El reloj digital marcaba las 2:14 a.m. con un parpadeo débil y frío en la cocina semioscura. Afuera, la lluvia golpeaba con rabia los vidrios mal sellados del departamento, como si el cielo estuviera tan cansado como ella.

Leah Anderson apenas podía mantenerse de pie. Su espalda dolía, sus párpados se cerraban, pero el llanto de su bebé no paraba.

Charlie, su pequeño de apenas seis meses, lloraba desconsoladamente en la cuna improvisada hecha con mantas y cojines. Leah había intentado todo: mecerlo, cantarle, pasearlo en brazos, pero él solo tenía hambre… y ella no tenía fórmula.

—Shhh, bebé… mamá está aquí… mamá te ama —murmuró con voz quebrada, acariciándole la cabeza con ternura desesperada.

Revisó por quinta vez el bote vacío de leche. Sacudió el fondo esperando algún milagro en polvo. Nada. Solo aire.

Fue a la cocina. El refrigerador estaba casi tan vacío como su cuenta bancaria. Dos huevos, medio limón seco, un trozo de pan duro.

Se dejó caer en una silla. Sentía que el mundo la estaba tragando.

La joven madre tenía solo 24 años. Había sido abandonada por su pareja cuando estaba embarazada de cuatro meses. Sin familia, sin amigos que pudieran ayudarla, sin más apoyo que su orgullo y las propinas que juntaba como mesera, Leah sobrevivía… apenas.

En su celular había un mensaje que había escrito hacía días, pero nunca había enviado. Era para un número que había encontrado en un foro de ayuda, de esos que parecían falsos o abandonados. Decía:

“¿Alguien tiene fórmula o leche para bebé que ya no use? Estoy en una situación difícil y no tengo a quién más pedirle ayuda.”

Había borrado y reescrito ese mensaje unas veinte veces. Le daba vergüenza pedir. Le daba miedo no recibir respuesta. Pero esa noche ya no quedaba opción. Con el pulgar temblando, escribió uno nuevo:

“Hola. Perdón por molestar. Se me acabó la fórmula y mi hijo lleva horas llorando. No tengo dinero hasta la próxima semana. ¿Podrías ayudarme, por favor?”

Presionó “Enviar”.

Y se quedó mirando la pantalla como si de ella dependiera su salvación.

Pasaron tres minutos. Cinco. Diez.

Suspiró y se resignó. Se acurrucó en el piso junto a la cuna. Charlie seguía llorando, pero ella ya no tenía lágrimas. Se quedó dormida de agotamiento.

Hasta que… vibró el celular.

“Hola. Soy Max Carrington. Creo que te equivocaste de número. Pero leí tu mensaje. No te preocupes, voy a ayudarte.”

Leah se incorporó de golpe. Parpadeó. ¿Qué? ¿Carrington?

Miró el número. Era desconocido. El nombre, sin embargo, sonaba de las noticias. ¿No era ese millonario que construyó edificios, invirtió en tecnología, y salía con modelos en las revistas?

Sacudió la cabeza. “Debe ser una broma…”, murmuró.

Otro mensaje llegó.

“Voy a enviarte fórmula, pañales y lo que necesites. ¿A qué dirección puedo mandarlo?”

Leah se quedó paralizada. ¿Y si era real? ¿Y si no era un loco, sino un ángel?

Respondió, dudando. Dio la dirección. Escribió:

“No sé quién eres, pero si esto es verdad… gracias. De corazón.”

Y entonces, llegó un último mensaje esa noche:

“Nadie debería tener que rogar por alimento para su hijo. Mañana tendrás lo necesario. Cuida a tu bebé. Lo demás déjamelo a mí.”

**

A la mañana siguiente, el timbre del edificio sonó con insistencia.

Leah, con Charlie en brazos y ojeras hasta el cuello, abrió la puerta.

Un repartidor uniformado le entregó varias cajas grandes con la etiqueta “Enviado por Max Carrington”. Ella se quedó muda.

Al abrirlas, encontró más de lo que había pedido. Leche de la mejor marca, pañales de calidad, biberones nuevos, cobijas suaves, ropa para bebé… hasta un peluche con una tarjeta escrita a mano:

“Eres una gran mamá. Esto no es caridad. Es respeto.”

Ella se cubrió la boca con la mano y rompió en llanto. Un llanto que llevaba meses contenido.

Sostuvo a Charlie con fuerza y le susurró:

—Alguien nos vio, hijo… alguien nos vio.

**

Esa fue la primera vez que Leah escuchó el nombre “Max Carrington” no como algo lejano, sino como el de un ser humano que existía… y que, por alguna razón, había decidido salvarla.

—¿Por qué haces esto? —le escribió en un mensaje.

La respuesta llegó rápido.

“Porque hace años, yo fui ese bebé llorando en la oscuridad. Y nadie llegó.”

**

¿Quieres que continúe con la segunda parte: el desarrollo de su relación, el conflicto interno de Leah, el encuentro en persona y el cambio de vida?