El cuaderno que me salvó
Sofía lloraba. No de berrinche, ni de capricho, sino de vergüenza. De esa que te aprieta el estómago y te arde en los ojos como si el alma se te estuviera derritiendo por dentro. Tenía nueve años, los zapatos rotos, el uniforme desteñido… y la mochila vacía.
Ese día, la maestra había hablado con voz fuerte y seria frente al pizarrón:
—Mañana quiero que todos traigan un cuaderno nuevo. Vamos a empezar la carpeta de ciencias. Nada de hojas sueltas ni cuadernos usados.
Sofía se quedó en silencio, con las manos apretadas sobre las rodillas. Sabía que no tenía nada nuevo. El único cuaderno que tenía estaba lleno: hojas gastadas, tapas dibujadas con birome, palabras escritas en cada rincón. Cuando al día siguiente se lo mostró a la maestra, con las mejillas rojas y los dedos temblorosos, la respuesta fue rápida y filosa:
—Así no se trabaja, Sofía. Decile a tu mamá que te compre uno.
Las risitas no se hicieron esperar. Un par de chicos se taparon la boca para no reír fuerte. Sofía no dijo nada. No podía. Tragó saliva, bajó la cabeza y se quedó toda la clase con la mirada clavada en el pupitre, deseando desaparecer.
Pero su mamá no podía comprarle un cuaderno. No podía comprar casi nada. Estaba enferma, con los ojos siempre cansados y la voz bajita. No tenía trabajo. Apenas les alcanzaba para cenar té con pan duro y un poco de arroz a veces. Y Sofía sabía que si pedía un cuaderno, su mamá iba a llorar.
Esa tarde, salió de la escuela con una idea dando vueltas en la cabeza. Caminó por las calles como si llevara piedras en los pies. Metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó una moneda de cinco pesos, el único vuelto que le había sobrado de comprar el pan. La apretó con fuerza como si fuera su última esperanza. Y entró a la primera librería que encontró.
Era un lugar pequeño, con estantes de madera y olor a lápiz nuevo. Un hombre mayor acomodaba lápices en una caja. Cuando la vio entrar, sonrió con amabilidad.
—Buenas tardes, ¿en qué te puedo ayudar?
Sofía quiso hablar. Quiso decirle que no tenía suficiente, que necesitaba lo más barato que tuviera. Pero no pudo. Solo lloró. Las lágrimas le cayeron sin permiso, y la voz se le quedó atrapada en la garganta.
El hombre se agachó a su altura, le ofreció un pañuelo limpio y le habló con dulzura:
—¿Querés contarme qué te pasa?
Ella le explicó entre sollozos, con palabras rotas por los mocos y la pena. Le habló de la maestra, de su mamá, de sus hermanos, de que solo quería un cuaderno, aunque fuera el más feo, con tapas blandas y hojas arrugadas.
El hombre no se rió. No frunció el ceño. No la miró con lástima. Solo la escuchó.
Después, sin decir nada, fue hasta un estante alto, tomó un cuaderno con tapa dura, de esos con dibujos de animales, colores brillantes y hojas blancas, suaves como la nieve.
—Este es para vos —le dijo—. Y no me lo vas a pagar con plata… me lo vas a pagar estudiando. ¿Trato hecho?
Sofía lo miró con los ojos como platos. Asintió con fuerza, con el corazón latiéndole tan rápido que creyó que se le iba a salir por la boca. Salió de la librería como si acabara de ganarse la lotería. Nunca había tenido algo tan lindo. Lo apretó contra el pecho, y caminó hasta su casa con una sonrisa que le iluminaba la cara.
Lo que no esperaba era volver a ver al señor de la librería… tan pronto. Y mucho menos en la puerta de su casa.
Su mamá se asustó al verlo. Pensó lo peor. Que Sofía había robado, que el cuaderno no era un regalo, que él venía a reclamar algo. Pero el hombre solo vino a saludar. A preguntar cómo estaban. Y cuando vio los ojos ojerosos de la mujer, la heladera vacía, a los hermanitos descalzos jugando en el suelo, no dijo nada. Solo sonrió con tristeza y se despidió.
Al día siguiente volvió, esta vez con bolsas.
Comida, leche en polvo, útiles, cuadernos, lápices, zapatillas. Trajo todo lo que pudo. Y no paró ahí. Empezó a visitarlos una vez por semana. Le traía libros a Sofía, la ayudaba con las tareas, le explicaba matemáticas con paciencia infinita. Le consiguió a su mamá unos medicamentos para los pulmones y, tiempo después, la ayudó a conseguir un trabajo de medio tiempo en un depósito del barrio.
Nunca quiso que lo llamaran “don” ni “señor”.
—Llamame Julián —decía sonriendo—. Así me dicen los amigos.
Pero para Sofía, él fue mucho más que eso.
Fue el hombre que la vio cuando todos la ignoraban. Que creyó en ella cuando ni ella sabía cómo hacerlo. Que apostó a su educación, no con discursos, sino con un gesto simple y gigante: un cuaderno.
Hoy, Sofía tiene veinte años. Estudia Letras en la universidad. Cada vez que abre un cuaderno nuevo, respira hondo y recuerda. Recuerda el pañuelo, la sonrisa, el trato sellado con lágrimas. Recuerda a Julián.
Un cuaderno cambió su vida.
Un acto pequeño. Un gesto invisible para el mundo. Pero que para una niña con los mocos pegados a la cara y el alma hecha trizas, fue la chispa que encendió toda una esperanza.
Y es que a veces no se trata de dar mucho. Se trata de ver. De escuchar. De tender la mano justo cuando más se necesita.
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