Su último deseo antes de la ejecución era ver a su perro, pero lo que sucedió lo cambió todo…
David Reed yacía sobre la fría e implacable camilla, con los brazos sujetos y el rostro pálido tras cinco años de encierro. La dura luz fluorescente de arriba se reflejaba en la jeringa preparada junto a su brazo. En ese momento, parecía que su destino ya estaba sellado. Durante cinco largos años proclamó su inocencia, pero ahora había llegado el momento de que la inyección letal siguiera su curso mortal.
—¿Alguna última palabra, señor Reed? —preguntó el alcaide, rompiendo el silencio que oprimía la sala.
David cerró los ojos. El reloj marcaba las 9:58 a.m. Solo dos minutos lo separaban de la muerte. Su mente se fue con quien nunca lo abandonó: Max, su pastor alemán. El perro que, años atrás, lo había salvado del suicidio cuando lo perdió todo. Su última petición, aprobada con dificultad, había sido verlo una última vez.
—Solo desearía que Max supiera que soy inocente —susurró.
Entonces, la puerta se abrió.
Max entró escoltado por un guardia. Aunque ya estaba viejo, sus ojos seguían brillando con la misma nobleza de siempre. Al ver a David, se acercó lentamente y apoyó la cabeza sobre su brazo, justo donde estaba conectada la vía para la inyección.
El silencio era total.
Pero en ese instante, Max olfateó… y gruñó.
Primero bajo. Luego más fuerte. Hasta que empezó a ladrar con fuerza. No era miedo. Era una señal. David la reconocía: era el ladrido que Max usaba cuando algo estaba mal. Cuando alguien mentía.
El perro se apartó de la camilla y caminó directo hacia un hombre parado en el fondo de la sala: el técnico forense, Warren Gibbons, quien cinco años atrás había testificado que las huellas en la escena del crimen coincidían con las de David.
Max ladró sin parar frente a él. Y entonces Warren se quebró.
—¡Ya basta! ¡Basta, por favor! —gritó con la voz rota— ¡No puedo más! ¡David es inocente! ¡Yo fabriqué las pruebas!
Todo explotó.
Los oficiales lo sujetaron de inmediato. El alcaide ordenó suspender la ejecución al instante. David, aún atado, no entendía si estaba soñando o si en verdad estaba a punto de vivir.
—Desconéctenlo. ¡Ahora! —ordenó el alcaide.
Horas después, Warren confesó todo: había manipulado pruebas bajo presión de un político local cuyo hijo era el verdadero culpable. Se le había pagado bien, y se le prometió que nadie lo descubriría.
Pero nunca contó con Max.
Un mes después…
David fue exonerado de todos los cargos.
Salió libre. No dijo nada a la prensa. Solo se agachó, abrazó a Max con fuerza, y susurró:
—Me salvaste dos veces, compañero.
Max fue declarado héroe nacional. Se convirtió en símbolo de lealtad y justicia. Recibió una medalla de honor en el Capitolio estatal y hasta una estatua en el parque donde David solía llevarlo de cachorro.
David se mudó a un pequeño pueblo en Nuevo México. Compró una cabaña alejada de todo, donde solo vivían él y Max. Le construyó una cama especial, le cocinaba carne todos los días, y le hablaba como a un hermano.
Max vivió dos años más. Y cuando llegó su hora, David lo enterró bajo el roble más grande del terreno, junto a una placa que decía:
“Aquel que ladró contra la muerte… y la venció.”
Hoy, David visita escuelas y da charlas sobre justicia, lealtad y segundas oportunidades. Nunca volvió a confiar en los hombres… pero nunca dejó de confiar en los perros.
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