Mamá no volvió
Tengo siete años. Me llamo Sofi, aunque mamá siempre me decía “Sofía princesa”.
Hace poco, mi mundo cambió. Todo se partió en dos, como cuando una taza favorita se rompe en el piso y por más que la pegues, ya no suena igual cuando le echas agua.
Mamá tenía una panza enorme porque ahí dentro estaba creciendo mi hermanito. Le hablaba todas las noches y le cantaba una canción de cuna que yo misma inventé. A veces, le dibujaba caritas en la panza con un marcador lavable y mamá se reía hasta que le dolía la panza —la otra panza, no la del bebé—.
Papá y mamá me decían que iba a ser hermana mayor, y yo me lo tomé muy en serio. Practiqué con mi oso de peluche cómo cargar al bebé. Le hablaba suavecito, lo envolvía con una cobijita y le daba besitos imaginarios. También hice una tarjeta con crayolas que decía: “Bienvenido, bebé. Te quiero mucho aunque aún no te conozco.”
Esa noche, papá y mamá fueron al hospital. Me quedé con mi abuela, viendo películas con pijama y comiendo palomitas. Me dormí abrazando al oso y pensando que al despertar, mi hermanito estaría en casa. Y que mamá me mostraría cómo darle su primer baño.
Pero algo raro pasó.
Cuando desperté, papá llegó solo con el bebé.
Y sin mamá.
Corrí a la puerta en cuanto escuché las llaves. Llevaba mi tarjeta doblada y un dibujito que hice esa mañana. Sonreía tan fuerte que me dolían los cachetes.
Pero papá no sonreía. Tenía los ojos muy rojos, como cuando se pica cebolla, pero peor. Y en sus brazos traía al bebé, envuelto en una mantita azul con estrellas.
—¿Dónde está mamá? —le pregunté, sintiendo que mi sonrisa se me escurría por la barbilla.
Papá no contestó enseguida. Se agachó, me abrazó con fuerza, con tanta que me costaba respirar. Me olía a hospital y tristeza.
—Mamá te ama mucho, mi princesa —susurró con voz de piedra quebrada—. Nos cuida… desde el cielo.
Me quedé muy callada.
¿Desde el cielo?
¿Cómo puede cuidar a un bebé desde tan lejos? ¿Por qué se fue sin despedirse?
Esa noche no dormí.
Mi abuela me explicó que el parto fue difícil. Que los doctores intentaron todo. Que a veces pasan cosas que nadie puede explicar, ni siquiera los adultos.
—Tu mamá era fuerte, Sofi. Muy fuerte. Pero su corazón se cansó… —dijo mientras me acariciaba el cabello.
Yo también me cansé. Pero no mi corazón. Me cansé de llorar.
Los días siguientes fueron como vivir dentro de una película en blanco y negro. La casa estaba en silencio, excepto cuando el bebé lloraba. Las cosas de mamá seguían ahí: su suéter favorito en la silla del comedor, su perfume en el baño, su taza con dibujos de flores. Todo olía a ella, pero ya no estaba.
Papá hacía lo mejor que podía. Me despertaba en la mañana con un beso en la frente y una trenza medio chueca. Me preparaba pan tostado con mermelada aunque a veces se le quemaba. Y en las noches, me arropaba y me leía los cuentos de mamá, aunque su voz temblaba en algunas partes.
Cuando mi hermanito lloraba, él lo cargaba y le cantaba bajito una canción que mamá le cantaba a mí cuando era bebé. A veces lo veía desde la puerta, me escondía para no interrumpir. Tenía cara de estar lejos, como si sus pensamientos estuvieran platicando con alguien que ya no estaba.
Pero cuando me veía, me guiñaba un ojo. Y decía:
—Sos mi valiente, Sofi. Y mamá estaría tan orgullosa de vos.
Mi hermanito se llama León.
Tiene los ojos como los de mamá. Y cada vez que lo abrazo, siento como si ella se escondiera en su risita. A veces le hablo bajito, como le hablaba a la panza. Le digo:
—No llores, hermanito. Mamá no está aquí, pero dejó pedacitos de ella en nosotros. En tu sonrisa. En mis dibujos. En las canciones que papá canta.
León se ríe como si entendiera. Y eso me alcanza para seguir.
Pasaron los meses.
En la escuela me hacían muchas preguntas. A veces me dolía el pecho cuando alguien me decía que su mamá la fue a recoger o que iban a cocinar juntas. A mí me recogía papá. Y cocinábamos, sí, pero a veces se le olvidaba la sal o quemaba el arroz.
Hubo una vez que un niño me dijo que “ya no tenía mamá” y se rió.
Esa vez, empujé su mochila al lodo.
No me arrepiento.
—Yo sí tengo mamá —le grité—. Solo que ahora vive en el cielo. Pero me sigue queriendo más que nadie.
La maestra me mandó a la dirección. Cuando mi papá llegó, pensé que se enojaría. Pero solo me abrazó y me dijo:
—A veces, defender el amor también es una forma de llorar.
Un día, encontré un cuaderno de mamá entre sus cosas. Estaba lleno de letras apretadas y dibujos de flores. Era su diario. Me senté con él en las piernas y empecé a leer.
Había cosas como:
“Sofi me preguntó si el bebé vendrá con alas. Dice que en mis cuentos, todos los bebés nacen volando.”
O:
“León se mueve mucho. Parece que baila cuando su papá me abraza.”
Y la última entrada decía:
“Hoy siento miedo. Pero también una paz enorme. Pase lo que pase, mi familia es mi tesoro. Si algo me sucede, quiero que Sofi nunca olvide que es valiente, y que León escuche mi voz en el viento. Los amo con todo lo que soy. Para siempre.”
Lloré en silencio. Y por primera vez, no fue por tristeza, sino por amor.
Crecí.
Mi papá también.
Nos hicimos buenos en cocinar arroz. León aprendió a caminar, luego a correr, y después a hablar. Su palabra favorita era: “mamá”.
Cada vez que la decía, se la decíamos al cielo.
Hoy tengo quince.
Mi papá me regaló un collar con una piedrita azul. Me dijo que era de mamá. Que lo compró cuando supieron que estaba embarazada de mí. Me lo puso él mismo, con manos temblorosas y ojos que ya sabían llorar en silencio.
León cumplió ocho. Es un niño brillante, curioso y lleno de preguntas. Un día me dijo:
—¿Tú crees que mamá nos ve de verdad?
Le sonreí y lo abracé.
—No solo nos ve, León. Nos cuida. Nos manda señales. Nos sopla en el viento y se esconde en nuestros sueños.
Él asintió, como si supiera que eso era cierto desde siempre.
A veces, cuando vamos al parque, veo a otras familias. Algunas están completas. Otras no. Y entiendo algo que no entendía cuando tenía siete:
Que las personas que amamos de verdad nunca se van del todo.
Mamá no volvió físicamente. No bajó del cielo con alas ni entró por la puerta como en mis sueños.
Pero regresó en otras formas.
En los abrazos de papá.
En la risa de León.
En mis dibujos, mis canciones, mis palabras.
Y cada vez que alguien me dice “Sofía”, yo escucho, suavecito… “princesa”.
Como si mamá aún estuviera aquí.
Y con eso, me basta.
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