En las primeras horas del 8 de diciembre de 1941, las llamas aún consumían los restos del

USS Arizona en Pearl Harbor. Los marines estadounidenses contaban sus muertos en

el polvo de Hawaii. Mailes de kilómetros al oeste, en los salones de poder de Tokio, oficiales de

la Armada Imperial Japonesa desplegaban mapas. Esos mapas se extendían mucho más

allá del Pacífico. Entre esas cartas náuticas, grabadas con precisión

obsesiva, había una región que para muchos parecería irrelevante.

México. Para los estrategas del Imperio del Sol naciente, ese país de habla

hispana en la frontera sur de su nuevo enemigo no era un simple espectador lejano. Era una pieza en un tablero de

ajedrez global. Sus implicaciones podían alterar el equilibrio de fuerzas en todo

el hemisferio occidental. Para comprender qué pensaban los japoneses de México durante la Segunda Guerra

Mundial, es necesario retroceder en el tiempo. Es necesario entender la

compleja red de percepciones, temores y esperanzas que conectaban a estas dos

naciones. Dos naciones separadas por un océano inmenso, pero unidas por la

geografía del conflicto más devastador que la humanidad había conocido.

La relación entre Japón y México no comenzó con la guerra. Décadas antes, en

los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, inmigrantes japoneses

habían llegado a las costas mexicanas. Buscaban oportunidades en las plantaciones de café de Chiapas, en las

minas del norte, en los campos agrícolas del noroeste. La primera ola significativa llegó en 1897.

El gobierno de Porfirio Díaz, ansioso por modernizar México y diversificar su

población, comenzó a facilitar la inmigración japonesa. Estos primeros inmigrantes enfrentaron

condiciones brutales en las plantaciones. Trabajaban bajo el sol implacable de

Chiapas en haciendas cafetaleras. El trato no difería mucho de la esclavitud.

Muchos huyeron de esas condiciones hacia el norte. se establecieron en Baja California, donde fundaron colonias

agrícolas que eventualmente prosperaron. Para 1941

existía una pequeña pero visible comunidad japonesa en México, concentrada principalmente en ciudades

portuarias como Mazatlán, Enenada y Mexicali, en regiones fronterizas donde

establecieron negocios, pescaderías, lavanderías y pequeñas empresas

comerciales. Esta diáspora, aunque modesta en números comparada con la que existía en Brasil o

Perú, representaba para Tokio un vínculo cultural y potencialmente estratégico.

Los analistas japoneses sabían que México compartía más de 3,000 km de

frontera con Estados Unidos. Una frontera porosa, extensa, difícil de

vigilar por completo. Sabían que esa línea arbitraria trazada en el desierto

y el Río Bravo representaba no solo una división geográfica, también era una

cicatriz histórica profunda. México había perdido más de la mitad de su territorio en la guerra de 1846

a 1848. despojado de California, Nevada, Utah,

Arizona, Nuevo México y partes de Colorado y Wyoming, lo que los mexicanos

llamaban el despojo más grande de su historia. Los estrategas japoneses conocían esta herida. era mencionada en

sus informes de inteligencia como una fuente potencial de resentimiento que

podría explotarse. Sabían también que México poseía vastos recursos naturales,

especialmente petróleo, un recurso crítico que Japón necesitaba

desesperadamente para alimentar su maquinaria de guerra. Los yacimientos petroleros de la costa

del Golfo en Veracruz y Tabasco producían millones de barriles. Fluían

principalmente hacia Estados Unidos, alimentando la industria estadounidense

que ahora se convertía en fábrica de armamento para los aliados. Y sabían que

las relaciones entre México y Estados Unidos, aunque oficialmente cordiales en

la década de 1940, arrastraban cicatrices profundas.

La intervención estadounidense durante la Revolución Mexicana había dejado heridas abiertas.

Tropas del general John Persin persiguieron a Pancho Villa en territorio mexicano en 1916.

La ocupación de Veracruz en 1914 por marines estadounidenses bajo órdenes del

presidente Woodrowe Wilson. Un patrón histórico de condescendencia y

manipulación económica. Todo esto había dejado un resentimiento latente que los estrategas japoneses

creían poder explotar. En documentos de inteligencia naval japonesa capturados

después de la guerra, se hace referencia explícita a este contexto histórico.

Lo veían como factor que podría hacer a México receptivo a mensajes

antiestadounidenses. Los analistas en Tokio imaginaban que

México, humillado históricamente por su vecino del norte, podría ser persuadido

que sus verdaderos intereses no coincidían con los de Washington. Cuando

los planificadores militares en Tokio evaluaban a México en los meses previos

a Pearl Harbor, lo hacían a través de un prisma particular,

una mezcla de necesidad estratégica con nociones raciales y culturales que

dominaban el pensamiento imperial japonés de la época. Japón se veía a sí

mismo como el liberador de Asia, destinado a crear una gran esfera de coprosperidad de la Gran Asia oriental,

expulsaría a las potencias coloniales occidentales y establecería un nuevo orden bajo liderazgo japonés. Esta

ideología, conocida como Jako y Chiu postulaba que Japón tenía una misión

divina, unificar Asia bajo su benevolente tutela, liberando a los

pueblos asiáticos del colonialismo blanco. En esta visión grandiosa, los

países de América Latina ocupaban un espacio ambiguo. No eran parte del mundo