Rosa y la carretera de los sueños
Rosa Ortega, a sus 76 años, siempre había llevado consigo un anhelo guardado bajo llave, casi como un secreto íntimo: sentir el rugido de una moto en carretera abierta, el viento acariciándole el rostro y esa libertad salvaje que tantas veces había visto en las películas.
Pero la vida la había llevado por otro rumbo: hijos que criar, un marido enfermo al que cuidar hasta su último aliento, jornadas interminables de trabajo en una panadería que apenas le daban descanso. Nunca hubo espacio para aquella locura juvenil que parecía tan lejana, casi prohibida.
Una tarde cualquiera, en la cafetería del centro de jubilados, mientras removía distraída un café con leche, se lo confesó a Manuel Requena. Él tenía 79 años, viudo desde hacía una década, y conservaba en los ojos la chispa intacta de un muchacho. Había sido mecánico y siempre había sentido devoción por las motocicletas.
—Siempre soñé con ir detrás de alguien en una Harley —dijo Rosa, medio en broma, medio con nostalgia—. Como esas mujeres de las películas americanas. Pero a mi edad ya sería una tontería.
Manuel arqueó una ceja y sonrió, con esa seguridad de quienes saben más de la vida que del qué dirán.
—¿Una tontería? Rosa, a nuestra edad lo único tonto es dejar de cumplir lo que uno desea.
Ella soltó una risita incrédula, pero no volvió a mencionarlo. Creyó que quedaría en una anécdota más de esas conversaciones de tarde.
Pero Manuel no olvidó.
Esa misma semana, apareció frente a la casa de Rosa montado en una Harley Davidson azul, impecable, brillante bajo el sol de primavera. Cuando tocó el claxon y ella salió, primero creyó que era una broma.
—Sube —dijo él, tendiéndole un casco extra—. Hoy vamos a cumplir tu sueño.
Rosa lo miró como si fuera un loco.
—¿Y si me caigo?
—Entonces caemos juntos —respondió él—. Pero si te agarras fuerte, no habrá caída que temer.
Con manos temblorosas, se puso el casco. Se abrazó a su cintura y, cuando el motor rugió como un animal salvaje, su corazón palpitó como el de una muchacha de 20 años. La moto salió por las calles tranquilas del barrio, atravesó avenidas y pronto se lanzó a devorar kilómetros de carretera.
El viento le despeinaba el cabello blanco que escapaba del casco. Rosa gritó, entre carcajadas y lágrimas:
—¡Dios mío, esto es increíble!
—Te lo dije —contestó Manuel, mirando al horizonte—. No estamos viejos, estamos de estreno.
Rodaron por la costa mediterránea, el mar brillando como un espejo y el olor a salitre llenándoles los pulmones. Pararon en un mirador donde el sol comenzaba a descender. Rosa bajó de la moto con las piernas todavía temblorosas y los ojos húmedos de emoción.
—¿Sabes? —dijo ella, con voz quebrada—. Hace años que no me sentía así… libre, viva, como si pudiera volver a empezar.
Manuel se quitó el casco y la miró con ternura.
—Ese es el secreto, Rosa. La juventud no está en la piel, está en las ganas de hacer locuras.
Ella sonrió, y en un arranque de confianza apoyó su cabeza en su hombro.
—¿Y si hacemos más viajes? ¿Una ruta por toda España, como esos moteros jóvenes?
Manuel soltó una carcajada profunda.
—Tendremos que llevar pastillas para la tensión y las gafas de leer en la mochila… pero claro que sí.
El regreso fue más lento, como si ambos quisieran alargar aquel instante infinito. Cuando Rosa bajó de la moto frente a su casa, se quedó contemplándola como quien mira un sueño convertido en carne y metal.
—¿Sabes lo que pienso? —dijo, con una seriedad nueva—. Que no importa cuánto nos quede de vida. Lo importante es que cada kilómetro lo recorramos con valentía… y con amor.
Manuel le tomó la mano arrugada y respondió con suavidad:
—Y mientras tú quieras subir a mi moto, siempre habrá una carretera esperándonos.
Aquella noche, Rosa abrió su diario de tapas gastadas. Con letra temblorosa escribió:
“Hoy volé sin alas. Hoy descubrí que la edad no impide que el corazón tenga sed de aventuras. Y en la carretera, abrazada a Manuel, entendí que la vida aún puede sorprenderme.”
Epílogo feliz
Los viajes no se detuvieron en aquel primer día. Rosa y Manuel comenzaron a recorrer pueblos, a detenerse en carreteras secundarias, a descubrir rincones de España que ni en su juventud habían conocido.
Los vecinos empezaron a llamarlos “los novios de la Harley”. Los hijos de Rosa, al principio sorprendidos, terminaron aplaudiendo la valentía de su madre. Y los nietos pedían fotos de la abuela con casco, convencidos de que era la mujer más increíble del mundo.
Un verano, cumplieron la promesa: una ruta entera por la península. Desde Galicia hasta Andalucía, deteniéndose en hostales pequeños, comiendo en bares de carretera y coleccionando recuerdos en cada kilómetro.
En cada parada, Rosa sentía que su vida se ensanchaba, que el tiempo ya no la encogía sino que le regalaba horizontes. Y Manuel, que había pasado años en soledad, descubrió en ella la compañera que nunca imaginó tener tan tarde en la vida.
Un atardecer, en lo alto de Sierra Nevada, mientras contemplaban las montañas teñidas de rojo, Manuel tomó valor.
—Rosa, ¿sabes? He recorrido muchas carreteras en mi vida, pero ninguna tuvo sentido hasta que tú subiste a mi moto. ¿Quieres recorrer conmigo la última ruta, la de lo que nos quede de vida?
Ella lo miró, con lágrimas brillando en los ojos, y respondió con una sonrisa luminosa:
—Contigo, Manuel, no hay última ruta. Contigo, siempre empieza otra.
Y así fue. No sólo cumplieron sueños, sino que construyeron juntos uno nuevo: el de demostrar que la edad nunca es un freno para amar, reír y sentir el viento en la cara.
Porque la carretera de la vida, entendieron, no se mide en años, sino en la intensidad con la que se vive cada kilómetro.
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