 años de tranquilidad habían terminado, que aquella noche de febrero del 2012, cuando decidió ayudar a un desconocido a escapar de un retén, había hecho algo más que un favor inocente. Había contraído una deuda.
Y en el mundo de donde venía Joaquín, las deudas siempre se cobran. ¿Se acuerda de lo que me dijo esa noche?, le preguntó Joaquín. me dijo que cualquiera habría hecho lo mismo. Yo le dije que se equivocaba, que la mayoría de la gente habría fingido que no me conocía cuando vieron a los soldados. Mateo asintió lentamente. Usted me salvó la vida esa noche, Mateo, y yo no olvido a las personas que me salvan la vida, pero tampoco olvido que ahora tengo una deuda con usted y es hora de pagarla. No entiendo, señor.
Claro que entiendes. Tú me ayudaste cuando yo estaba en problemas. Ahora yo necesito que me ayudes otra vez. ¿Con qué? Joaquín miró hacia ambos lados de la calle, asegurándose de que nadie más pudiera escuchar la conversación. Necesito que guardes algo para mí. Solo por unas semanas. Algo importante.
¿Qué tipo de algo? El tipo de algo que es mejor no preguntar qué es. Mateo sintió que el mundo se le venía encima. Sabía exactamente de qué estaba hablando Joaquín en Sinaloa. Cuando alguien te pide que guardes algo sin especificar qué es, solo hay dos posibilidades, armas o drogas, y ninguna de las dos era algo que Mateo quisiera tener cerca de su familia.
Señor Joaquín”, dijo Mateo con la voz temblorosa, “yo no me meto en esas cosas, yo solo vendo tacos. Tengo a mi madre y a mi hermana, no puedo ponerlas en peligro.” Joaquín lo miró fijamente durante un largo momento. Cuando habló, su voz seguía siendo tranquila. Pero ahora había una amenaza implícita que antes no estaba. Mateo, hace 5 años me salvaste la vida. Eso significa que estás en mi círculo, estás bajo mi protección, pero también significa que cuando yo necesito algo de ti, tú me ayudas. No es una opción. Pero, Señor, no hay peros.
Mateo, tú tomaste esa decisión aquella noche cuando decidiste ayudarme. Sabías quién era yo. No eres tonto. Sabías en qué te estabas metiendo. Era verdad. En el fondo, Mateo siempre había sabido quién era Joaquín. Había elegido no pensar en eso durante 5 años. Había elegido creer que solo había ayudado a un hombre de negocios en apuros, pero siempre había sabido la verdad.
¿Qué pasaría si yo dijera que no? Joaquín sonrió tristemente, como si la pregunta le doliera. En verdad quieres que responda esa pregunta, muchacho Mateo miró hacia la camioneta, donde estaban esperando los otros dos hombres. Luego miró hacia su casa a tres cuadras de distancia, donde su madre y su hermana estaban viendo la televisión ajenas a lo que estaba pasando.
¿Qué necesita que haga exactamente? Solo guardar una mochila en tu casa. Nadie va a venir por ella. Nadie va a sospechar nada. En dos semanas vengo por ella y se acabó. Nunca más te voy a pedir nada. Y si me encuentran con esa mochila, no te van a encontrar. Te doy mi palabra y si me encuentran. Joaquín no respondió inmediatamente. Esa falta de respuesta fue respuesta suficiente para Mateo. Tengo opción.
Siempre hay opciones, Mateo, pero algunas opciones tienen consecuencias que prefiero que no tengas que enfrentar. Mateo cerró los ojos. En ese momento entendió completamente lo que había pasado 5 años atrás. No había salvado a un hombre inocente, había salvado a alguien poderoso, alguien peligroso. Y ese alguien ahora consideraba que Mateo le pertenecía.

Está bien, dijo finalmente, cuando mañana en la noche, a esta misma hora, uno de mis hombres va a venir con la mochila. Tú la recibes, la guardas, te olvidas de que existe. En dos semanas vengo por ella y después, después estamos a mano. Yo pagué mi deuda contigo dándote dinero aquella noche. Tú pagas tu deuda conmigo haciendo esto y nunca más nos volvemos a ver.
Joaquín se acercó más y puso una mano en el hombro de Mateo. Era un gesto que podría haber parecido paternal, amistoso, pero Mateo sintió el peso de la amenaza detrás de él. Mateo, tú eres buena gente. Me diste cuenta de eso aquella noche. No quiero lastimarte.
No quiero lastimar a tu familia, pero necesito saber que puedo confiar en ti. Puede confiar en mí, Señor. Lo sé. Por eso estoy aquí hablando contigo. En lugar de mandar a alguien más a resolver este asunto, Joaquín se alejó hacia la camioneta. Antes de subirse se volteó. Ay, y Mateo, si esto sale bien, voy a asegurarme de que tu negocio siga creciendo. Nadie va a molestar tu puesto.
Nadie te va a extorsionar, nadie te va a dar problemas. Vas a estar bajo mi protección. Gracias, señor. Y si esto sale mal, Joaquín no terminó la frase, no necesitaba hacerlo. La camioneta se fue, dejando a Mateo solo en la calle con sus pensamientos y su terror. Sabía que acababa de cruzar una línea que no se puede descruzar.
Sabía que ya no era solo Mateo Santos, el taquero. Ahora era Mateo Santos, el taquero que le debía favores a Joaquín Guzmán. Porque esa noche, mientras guardaba su puesto de tacos y caminaba hacia su casa, Mateo finalmente entendió quién era realmente el hombre al que había ayudado 5 años atrás.
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Las noticias habían estado llenas de él durante años, las fotografías en los periódicos, las recompensas millonarias, las operaciones militares para capturarlo. Joaquín no era solo un narcotraficante cualquiera, era Joaquín el Chapo Guzmán, el hombre más buscado de México, el jefe del cártel de Sinaloa, el narcotraficante más poderoso del mundo.
Y Mateo Santos, vendedor de tacos de 27 años, acababa de convertirse en su cómplice. Esa noche Mateo no cenó. Le dijo a su madre que no tenía hambre. Se metió a su cuarto y se quedó despierto hasta la madrugada pensando en qué había hecho. Cada vez que cerraba los ojos veía la cara de Joaquín. Recordaba la conversación. Sentía el peso de lo que venía. Patricia tocó la puerta de su cuarto a las 2 de la mañana.
Mateo, ¿estás bien? Te escucho dando vueltas. Estoy bien, Patti. Solo no puedo dormir. Pasó algo en el trabajo. Por un momento, Mateo pensó en contarle todo a su hermana, decirle que tenían que irse de Culiacán, que tenían que mudarse a otro estado, que algo muy malo iba a pasar, pero no podía. No podía arrastrar a su familia por su error. No, Patti, solo es estrés. Vete a dormir. Pero Patricia no era tonta.
Conocía a su hermano mejor que nadie y sabía cuando algo estaba mal. ¿Estás seguro? ¿No te metiste en problemas? La pregunta le pegó a Mateo como un puñetazo. Su hermana menor, de 21 años, estudiante de contabilidad, que soñaba con trabajar en una oficina, con casarse, con tener una vida normal, le estaba preguntando si se había metido en problemas y la respuesta era que sí, que se había metido en los problemas más grandes de su vida.
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Estoy seguro, Patti, todo está bien. Pero nada estaba bien. Y conforme pasaron las horas hasta que amaneció, Mateo entendió que nada volvería a estar bien. La noche siguiente, a las 10 en punto, un hombre joven de unos 25 años llegó al puesto de tacos. Era delgado, moreno, con tatuajes en los brazos y una mochila deportiva negra colgando del hombro. ¿Eres Mateo? Sí, vengo de parte de Joaquín.
El hombre le extendió la mochila. Era pesada, más de lo que Mateo esperaba. No la abrió, no preguntó qué había dentro, solo la tomó y la guardó debajo del mostrador de su puesto. En dos semanas exactas, a esta misma hora, alguien va a venir por ella. No la abras, no la muevas de donde la pongas. ¿Entendiste? Entendí.
El hombre se fue sin decir más. Mateo terminó de trabajar esa noche con la mochila debajo de su mostrador, sintiendo como si fuera una bomba de tiempo. Cuando llegó a su casa, la escondió en el closet de su cuarto, detrás de unas cajas viejas. Durante las siguientes dos semanas, Mateo vivió en un estado constante de terror.
Cada vez que sonaba un timbre, cada vez que escuchaba sirenas en la distancia, cada vez que veía soldados patrullando, su corazón se aceleraba. La mochila estaba ahí en su closet como un secreto mortal que podía destruir su vida y la de su familia en cualquier momento. Mateo empezó a tener pesadillas. Soñaba que los soldados entraban a su casa, encontraban la mochila, arrestaban a su madre y a su hermana.
Soñaba que Joaquín aparecía en su casa y le decía que el favor no había terminado, que necesitaba más cosas. Soñaba que Patricia descubría la mochila. y le preguntaba qué había dentro. Sus pesadillas no estaban tan lejos de la realidad. Exactamente dos semanas después, el mismo hombre joven regresó al puesto de tacos.
Recetas de tacos
Mateo le entregó la mochila sin hacer preguntas. El hombre la revisó rápidamente, asintió y se fue. Joaquín dice que gracias, que están a mano. Y ese fue todo. La mochila desapareció de la vida de Mateo tan rápidamente como había llegado, pero el miedo no se fue con ella. Pasaron tres meses.
Mateo seguía trabajando en su puesto de tacos, seguía manteniendo a su familia, seguía fingiendo que todo era normal, pero algo había cambiado en él. Ya no sonreía tanto con los clientes, ya no hacía bromas con su primo Ramiro, ya no dormía bien por las noches. Patricia fue la primera en notarlo. Mateo, ¿qué te pasa? Has estado muy extraño desde hace meses. No me pasa nada, Patti.
Si te pasa algo, estás más callado, más nervioso. ¿Tienes problemas con el negocio? No. Problemas con alguna muchacha. No. Entonces, ¿qué? Mateo la miró. Su hermana había crecido mucho en los últimos años. Ya no era la niña que él recordaba cuando comenzó a trabajar vendiendo tacos. Ahora era una mujer joven, inteligente, que estaba terminando la carrera de contabilidad, que tenía novio, que tenía planes para su vida.
Paat le dijo finalmente, “Si algún día te dijera que tenemos que irnos de Culiacán, ¿conías en mí?” La pregunta sorprendió a Patricia. “Irnos, ¿por qué nos iríamos? Solo dime, ¿conías en mí?” “Por supuesto que confiaría en ti. Tú siempre has cuidado de nosotras, pero ¿por qué me preguntas eso?” “Por nada.
” Solo quería saber, pero no era por nada. Mateo sabía que algún día Joaquín podría regresar, sabía que un favor podría convertirse en dos y dos en cinco y cinco en una vida entera de ser cómplice de cosas que no quería ser cómplice. Y tenía razón. 6 meses después, en agosto del 2017, Megé Joaquín regresó. Esta vez no llegó en camioneta, llegó en un carro sedán normal, manejando él mismo, vestido de nuevo con ropa sencilla.
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Se acercó al puesto de tacos como un cliente cualquiera y pidió tres tacos de carnitas. Hola, Mateo. Señor Joaquín, ¿cómo has estado? Bien, señor. Joaquín pagó los tacos y se sentó en uno de los bancos. Comió en silencio durante varios minutos. Mateo siguió trabajando, pero sentía la presión de esa presencia. Sabía que esta visita no era social. Mateo, dijo finalmente Joaquín, ¿recuerdas lo que te dije la última vez? Que después del favor estaríamos a mano y nunca más nos volveríamos a ver. El corazón de Mateo se hundió. Sí, señor.
Bueno, las cosas cambiaron. ¿Cómo cambiaron? Tengo algunos problemas. problemas grandes y necesito gente en la que pueda confiar. Señor, yo no sé nada de esos problemas. Yo solo vendo tacos. Joaquín sonríó tristemente. Lo sé, Mateo.
Por eso necesito tu ayuda, porque eres invisible, porque nadie sospecha de un taquero. ¿Qué necesita que haga? Nada complicado. Solo necesito que recibas algunas llamadas para mí. De vez en cuando alguien va a marcar a tu teléfono, va a preguntar por Joaquín. Tú vas a tomar el mensaje y me lo vas a pasar. Eso es todo. Eso es todo. Mateo sabía que no era todo.
Sabía que nunca era solo eso con gente como Joaquín, pero también sabía que no tenía opción de decir que no. ¿Por cuánto tiempo? No mucho, unas semanas, tal vez un mes y después te vas a olvidar de que me conoces. Joaquín le dio un celular nuevo, un modelo básico con solo la función de llamadas. Solo prendes este teléfono dos veces al día, al mediodía y a medianoche.
Si hay mensajes, me marcas al número que ya tienes guardado. Si no hay mensajes, apagas el teléfono y te olvidas de él. hasta la siguiente revisión. Mateo tomó el teléfono. Era pequeño, liviano, pero se sintió como un yunque en sus manos. Y si alguien pregunta por este teléfono, nadie va a preguntar. Eres un vendedor de tacos. ¿Quién va a sospechar de ti? Joaquín terminó sus tacos, se levantó y se fue.
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Mateo se quedó con el teléfono en el bolsillo, sintiendo como si acabara de firmar su sentencia de muerte. Durante las siguientes tres semanas, Mateo prendía el teléfono dos veces al día religiosamente. La mayoría de las veces no había mensajes, pero ocasionalmente había llamadas perdidas, mensajes de voz cortos con códigos que Mateo no entendía, pero que pasaba fielmente a Joaquín. Dile que el paquete llegó. Dile que el camino está limpio.
Dile que el problema se resolvió. Mateo no quería saber qué significaban esos mensajes. No quería saber qué paquetes, qué caminos, qué problemas. Solo quería que todo terminara. Y entonces, una noche de septiembre, el teléfono sonó mientras Mateo estaba revisando mensajes.
Bueno, ¿está Joaquín? No, pero le puedo dar un mensaje. Dígale que se cancela todo. Dígale que lo traicionaron. Dígale que salga de donde esté ahora mismo. La línea se cortó. Mateo se quedó mirando el teléfono, sintiendo que algo muy malo acababa de pasar. Marcó inmediatamente a Joaquín. ¿Qué pasó? Alguien habló.
dijo que lo traicionaron, que saliera de donde estuviera. Hubo silencio del otro lado de la línea, un silencio largo pesado. Mateo dijo finalmente Joaquín, destruye ese teléfono ahora. Québralo. Qué malo. Desaste de él. ¿Qué está pasando? Nada que tengas que saber. Solo destruye el teléfono y olvídate de que existió.
Y usted, yo me voy a encargar de mis asuntos. Tú cuida a tu familia. La llamada se cortó. Mateo quebró el teléfono con un martillo, quemó los pedazos en un bote de basura y se fue a su casa. Esa noche no durmió. Tenía el presentimiento de que algo terrible iba a pasar y tenía razón. Tres días después, los periódicos reportaron que Joaquín el Chapo Guzmán había sido recapturado en Los Mochis, Sinaloa, después de un operativo conjunto entre el ejército mexicano y la DEA.
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Las fotografías mostraban al narcotraficante más buscado del mundo esposado, siendo subido a un helicóptero militar. Mateo vio las noticias en la televisión de un restaurant mientras comía. sintió una mezcla extraña de alivio y terror. Alivio porque Joaquín ya no podría pedirle más favores.
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Terror porque no sabía si alguien vendría a buscarlo por lo que había hecho. Pero nadie vino. Los días pasaron, luego las semanas, luego los meses. La vida de Mateo volvió lentamente a la normalidad. Su puesto de tacos siguió funcionando. Patricia se graduó de contabilista. Doña Carmen siguió estable de salud. Pasaron 2 años.
Joaquín fue extraditado a Estados Unidos. Los periódicos siguieron su juicio en Nueva York. Mateo leía las noticias con una fascinación morbosa, recordando a aquel hombre tranquilo que había comido tacos en su puesto aquella noche de febrero del 2012. En julio del 2019, Joaquín el Chapo Guzmán fue condenado a cadena perpetua en una prisión de máxima seguridad en Estados Unidos.
Los periódicos dijeron que nunca saldría de prisión, que moriría encerrado. Mateo leyó la noticia y sintió que un capítulo de su vida finalmente se cerraba. Joaquín estaba encerrado para siempre. ya no podría pedirle más favores, ya no tendría que vivir con miedo de que alguien tocara a su puerta para cobrarse deudas del pasado, pero se equivocaba.
En diciembre del 2019, tres hombres jóvenes llegaron al puesto de tacos de Mateo. Era viernes por la noche, había mucho movimiento, clientes haciendo fila. Los tres hombres no hicieron fila. Se acercaron directamente al mostrador. ¿Eres Mateo Santos? Sí. ¿En qué les puedo servir? Necesitamos hablar contigo.
Algo en su tono le dijo a Mateo que no era para pedir tacos. Ahora estoy trabajando. Si quieren hablar, pueden esperar a que cierre. No podemos esperar. Uno de ellos, el más alto, se acercó más al mostrador. Sabemos que conocías a Joaquín. Sabemos que él te pedía favores. Ahora que él no está, trabajas para nosotros. Mateo sintió que el mundo se le venía encima otra vez.
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Había creído que con la captura de Joaquín todo había terminado, pero la organización seguía funcionando y alguien había decidido que él era un recurso valioso. No sé de qué me hablan, dijo Mateo tratando de mantener la calma. El hombre sonríó. Mateo, no somos tontos. Sabemos exactamente lo que hiciste para Joaquín. La mochila, los teléfonos, los mensajes, todo eso.
Fue hace mucho tiempo. El tiempo no borra las deudas que quieren. Lo mismo que quería Joaquín, alguien invisible, alguien en quien confiar. Mateo miró alrededor. Sus clientes empezaban a notar la tensión. Algunos se alejaban. No podía hacer una escena, no podía permitir que todo el barrio supiera que tenía problemas con narcos.
No, aquí, dijo finalmente, después de que cierre, los tres hombres se fueron. Pero Mateo sabía que regresarían y sabía que esta vez no iba a ser solo guardar una mochila o recibir algunas llamadas. Estas eran personas diferentes, más jóvenes, más desesperadas, más violentas que Joaquín. Esa noche, después de cerrar, Mateo no fue a su casa.
Se fue a un bar en el centro de la ciudad y se bebió tres cervezas mientras pensaba en sus opciones. Podía huir, tomar a su familia y desaparecer. Podía ir a la policía, aunque sabía que eso probablemente lo mataría. Oeste podía hacer lo que siempre había hecho, aceptar, cooperar, esperar que eventualmente todo terminara, pero esta vez era diferente. Joaquín había tenido cierto código, cierta clase.
Recetas de tacos
Estos hombres jóvenes no tenían eso. Estos harían cualquier cosa, pedirían cualquier cosa, no tendrían límites. Mateo tomó una decisión. Al día siguiente, sábado por la mañana, despertó a su madre y a su hermana temprano. ¿Qué pasa, Mateo?, preguntó doña Carmen.
¿Por qué nos despiertas tan temprano? Nos vamos de viaje, dijo Mateo. Hoy mismo, ¿a dónde?, preguntó Patricia. A Tijuana. Tengo un amigo allá que me puede conseguir trabajo en un taller mecánico. Pero, ¿por qué tan repentino? Insistió su hermana. Mateo había pasado toda la noche preparando esa explicación. Porque me ofrecieron mucho dinero, pero tengo que estar allá el lunes. Es la oportunidad de mi vida.
Patricia lo miró con suspicacia. ¿Qué tipo de trabajo? Trabajo honesto en un taller grande con prestaciones, con seguro médico para mamá. La mención del seguro médico convenció a doña Carmen. Ella sabía lo caro que era mantener sus medicamentos y el puesto de tacos. Le dije a Ramiro que se quedara con él, que era suyo. Patricia seguía sospechando, pero no dijo más.
En tres horas tenían todo empacado en dos maletas viejas. Mateo cerró su cuenta de banco, vendió su plancha y sus ollas a un vecino por mucho menos de lo que valían, y compró tres boletos de autobús a Tijuana. Cuando el autobús salió de la estación de Culiacán esa tarde, Mateo miró por la ventana hacia la ciudad, que había sido su hogar toda su vida.
Biografías de narcos
Sabía que nunca regresaría. Sabía que los tres hombres jóvenes lo buscarían. Se darían cuenta de que había huído, tal vez irían tras él. Pero también sabía que en Tijuana, en una ciudad de 2 millones de personas, un exvendedor de tacos de Culiacán podía desaparecer, podía convertirse en otra persona, podía empezar de nuevo.
Patricia se quedó dormida en su hombro durante el viaje. Doña Carmen miraba el paisaje pasar por la ventana sin hacer preguntas y Mateo pensó en todo lo que había perdido por ayudar a un desconocido una noche de febrero del 2012. Había perdido su negocio, su ciudad, su vida.
Había perdido la tranquilidad, había perdido la inocencia. Había aprendido que en Sinaloa un solo favor puede cambiarte la vida para siempre. Había aprendido que a veces hacer lo correcto en el momento equivocado puede convertirse en la peor decisión de tu vida. Pero también había salvado a su familia. También había escapado antes de que fuera demasiado tarde.
También había aprendido que el precio de la libertad a veces es abandonar todo lo que conoces. El autobús llegó a Tijuana a medianoche. Mateo, doña Carmen y Patricia se bajaron en la central de autobuses con sus dos maletas y 15,000 pesos que Mateo había logrado juntar de la venta de todo lo que tenía. ¿Y ahora qué? Preguntó Patricia. Ahora empezamos de nuevo”, dijo Mateo. Y lo hicieron.
Mateo encontró trabajo en un taller mecánico en la colonia Mariano Matamoros. Patricia consiguió empleo como auxiliar contable en una empresa de maquiladoras. Doña Carmen se adaptó lentamente a la nueva ciudad. Nunca más volvieron a hablar de Culiacán. Nunca más volvieron a hablar de por qué se habían ido tan repentinamente.
Patricia sospechaba que había algo más detrás de la mudanza, pero nunca preguntó directamente. 5 años después, en el 2024, Meteo tiene 33 años. Trabaja como mecánico jefe en el mismo taller. Gana bien. Vive en una casa pequeña, pero decente con su madre y su hermana. Patricia se casó el año pasado con un ingeniero de la maquiladora.
Están esperando su primer hijo. Doña Carmen está bien de salud, estable con sus medicamentos. A veces, cuando Mateo ve noticias sobre el narcotráfico en la televisión, recuerda aquella noche de febrero del 2012, recuerda al hombre educado que comió tacos en su puesto, que le pagó con un billete de 200 pesos, que 5 años después regresó para cobrar el favor.
Se pregunta qué habría pasado si esa noche hubiera fingido que no veía al hombre cuando llegaron los soldados. Se pregunta qué habría pasado si hubiera dicho que no cuando Joaquín le pidió que guardara la mochila. Se pregunta qué habría pasado si hubiera tenido el valor de negarse desde el principio, pero también sabe que todas esas son preguntas inútiles.
En Sinaloa, cuando un hombre como Joaquín Guzmán te pide un favor, no hay manera de decir que no sin que haya consecuencias. La única diferencia es el tipo de consecuencias que enfrentas. Mateo eligió las consecuencias de la huida sobre las consecuencias de la resistencia. Eligió perder su vida anterior para salvar su vida futura.
Eligió el exilio sobre la muerte. Y cada noche, cuando cierra el taller y camina hacia su casa en Tijuana, Mateo sabe que tomó la decisión correcta. Perdió mucho, pero salvó lo más importante, su familia y su libertad. Pero las pesadillas nunca se fueron completamente. Hay noches en que Mateo despierta sudando, soñando que está de vuelta en su puesto de tacos en Culiacán, viendo a Joaquín acercarse con esa sonrisa que prometía problemas.
Recetas de tacos
Hay noches en que sueña que los tres hombres jóvenes lo encuentran en Tijuana, que tocan a la puerta de su casa, que amenazan a Patricia y a doña Carmen. En esos momentos, Mateo se levanta de la cama, va a la ventana de su cuarto y mira las luces de la ciudad.
Tijuana de noche es un mar de millones de luces, de millones de historias, de millones de personas que como él vinieron de otros lugares buscando una segunda oportunidad. Y en esa inmensidad anónima, Mateo encuentra su paz porque sabe que hizo lo correcto. No cuando ayudó a Joaquín aquella primera noche, eso fue un error de juventud, un impulso de compasión que casi le cuesta la vida, sino cuando decidió huir, cuando decidió que el precio de quedarse era demasiado alto, que no valía la pena arriesgar a su familia por mantener una vida que ya estaba manchada. Patricia le preguntó una vez, tres años después de llegar a
Tijuana, por qué realmente se habían ido de Culiacá. Estaban cenando en su casa pequeña pero acogedora. Doña Carmen veía su telenovela en la sala. Patricia acababa de anunciar su compromiso con Fernando el ingeniero. Mateo le dijo su hermana mientras recogían los platos. Ya llevamos 3 años aquí.
Ya sé que no fue solo por el trabajo. ¿Qué pasó realmente en Culiacán? Mateo se quedó callado durante un largo momento, mirando a través de la ventana de la cocina hacia el patio trasero, donde había plantado un pequeño huerto de chile y cilantro. “Patí”, le dijo finalmente, “tú confías en mí, por supuesto. Entonces, confía en que tomé la decisión correcta.
confía en que estamos mejor aquí, que estamos más seguros aquí, que ustedes dos tienen un futuro mejor aquí. Patricia lo miró fijamente, leyendo en su rostro años de secretos guardados, años de peso en los hombros, años de decisiones difíciles tomadas en silencio para protegerla a ella y a su madre. Fue algo peligroso.
Fue algo que podría haberse vuelto peligroso. Y ya pasó, ya pasó. Patricia asintió lentamente. Está bien. No necesito saber más. Solo necesito saber que mi hermano está bien. Que estamos bien. Estamos bien, Patí. Por fin estamos bien. Esa conversación fue la única vez que hablaron directamente del pasado y fue suficiente.
Patricia entendió que había cosas que no necesitaba saber, que había decisiones que Mateo había tomado por su cuenta con su propio peso para protegerlas. Y Mateo entendió que su hermana lo respetaba lo suficiente para no presionar para confiar en su criterio. Doña Carmen nunca preguntó nada. Ella que había vivido en Sinaloa toda su vida, que había visto los cambios que trajo el narcotráfico, que había perdido vecinos, amigos conocidos, entendía sin que nadie le dijera que a veces lo mejor que una familia puede hacer es desaparecer silenciosamente antes de que sea demasiado tarde. El año
pasado, cuando Patricia se casó, Mateo caminó con ella hacia el altar de una iglesia pequeña en Tijuana. La iglesia estaba llena de los amigos nuevos que habían hecho en la ciudad, compañeros de trabajo, vecinos, gente buena y trabajadora, que había acogido a la familia Santos como si siempre hubieran sido parte de la comunidad.
Mientras entregaba a su hermana a Fernando, Mateo pensó en lo que habría sido esa boda si se hubieran quedado en Culiacán. habría podido caminar tranquilo hacia el altar o habría estado mirando sobre el hombro, preguntándose si alguno de los invitados era un informante, si alguno de los fotógrafos estaba documentando todo para algún cartel.
Cuando el padre preguntó quién entregaba a la novia, Mateo respondió con voz fuerte y clara, “Su madre y yo.” Y en ese momento, mirando a Patricia radiante en su vestido blanco, riendo con su nuevo esposo, rodeada de gente que la quería sin conocer su historia, Mateo supo con certeza absoluta que había tomado la decisión correcta. Después de la ceremonia, durante la pequeña recepción en el patio de la iglesia, doña Carmen se acercó a Mateo.
“Mi hijo”, le dijo tomando su brazo, “tu papá estaría orgulloso de ti.” ¿Por qué, amá? Porque sacaste adelante a tu familia, porque protegiste a tu hermana, porque hiciste lo que tenías que hacer, aunque fuera difícil. Mateo sintió que los ojos se le humedecían. Su madre nunca le había dicho directamente que sabía que habían huido por algo peligroso, pero en esas palabras estaba todo su entendimiento, todo su agradecimiento, todo su amor de madre. Gracias, amá.
No, mijo, gracias a ti. Ahora, en el 2024, mientras Mateo trabaja en su taller mecánico en Tijuana, a veces se pregunta qué fue de los tres hombres jóvenes que lo buscaron en diciembre del 2019. Se pregunta si siguen buscándolo, si ya se olvidaron de él, si están muertos, si están en prisión. También se pregunta, ¿qué fue de Ramiro, su primo, que se quedó con el puesto de tacos? Se pregunta si los narcos fueron a buscarlo cuando no encontraron a Mateo, si tuvo que cerrar el negocio, si tuvo que huir también.
Recetas de tacos
Son preguntas que no tienen respuesta y que Mateo ha aprendido a dejar ir. En Tijuana ha aprendido que el pasado es un lujo que no se puede permitir. El presente es lo único que importa. El trabajo honesto, la familia segura, la vida tranquila. El taller donde trabaja Mateo está en una zona industrial llena de maquiladoras y talleres mecánicos.
Es un lugar donde nadie pregunta de dónde vienes. Solo importa si sabes hacer bien tu trabajo. Mateo se ha ganado el respeto de sus compañeros por su habilidad con los motores, por su honestidad, por su disposición a ayudar a los mecánicos más jóvenes. Su jefe, don Aurelio, un hombre de 60 años que llegó a Tijuana desde Michoacán hace 30 años, le ofreció el año pasado comprarle parte del taller.
Mateo le dijo, “Tienes buenas manos para esto y tienes cabeza para los números. ¿Te interesa ser socio?” Era una oportunidad que Mateo nunca había imaginado tener. Ser propietario de un negocio, tener empleados, ser respetado en la comunidad. ¿Qué tengo que hacer? Conseguir 50,000 pesos para la mitad del taller. Ya revisé los números contigo. Sabemos que puedes pagarlos en 2 años con las ganancias. Mateo aceptó.
Pidió un préstamo en el banco, algo que nunca había podido hacer en Culiacán porque su trabajo era informal. Pero en Tijuana tenía 5 años de historial crediticio, 5 años de trabajo estable, 5 años de ser Mateo Santos. mecánico honrado, cuando firmó los papeles de sociedad, cuando vio su nombre en documentos oficiales como copropietario, Mateo sintió algo que no había sentido en años.
Orgullo, no el orgullo nervioso y manchado que había sentido cuando su puesto de tacos crecía en Culiacán, sino orgullo limpio, orgullo que podía compartir con su familia sin reservas. Esa noche llamó a Patricia para darle la noticia. Ay, hermano, qué alegría. Ya tienes tu propio negocio. Nuestro negocio, Patti, es de la familia. Papá estaría superorgulloso. Sí, y mamá también está orgullosa.
Había algo en poder decir eso, que sanó una herida que Mateo no sabía que tenía. En Culiacán, los últimos años había sentido que decepcionaba a la memoria de su padre, que había tomado el camino fácil, que había aceptado cosas que su padre nunca habría aceptado. Pero ahora entendía que su padre habría hecho lo mismo, que proteger a la familia, aunque costara el orgullo, aunque costara empezar de cero, aunque costara todo lo que habían construido, era exactamente lo que un buen padre, un buen hermano, haría, porque esa es la lección más
profunda que aprendió Mateo Santos, que a veces el valor no está en quedarse y pelear, sino en saber cuándo es hora de irse, que a veces la decisión más difícil No es enfrentar el peligro, sino admitir que hay peligros que no se pueden enfrentar y que a veces salvarse a sí mismo y a los que amas requiere renunciar a todo lo que creías que te definía para descubrir quién realmente eres del otro lado.
El otro día, un cliente del taller le preguntó a Mateo de dónde era, porque notó su acento sinalo soy de aquí, respondió Mateo automáticamente de Tijuana y se dio cuenta de que no era una mentira. Después de 5 años, después de construir una vida, después de echar raíces, después de ver a su hermana casarse y estar esperando su primer sobrino, Mateo Santos, realmente era de Tijuana.
El Mateo que vendía tacos en Culiacán, que ayudó a el Chapo a escapar de un retén, que guardó mochilas llenas de quién sabe qué, que recibió mensajes codificados en teléfonos secretos, ese Mateo se quedó en Sinaloa. Era una persona diferente, con una vida diferente, con una vida diferente, con decisiones diferentes.
Este Mateo, el mecánico de Tijuana, el socio de un taller, el hermano que caminó a su hermana hacia el altar, el futuro tío, este Mateo, es quien siempre debió ser. ¿Quién habría sido si aquella noche de febrero del 2012 hubiera fingido que no veía a Joaquín cuando llegaron los soldados? Pero tal vez todo tenía que pasar como pasó.
Tal vez Mateo tenía que aprender por las malas que la bondad sin límites puede convertirse en una maldición, que la compasión sin discernimiento puede destruir todo lo que amas, que a veces para salvar lo que importa tienes que ser despiadado con lo que no importa. Y tal vez al final esa lección valía todo lo que costó aprenderla, porque esa es la lección que aprendió Mateo Santos aquella noche de febrero del 2012, cuando le vendió unos tacos a el Chapo Guzmán.
En el mundo del narcotráfico no existe el favor pequeño, no existe la deuda pagada, no existe la salida fácil, existe solo la decisión de hasta dónde estás dispuesto a llegar para proteger lo que amas. Y Mateo Santos, vendedor de tacos convertido en mecánico, aprendió que estaba dispuesto a llegar hasta el final del país, hasta el final de su vida anterior, hasta el final de todo lo que creía que lo definía, para descubrir que lo único que realmente lo definía era su amor por su familia. Y ese amor no tiene fronteras,
Recetas de tacos
no tiene límites, no tiene precio que no esté dispuesto a pagar. Si esta historia te llegó al corazón, suscríbete para escuchar más historias reales y poderosas. Historias de personas comunes que se enfrentaron a decisiones extraordinarias, que pagaron precios que nunca imaginaron, que aprendieron que a veces un solo momento puede cambiar toda una vida, porque esa es la realidad del México profundo, una tierra donde la bondad y la crueldad conviven, donde un acto de compasión puede convertirse en una maldición. donde la línea entre la víctima y el cómplice es más delgada de
lo que cualquiera quisiera admitir. Y donde hombres como Mateo Santos aprenden demasiado tarde que en el mundo de los carteles no hay favores inocentes, solo hay deudas que se cobran con intereses que nadie puede pagar. Pero también aprenden que hay algo más poderoso que las deudas, más fuerte que las amenazas, más duradero que el miedo, el amor verdadero de una familia, la determinación de un hombre dispuesto a sacrificarlo todo por proteger a los suyos y la esperanza de que siempre, siempre es posible empezar de nuevo. ¿Qué habrían hecho ustedes en el lugar de Mateo? ¿Se habrían quedado a
enfrentar las consecuencias o habrían huído para proteger a su familia? Déjenme sus comentarios. Me interesa conocer sus opiniones sobre esta historia, que nos recuerda que a veces la mayor valentía está en saber cuándo retirarse.
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