Eran casi las siete de la tarde cuando Laura Méndez, una mujer de 68 años, salió de la pequeña panadería que había sido suya por más de treinta años. El cielo, gris y pesado, amenazaba con una lluvia inminente, y el viento frío de otoño le apuraba el paso. Sin embargo, al girar la esquina de la calle, algo la hizo detenerse en seco.

Ahí, junto a la puerta cerrada de una tienda de antigüedades, un perro mestizo de pelaje blanco y marrón estaba sentado perfectamente recto, como si esperara a alguien que nunca llegaba. No tenía collar, pero sus ojos transmitían una calma y una fidelidad que partían el alma.

Laura se agachó con cuidado.
—Hola, pequeño… ¿te perdiste? —preguntó con voz suave.

El perro no se movió; solo ladeó la cabeza y dejó escapar un suspiro breve, como si entendiera cada palabra.
—Seguro que tienes dueño… —murmuró ella, mirando alrededor.

En ese momento, una mujer mayor que pasaba por ahí se detuvo.
—Ese perro lleva tres días en el mismo sitio —explicó—. No se va, ni aunque llueva. La gente le deja un poco de comida, pero siempre regresa a esta puerta.

Laura sintió un nudo en la garganta.
—¿Y nadie ha llamado a un refugio?
—Algunos lo intentaron —respondió la mujer—, pero cuando vienen, él se escapa y regresa aquí.

Intrigada, Laura decidió quedarse. Se sentó en el suelo, a un metro de distancia. El perro la observaba, atento, pero no se acercaba. Fue entonces cuando vio, grabado torpemente con un bolígrafo en la madera de la puerta, un nombre: “Milo”.

—¿Ese es tu nombre? —preguntó con una sonrisa. El perro movió apenas la cola.

Minutos después, una joven apareció corriendo. Su rostro estaba pálido, y sus ojos rojos delataban días sin dormir.
—¿Es… es Milo? —preguntó con la voz quebrada.

Laura asintió, y la muchacha se arrodilló frente al perro.
—Milo… —susurró—. Creí que nunca te volvería a ver.

Entre lágrimas, la joven, llamada Clara Torres, contó su historia. Tres días atrás, un incendio había consumido su apartamento. Milo, asustado, había escapado durante el caos. Ella lo buscó por toda la ciudad, pensando que lo había perdido para siempre. Pero él había regresado al último lugar donde recordaba haber estado con ella antes del desastre: la tienda de antigüedades donde Clara trabajaba.

Al escuchar su voz, Milo se lanzó a sus brazos. Clara lo abrazó con fuerza, temblando. Laura, conmovida, apartó la mirada para dejarles ese momento solo para ellos.

La lluvia comenzó a caer, mojando las calles y empapando la ropa de todos, pero ya no importaba. Clara levantó a su perro y lo sostuvo contra su pecho.
—Ya estás en casa… y esta vez no te suelto.

Bajo un cielo gris y en una acera mojada, dos almas se encontraron de nuevo, recordándole al mundo que la lealtad verdadera sabe esperar… sin importar el tiempo, la distancia o la tormenta.