Por qué los japoneses ‘odiaban’ al Escuadrón 201 en la Segunda Guerra Mundial

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La neblina se levantaba apenas sobre la pista de Porc cuando el capitán Radamés
Gaxiola Andrade terminó de revisar el panel de instrumentos de su P47D
Thunderbolt. El calor ya comenzaba a sentirse incluso
a esa hora temprana y el olor a combustible de aviación se mezclaba con
el aroma terroso de la selva filipina que rodeaba la base aérea. Era el 18 de
junio de 1945 y el escuadrón 2011 de la Fuerza Aérea

Expedicionaria Mexicana estaba a punto de cumplir su decimotercera misión de combate desde su llegada a Luzón hacía
apenas tres semanas. Gaxiola no era hombre dado a la superstición, pero algo
en el aire de aquella mañana le producía una inquietud que no lograba sacudirse.

Tal vez era el informe de inteligencia que habían recibido la noche anterior o quizá la forma en que el teniente
coronel Antonio Cárdenas Rodríguez había fruncido el seño. Durante el briefing
previo al amanecer. Los japoneses estaban retirándose hacia el norte de Luzón, concentrándose en las montañas de
la cordillera central, pero su retirada no era una huida desorganizada, era una
maniobra calculada y los convoyes que se movían por las carreteras polvorientas
entre Bang y Kiang seguían siendo objetivos de alto valor para las fuerzas
estadounidenses y sus aliados. El motor Pratan Whydney R2800
del Thunderbolt cobró vida con un rugido que hizo temblar el fuselaje completo.

Gaxiola sintió la vibración familiar subir por el asiento, por su columna vertebral, instalándose en sus huesos
como un recordatorio de la máquina letal que ahora controlaba. 10,5 m de acero,
aluminio y potencia bruta, ocho ametralladoras calibre 50 montadas en
las alas. Dos bombas de 250 libras colgando bajo el vientre del avión.
Era
un martillo diseñado para destrozar lo que fuera que se cruzara en su camino. A
su izquierda, el teniente José Espinosa Fuentes ya estaba rodando hacia la pista
principal. A su derecha, el capitán Pablo Rivas Martínez levantó la mano en
señal de estar listo. Detrás de ellos, los otros 8 P47 del escuadrón formaban
una línea ordenada, sus hélices cortando el aire húmedo de la mañana tropical.

12 pilotos mexicanos volando bajo la insignia de su país a miles de kilómetros de casa, preparándose para
lanzarse una vez más contra un enemigo que había demostrado ser tan tenaz como
despiadado. La torre de control dio la autorización final. Gaxiola soltó los
frenos y empujó la palanca del acelerador hacia adelante.
El Thunderbolt comenzó a rodar, ganando
velocidad con cada metro. El rugido del motor convirtiéndose en un aullido
ensordecedor. La pista de tierra compactada pasaba cada vez más rápido
bajo las ruedas y luego Gaxiola sintió ese momento de transición, esa fracción
de segundo donde el avión dejaba de ser una máquina terrestre para convertirse en algo que desafiaba la gravedad. tiró
suavemente de la palanca de control y el P47 se elevó trepando hacia el cielo, que
comenzaba a teñirse de tonos dorados y naranjas con el sol naciente.

Uno tras otro, los 11 aviones restantes siguieron al líder de vuelo, formando
dos escuadrillas de seis aparatos cada una. La formación era cerrada, pero no
rígida, permitiendo a cada piloto mantener contacto visual con sus compañeros mientras conservaba libertad
de maniobra. Gaxiola miró hacia abajo mientras ganaban altitud, observando
como la base de Porc se hacía cada vez más pequeña, una mancha de actividad
humana rodeada por la inmensidad verde de la jungla filipina.

Volaron hacia el norte siguiendo el curso del río Pampanga, manteniéndose a 3000 m de altitud. El plan de vuelo era
directo, interceptar la carretera principal que conectaba Bamban con
Santiago en el valle del río Cagayán, donde los informes de reconocimiento
habían identificado movimiento significativo de tropas y vehículos japoneses durante las últimas 48 horas.
Los japoneses estaban reforzando sus posiciones defensivas en las montañas,
preparándose para lo que sabían sería su última resistencia en Luzón.
La radio
crepitó con estática y luego la voz del coronel Cárdenas cortó el ruido de
fondo. Águilas aztecas, mantengan formación cerrada hasta el punto de
referencia alfa. Los casas amigos reportan actividad antiaérea
intensificada en el sector objetivo. Manténganse alertas.
Gaxiola confirmó la
orden junto con los demás pilotos. Conocía bien lo que significaba actividad antiaérea intensificada. Los
japoneses habían comenzado a desplegar sus cañones antiaéreos tipo 96 de 25 mm
en posiciones móviles, escondiéndolos bajo la cobertura de la selva hasta el
último momento. También tenían el temido tipo 88 de 75 mm, capaz de derribar un
avión a 4,000 m de altitud si el artillero era lo suficientemente hábil.

Pero lo más peligroso no eran las armas pesadas, sino las ligeras, las
ametralladoras tipo 92 de 7,7 mm, que
podían saturar el cielo con plomo cuando los aviones descendían para sus pasadas de ataque. El paisaje bajo ellos había
cambiado.

Las llanuras verdes habían dado paso a colinas onduladas que gradualmente se
transformaban en montañas escarpadas. La cordillera central se alzaba como una
columna vertebral irregular que atravesaba el norte de Luzón, sus picos
envueltos en nubes bajas que se aferraban a las cumbres como mortajas blancas. Las carreteras eran apenas
visibles, serpentinas de tierra pálida que se retorcían entre la vegetación
densa.

Punto de referencia alfa a la vista,
anunció el teniente Mario López Portillo desde su posición en la segunda escuadrilla, iniciando descenso al
sector de patrulla. La formación comenzó a perder altitud en una espiral controlada. Gaxiola sentía la tensión
acumulándose en su estómago, ese nudo familiar que aparecía antes de cada
misión de combate.
No era miedo exactamente, aunque el miedo ciertamente
estaba presente. Era más bien una hiperconciencia, un estado de alerta absoluta donde cada
sentido se agudizaba, donde el tiempo parecía volverse más denso.

estaban a 100 m cuando Gaxiola lo vio. Al principio era solo una línea
irregular en la carretera, pero mientras perdían más altitud, los detalles se
hicieron evidentes. Un convoy no pequeño, tal vez 25 o 30
vehículos moviéndose en columna hacia el norte, levantando nubes de polvo que
marcaban su progreso como una estela visible desde kilómetros de distancia.
camiones, algunos vehículos blindados, probablemente transportando tropas,
municiones, suministros médicos, todo lo que un ejército en retirada, pero aún
combativo, necesitaba para mantener su capacidad de lucha. Objetivo confirmado,
transmitió Gaxiola. Su voz calmada a pesar del pulso acelerado que sentía en
las cienes. Convoy, enemigo en movimiento, coordenadas marcadas. Preparar ataque en
picada. Aproximación desde el oeste. Primera escuadrilla. Concéntrense en la
cabeza y centro del convoy. Segunda escuadrilla. Golpeen la retaguardia y
corten su ruta de escape. Las confirmaciones llegaron una tras otra.

Los pilotos verificaron sus sistemas de armamento, ajustaron sus miras, calcularon mentalmente los ángulos de
ataque. El P47 Thunderbolt era extraordinariamente resistente, capaz de
absorber un castigo que habría derribado a cazas más ligeros, pero eso no lo hacía invulnerable.
un impacto directo de artillería antiaérea en el motor o el tanque de combustible y hasta la robusta
construcción del Thunderbolt sería suficiente. Gaxiola inclinó su avión hacia la
izquierda, comenzando el arco que lo llevaría a su posición de ataque.
Los

demás lo siguieron, la formación abriéndose ahora en una línea extendida que les daría espacio para maniobrar.
El sol estaba a sus espaldas, lo que les daría una fracción de segundo de ventaja, cegando a los artilleros
enemigos hasta que fuera demasiado tarde. Entonces sucedió. Las primeras
trazadoras comenzaron a subir desde las posiciones a los lados de la carretera. líneas luminosas de muerte que se
arqueaban hacia ellos como fuegos artificiales mortales. Los japoneses
habían estado esperando, por supuesto que habían estado esperando ese convoy
no era solo un objetivo, era un anzuelo. Y el escuadrón 2011 acababa de morder.

Fuego antiaéreo, rompan formación. La voz de Cárdenas cortó a través de la
radio con urgencia controlada. Gaxiola lanzó su P47 en un viraje cerrado,
sintiendo la fuerza G presionar contra su cuerpo, oscureciendo momentáneamente
su visión periférica. A su alrededor, el cielo se había convertido en un campo de
batalla tridimensional. Las trazadoras seguían subiendo, algunas
pasando tan cerca que podía ver las estelas de humo que dejaban.

escuchó el impacto metálico cuando algunos proyectiles encontraron el ala derecha de su avión, pero el Thunderbolt
mantuvo su trayectoria. Construido como un tanque volador, podía
soportar daño que habría destrozado a un cero japonés, pero no todos tenían su
suerte. vio el P47 del teniente Fernando Flores Cano recibir una ráfaga directa
en el fuselaje. Humo negro comenzó a salir del motor denso y aceitoso.
Flores luchó con los controles tratando de mantener el avión estable
altitud suficiente para saltar en paracaídas. La voz del piloto llegó por la radio
tensa pero clara. Tengo daño crítico en el motor. Intento mantenerla estable.

Cubran mi retirada. Dos P47 inmediatamente se desviaron de su trayectoria de ataque, posicionándose
como escolta para el avión herido. Era doctrina estricta del escuadrón. Ningún
piloto se queda solo. Ningún hombre se deja atrás. Gaxiola no tenía tiempo para pensar en
eso. Ahora había entrado en su pasada de ataque y el convoy estaba creciendo
rápidamente en su mira. Podía ver figuras corriendo junto a los vehículos,
soldados japoneses buscando cobertura o preparando más armas para disparar
contra los aviones atacantes. empujó el morro del P47 hacia abajo, sintiendo la
aceleración mientras la gravedad y los 2,000 caballos de fuerza del motor
trabajaban juntos para convertir su avión en un proyectil de 8 toneladas,
600 m, 500, 400. Sus dedos encontraron los gatillos.

El
mundo se redujo a ese momento, a esa fracción de segundo donde todo se
alineaba perfectamente. Apretó. Las ocho ametralladoras calibre
50 rugieron al unísono, un sonido que sobrepasaba incluso el aullido del
motor. El P47 entero vibró con el retroceso, mientras cientos de
proyectiles salían disparados hacia el objetivo. Gaxiola vio la tierra explotar a lo
largo de la carretera. vio como los proyectiles trazadores impactaban contra
los camiones, perforando metal, destrozando motores, encontrando los
depósitos de combustible. Una bola de fuego naranja se elevó cuando uno de los
vehículos explotó, seguidas segundos después, por una segunda explosión aún
mayor, cuando la munición que transportaba detonó en una secuencia en cadena. tiró de la palanca de control en
el último momento posible, sintiendo la presión inmensa mientras sacaba al
Thunderbolt de su picada mortal. El suelo pasó a escasos metros bajo las
ruedas mientras ganaba altitud de nuevo, virando fuertemente para evitar volar
directamente sobre las posiciones antiaéreas que ahora disparaban con frenesí desesperado. A su alrededor, los
otros pilotos mexicanos ejecutaban sus propios ataques. El capitán Reinaldo
Tellez Girón descendió en picada perfecta sus bombas cayendo con
precisión quirúrgica sobre un grupo de vehículos blindados. Las explosiones
levantaron columnas de tierra y escombros que se elevaron 30 m en el aire. El teniente Jorge Chavarriel
Isondo atacó por el flanco opuesto, sus ametralladoras barriendo la columna de
sur a norte, sembrando destrucción a su paso. Pero los japoneses estaban
respondiendo con todo lo que tenían. El cielo sobre la carretera se había
convertido en una telaraña mortal de fuego antiaéreo. Gaxiola vio impactos en al menos 3 P47
más. Aunque todos parecían mantener control y capacidad de vuelo, el
Thunderbolt estaba ganándose su reputación como el caza más resistente de la guerra. Entonces, la radio explotó
con urgencia. Cazas, enemigos, ceros aproximándose desde el este. Tres, no,
cinco contactos. La emboscada era completa. Los japoneses no solo habían
preparado una trampa terrestre, habían coordinado con sus propias cazas para crear una trampa aérea. Era táctica
sofisticada, el tipo de coordinación que solo se veía cuando un comandante
enemigo sabía exactamente qué esperar y cuándo esperarlo. Gaxiola maldijo entre
dientes mientras miraba su P47 para enfrentar la nueva amenaza. Los
Mitsubishi A6M0 eran casas legendarios, ágiles y letales
en combate cerrado. El Thunderbolt era más pesado, más rápido en línea recta y
muchísimo más resistente. Pero en un giro cerrado el cero tenía ventaja. Los
pilotos mexicanos habían sido entrenados exhaustivamente en las tácticas
adecuadas. usar la velocidad y la potencia de fuego superior del P47,
evitar entrar en peleas de perros donde el cero podría usar su agilidad. El
primer cero descendió sobre el teniente Héctor Espinoza Galván, sus
ametralladoras tipo 99 de 20 mm escupiendo proyectiles.
Espinoza reaccionó instantáneamente, lanzando su Thunderbolt
inmersión de alta velocidad que el cero no podía igualar sin arriesgar la integridad estructural de sus alas. El
casa japonés trató de seguirlo, pero tuvo que abandonar la persecución. Gaxiola se encontró enfrentando a dos
ceros que atacaban en Tandem, una maniobra coordinada diseñada para
atrapar al avión enemigo en un fuego cruzado. Giró hacia uno de ellos,
forzando al piloto japonés a elegir entre colisionar o romper su ataque. El
cero miró fuertemente a la izquierda y en ese momento Gaxiola tuvo su oportunidad. alineó su mira mientras el
cero comenzaba su giro, adelantando la trayectoria, calculando el punto de
intercepción. Apretó los gatillos. El cero virtualmente se desintegró bajo la
concentración de fuego. Las balas calibre 50 destrozaron el ala izquierda
y perforaron el fuselaje central. vio un destello brillante cuando alcanzó el
tanque de combustible y luego el caza japonés era solo una bola de fuego
cayendo en espiral hacia la selva abajo. No había tiempo para celebrar. El
segundo cero estaba sobre él y Gaxiola tuvo que usar cada truco que había aprendido para mantener al ágil caza
enemigo fuera de su cola. El combate aéreo se convirtió en un
ballet mortal de máquinas y pilotos, cada uno buscando esa fracción de segundo de ventaja que significaría la
diferencia entre vivir y morir. A través de su visión periférica, Gaxiola vio
cómo se desarrollaba el resto de la batalla. El teniente Espinosa Fuentes
había derribado otro cero, enviándolo a estrellarse contra una ladera montañosa.
El capitán Rivas Martínez perseguía a un tercero, sus trazadoras dibujando líneas
rojas en el aire mientras trataba de conseguir una solución de disparo. Abajo
el convoy ardía. columnas masivas de humo negro elevándose hacia el cielo
como pilares oscuros. La batalla aérea duró tal vez 5 minutos, aunque a Gaxiola
le pareció una eternidad. Cuando finalmente los ceros supervivientes rompieron contacto y huyeron hacia el
norte, tres de los casas japoneses habían sido derribados y los otros dos
mostraban daño visible. Del lado mexicano, todos los P47 seguían volando,
aunque varios mostraban impactos de balas significativos. Escuadrón, reportar estado”, ordenó el
coronel Cárdenas. Las respuestas llegaron una por una. Todos los pilotos
estaban vivos. El teniente Flores Cano había logrado mantener su avión dañado
en el aire lo suficiente para alejarse de la zona de combate. Varios pilotos
reportaron sistemas dañados pero funcionales. Lo más importante, habían cumplido su misión. El convoy japonés
había sido destruido casi por completo. Quizá cinco o seis vehículos habían
logrado escapar, pero el resto era chatarra humeante esparcida a lo largo
de 3 km de carretera. El vuelo de regreso a Porak fue tenso. Gaxiola
mantuvo su P47 en formación cerrada con los demás, todos vigilando los cielos en
busca de cualquier nueva amenaza. El avión de flores dejaba un rastro delgado
de humo, pero el motor seguía funcionando. volaron más bajo de lo
usual, preparados para hacer aterrizajes de emergencia en campos abiertos si
algún avión perdía potencia. Cuando finalmente la pista de Porc apareció en
el horizonte, Gaxiola sintió que parte de la tensión abandonaba sus hombros.
Uno por uno, los P47 aterrizaron, algunos más suavemente que otros. El
avión de flores tocó tierra con un chirrido de neumáticos y se detuvo rápidamente mientras el motor tosía y
moría finalmente. Los equipos de tierra corrieron hacia los aviones incluso antes de que las
hélices dejaran de girar. Gaxiola apagó su motor y permaneció
sentado en la cabina por un largo momento, dejando que el silencio repentino lo envolviera.
Sus manos temblaban ligeramente por la adrenalina que aún corría por sus venas.
se quitó el casco y pasó una mano por su cabello empapado en sudor. En la sala de
debriefing, los pilotos se reunieron alrededor de la mesa de mapas, mientras
el oficial de inteligencia tomaba notas detalladas. Cada uno describió su parte
de la batalla, los objetivos destruidos, las tácticas enemigas observadas, las
recomendaciones para futuras misiones. El ambiente era serio, pero también
había una corriente subyacente de satisfacción. Habían sido emboscados por
una fuerza superior en un terreno elegido por el enemigo y habían salido
victoriosos. El coronel Cárdenas escuchó todos los informes antes de hablar. “Lo que
hicieron hoy allá arriba”, dijo finalmente, su voz grave y pausada, “demuestra por qué estamos aquí.” Los
japoneses pensaron que podían tender una trampa perfecta. Prepararon sus
antiaéreos, coordinaron con sus casas, eligieron el momento y el lugar, y aún
así ustedes rompieron esa trampa y completaron la misión. Los japoneses aprenderán a temer la
insignia del Escuadrón 2011. Resultó que el coronel tenía razón,
aunque nadie lo sabría hasta semanas después. Los japoneses, de hecho, habían
comenzado a llevar registros específicos sobre el escuadrón mexicano. Los
oficiales de inteligencia estadounidenses, que interrogaban a prisioneros de guerra japoneses, notaron
un patrón. Los soldados enemigos mencionaban específicamente a los
pilotos mexicanos con una mezcla de respeto renuente y temor genuino.
Algunos prisioneros relataban como los P47 con las insignias mexicanas parecían
atacar con una ferocidad particular, como sus pilotos no retrocedían incluso
frente al fuego antiaéreo más intenso. Un comandante japonés capturado después
de la batalla de Kiang dijo algo que sería recordado en los anales de la
historia del escuadrón. Los mexicanos vuelan como si no temieran a la muerte. Atacan cuando otros se
retirarían. Son pocos, pero cada vez que aparecen sé que perderé hombres y equipo. No era
solo propaganda, los números respaldaban la percepción. En sus 35 misiones de
combate, el Escuadrón 2011 destruiría objetivos que superaban ampliamente lo
esperado para una unidad de su tamaño. Cientos de estructuras militares,
docenas de depósitos de suministros, incontables vehículos y posiciones
fortificadas. Y lo harían sin perder un solo piloto en combate aéreo. Pero el precio se pagaba
de otras formas. El estrés acumulativo de volar misión tras misión en condiciones de combate
cobraba su peaje. Los pilotos desarrollaban tics nerviosos, pesadillas
recurrentes, momentos donde el sonido de un motor les hacía saltar. El teniente
José Ramírez Villafuerte comenzó a fumar compulsivamente entre misiones. El
capitán Pablo Rivas Martínez se volvía cada vez más silencioso, guardando para
sí mismo los recuerdos de lo que había visto y hecho. Gaxiola también sentía el
peso. Cada noche antes de dormir veía nuevamente el cero desintegrándose bajo
su fuego. veía la bola de fuego cayendo. Sabía que había un piloto en ese avión,
un hombre con familia, probablemente, con sueños y esperanzas. La guerra lo
había convertido en enemigo y Gaxiola había hecho su trabajo. Pero eso no
hacía que las imágenes fueran más fáciles de soportar. Las misiones continuaron. El 19 de junio atacaron
instalaciones en Aparri. El 23 bombardearon posiciones en Tuguegarao.
El 28 destrozaron un depósito de municiones cerca de Solano. Cada misión
traía nuevos peligros, nuevos desafíos, nuevas historias de valentía y
sacrificio. El 7 de julio, mientras atacaban objetivos cerca de Bangang, el
teniente Fausto Vega Santander se encontró con su motor dañado por fuego
antiaéreo. En lugar de intentar regresar a la base, lo que habría significado sobrevolar
territorio controlado por el enemigo sin potencia, tomó la decisión de dirigir su
P47 hacia un campo abierto. El aterrizaje forzoso fue brutal, pero lo
salvó. Pasaría tres días escondiéndose en la jungla antes de que guerrilleros
filipinos lo encontraran y lo llevaran de regreso a las líneas amigas. Para
finales de julio, cuando las misiones de combate del escuadrón cesaron oficialmente,
los japoneses en el norte de Luzón habían sido empujados a posiciones cada
vez más reducidas en las montañas. La guerra estaba llegando a su conclusión,
aunque nadie sabía exactamente cuándo llegaría el final.
El 6 de agosto, la noticia de Hiroshima llegó a Porak 3 días después, Nagasaki.
El 14 de agosto, el emperador Giro anunció la rendición de Japón. Los
pilotos del escuadrón 2011 recibieron las noticias con emociones encontradas.
Alivio. Ciertamente la guerra había terminado y todos habían sobrevivido,
pero también había algo más complejo, algo difícil de articular. Habían venido
a luchar por una causa justa. Habían arriesgado sus vidas repetidamente,
habían probado su valor contra un enemigo temible. Y ahora, de repente
todo había terminado. En los meses siguientes, mientras esperaban su regreso a México, los pilotos
reflexionaban sobre lo que habían vivido. Habían sido 30 mexicanos en
total, 26 pilotos de combate y cuatro pilotos de transporte. De esos 30, cinco
habían perdido la vida, pero ninguno en combate directo. Los accidentes de
entrenamiento y los fallos mecánicos se habían cobrado esas vidas antes de que
el escuadrón llegara a Filipinas. Los 25 que volaron en combate habían regresado
a casa. Era un récord notable, casi sin precedentes, y no era suerte, era
entrenamiento, disciplina, trabajo en equipo y algo más. un sentido profundo
de responsabilidad hacia sus compañeros, hacia su país, hacia la misión que
habían aceptado cumplir. Años después, cuando los historiadores militares
estudiaban las operaciones aéreas en el Pacífico durante los últimos meses de la
guerra, el Escuadrón 2011 aparecía consistentemente como un caso de estudio
en efectividad. su tasa de éxito en misiones, su capacidad para adaptarse a
tácticas enemigas cambiantes, su coordinación con fuerzas estadounidenses
y filipinas, todo apuntaba a una unidad excepcional que había superado las
expectativas. Pero para los japoneses que habían estado en el extremo receptor de esos ataques, el Escuadrón 2011
representaba algo más visceral. Representaba la realización de que incluso mientras su imperio se
desmoronaba, nuevos enemigos seguían apareciendo, decididos a acelerar su
derrota. Los pilotos mexicanos, llegando desde el otro lado del mundo para unirse
a una guerra que podrían haber ignorado, simbolizaban la creciente coalición
global contra el militarismo japonés. Y esos pilotos atacaban con una
determinación que los comandantes japoneses encontraban desconcertante.
No eran los experimentados veteranos estadounidenses con miles de horas de vuelo. No eran los pilotos británicos o
australianos. con años de experiencia en combate. Eran mexicanos, relativamente
nuevos en la guerra del Pacífico, pero volaban como si tuvieran algo que probar, como si cada misión fuera
personal. En cierto sentido lo era. México había entrado a la guerra después
del hundimiento de buques petroleros mexicanos por submarinos alemanes, pero
la decisión de enviar el escuadrón 2011, específicamente al Pacífico, había sido
deliberada. Era una declaración. México estaba dispuesto a luchar donde fuera
necesario, contra quien fuera necesario, por los principios de libertad y
justicia. que justificaban la guerra. Los pilotos llevaban ese peso con ellos
cada vez que subían a sus aviones. No solo representaban a su escuadrón o a
sus familias, representaban a toda una nación que los estaba observando,
esperando, confiando en que harían honor al uniforme que portaban y lo habían
hecho. El capitán Radamés Gaxiola Andrade nunca olvidaría aquel 18 de
junio, aquella misión donde todo podría haber salido terriblemente mal. La
emboscada, los ceros, el fuego antiaéreo, el momento en que vio al cero
desintegrarse bajo sus ametralladoras. Pero tampoco olvidaría la sensación de
regresar a la base con todos sus compañeros, magullados y sacudidos, pero
vivos, sabiendo que habían cumplido contra probabilidades adversas. Esa era
la esencia de por qué los japoneses habían llegado a temer al escuadrón 2011.
No era solo la destreza técnica o el armamento superior, era la voluntad
inquebrantable, la determinación férrea, la negativa absoluta a rendirse o
retroceder, incluso cuando las circunstancias sugerían que la retirada
sería lo prudente. Los pilotos mexicanos habían demostrado que el valor no se
medía en número de horas de vuelo o años de experiencia. Se medía en el momento decisivo, cuando
todo estaba en juego, cuando sería más fácil dar media vuelta, pero en cambio
se elegía seguir adelante. Habían volado hacia el fuego antiaéreo cuando otros
podrían haber dudado. Habían enfrentado a casas enemigos en inferioridad
numérica sin parpadear. Habían protegido a sus compañeros heridos. habían
completado misiones en condiciones meteorológicas espantosas. habían
mantenido su compostura y efectividad, incluso cuando el cansancio acumulado
los hacía temblar después de cada vuelo. Y al final, cuando la guerra terminó y
los libros de historia comenzaron a escribirse, el Escuadrón 2011 ocupó su
lugar como símbolo de lo que una nación pequeña pero orgullosa podía lograr
cuando sus hijos decidían ponerse a prueba en el escenario mundial. Los
japoneses no odiaban al escuadrón 2011 por malicia o crueldad.
Lo temían porque representaba algo que su propia doctrina militar afirmaba valorar, pero que ahora enfrentaban
desde el lado receptor, la voluntad de luchar hasta el final,
sin importar las probabilidades, sin importar el costo personal por una causa
considerada justa. Era un espejo incómodo y los soldados japoneses que
sobrevivieron a los ataques del escuadrón mexicano lo sabían.
Respetaban a esos pilotos precisamente porque reconocían en ellos el mismo tipo
de dedicación y sacrificio que ellos mismos profesaban. Cuando los últimos
P47 del Escuadrón 2011 finalmente despegaron de Porc para iniciar su largo
viaje de regreso a México, dejaban atrás un legado que perduraría por
generaciones. Habían demostrado que México podía pararse junto a las grandes potencias
mundiales y luchar con igual fiereza y efectividad. habían honrado la memoria
de los cinco compañeros caídos durante el entrenamiento, dando todo de sí
mismos en cada misión. Habían regresado a todos los que volaron en combate, un
logro que hablaba tanto de su habilidad como de su compromiso mutuo, y habían hecho que los japoneses, un enemigo
formidable y respetado mundialmente por su capacidad militar, aprendieran a
temer la insignia que llevaban pintada en sus aviones, las barras y el águila
de México, volando sobre los cielos del Pacífico, trayendo trueno y relámpago a
quienes se atrevían a desafiar la libertad y la justicia. Esa era la
verdadera razón del odio y el temor japonés hacia el escuadrón 2011. No era
el tamaño de la fuerza, sino la magnitud de su espíritu. No era el número de
aviones, sino la calidad de los hombres que los piloteaban. Y eso al final había
hecho toda la diferencia.