“La última bibliotecaria”
Por más que digitalicen el mundo, nunca podrán reemplazar la calidez de quien conoce tu historia sin preguntarla.
Me llamo Ruth. Tengo 72 años.
Y hoy lloré. No por la muerte de mi esposo. Ni cuando demolieron el restaurante donde comimos nuestro primer pay.
Lloré porque tiraron mi catálogo de fichas como si fuera basura.
Pero no eran solo cajones de madera de roble con etiquetas escritas a mano. Eran mi vida.
Mi legado.
CUARENTA Y TRES AÑOS EN LA MESA DE CIRCULACIÓN
Usé el mismo gafete durante 43 años.
Mismo prendedor de latón.
Mismo escritorio con un anillo de café marcado desde el ’87.
Misma silla coja con una rueda que chirriaba.
Y todas las mañanas, sin falta, abría las puertas de la Biblioteca Pública del Condado de Grant como si estuviera desenterrando un tesoro.
Porque eso era.
No solo guardábamos libros. Guardábamos personas. Historias. Momentos.
Sabía qué niño necesitaba un rincón tranquilo cuando su papá bebía.
Qué mamá pedía imprimir solicitudes de empleo antes de su turno en la fábrica.
Qué agricultor buscaba el almanaque solo para recordar a su padre.
La biblioteca era la sala de estar de nuestro pueblo.
Y yo, su lámpara encendida.
UN REFUGIO CON GOTERAS
En 1982, el techo tenía tantas goteras que leíamos bajo paraguas.
En el invierno del ’96, el calefactor dejó de funcionar y todos usábamos abrigos, leyendo en voz alta para mantener el calor.
Una niña, Rosa, me trajo una lata de sopa.
—“Porque se ve que está cansada, señorita Ruth,” me dijo.
Hoy Rosa es enfermera en Des Moines. Me mandó una tarjeta de Navidad cada año…
hasta que quitaron nuestro buzón “para ahorrar presupuesto”.
LA LLEGADA DE LOS CLIPBOARDS
La semana pasada llegaron.
Traían tabletas y portapapeles.
Dijeron que todo se “digitalizaría.”
Que sería “moderno.”
“Accesible desde cualquier lugar.”
Pero nunca preguntaron dónde quedaba “aquí”.
No saben que el señor Dillard gira el globo terráqueo para encontrar la aldea donde murió su hermano en Vietnam.
Que la Biblia en braille del tercer estante es la única en cien millas a la redonda.
Que el pequeño estante junto a la ventana guarda obituarios—porque ya casi nadie en el pueblo compra el periódico.
Eso importaba para alguien.
Me importaba a mí.
Intenté detenerlos.
Les dije:
—“No pueden tirar un siglo de huellas.”
Y uno me respondió:
—“El catálogo ya es redundante.”
—“¿Entonces yo también lo soy?”
No contestaron.
DESPEDIDA EN SILENCIO
Hoy me senté en mi escritorio por última vez.
Ya no hay niños buscando cuentos de dinosaurios.
Ni ancianas pidiendo novelas románticas “sin muchas escenas fuertes”.
Ya no me preguntan, “Señorita Ruth, ¿puede ayudarme a encontrar…?”
Supongo que ahora Google lo sabe todo.
Veo por la gran ventana frontal.
Afuera sigue el mismo olmo.
El que tiene corazones tallados por generaciones de enamorados.
La misma banqueta cuarteada donde me tropecé en el ’77 y me fracturé la muñeca colocando a Steinbeck.
Y aún entra esa luz cálida que antes caía sobre historias que olían a tiempo.
UN NIÑO, UN LIBRO Y UNA BIBLIOTECARIA
Entonces entró un niño.
Diez años, tal vez.
Cabello despeinado, mirada tímida.
—“¿Usted es la bibliotecaria?”
Asentí.
Sacó un libro de su chamarra. Un libro ya leído.
—“Lo terminé.”
Lo tomé con cuidado.
—“¿Te gustó?”
Asintió.
—“No sabía que los libros podían hacerte llorar.”
Sonreí.
—“Eso significa que fue un buen libro.”
Me incliné hacia el último cajón de mi escritorio.
Saqué un sobre.
Dentro, mi última tarjeta de biblioteca.
Papel gastado, tinta corrida, una línea chueca donde el sello nunca coincidía.
Se la di.
—“Guárdala. Algún día, valdrá más que una contraseña.”
La sujetó como si fuera oro.
Y tal vez lo era.
EL LEGADO INVISIBLE
Mientras lo veía salir, lo entendí.
Pueden llevarse el edificio.
El catálogo.
Los estantes.
El presupuesto.
Hasta al personal.
Pero no pueden digitalizar el amor.
No pueden borrar con backspace el sentido de pertenencia.
No pueden reemplazar a una mujer que recuerda cada libro que prestaste…
porque creía que crecerías con cada uno.
Sí, fui bibliotecaria.
Pero no solo de este pueblo.
Fui la bibliotecaria de América.
Y en algún rincón silencioso, en una sala sin Wi-Fi,
aún lo soy.
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