Para el niño huérfano solo quedó una casa enterrada como refugio. Pero cuando

comenzó a acabar para hacerla habitable, descubrió que las paredes guardaban secretos que cambiarían su destino para
siempre. Cuéntanos aquí abajo en los comentarios desde qué ciudad nos escuchas. Dale click al botón de like y
vamos con la historia. Santiago tenía apenas 11 años cuando el mundo se le
vino encima. Sus padres habían muerto en un accidente de autobús en la carretera a Puebla y él se había quedado
completamente solo, sin familia conocida, sin dinero, sin nadie que lo
reclamara. Los servicios sociales lo llevaron al hogar San José, un orfanato
sobrepoblado en las afueras de la Ciudad de México, donde 30 niños compartían
cuatro habitaciones pequeñas y el director, don Aurelio Ramírez, parecía
más interesado en el dinero del gobierno que en el bienestar de los menores bajo
su cuidado. Santiago era un niño delgado, de ojos oscuros y pelo negro, siempre
despeinado. Tenía la costumbre de morderse las uñas cuando estaba nervioso, lo cual era casi
siempre. Su ropa siempre le quedaba grande o pequeña. Donaciones mal
distribuidas que el director vendía o guardaba para sus favoritos.
Los otros niños lo habían apodado flaco y aunque no era cruel, el nombre le
recordaba constantemente lo poco que importaba en ese lugar. El orfanato San
José estaba ubicado en un edificio viejo de tres pisos con paredes descarapeladas
y ventanas rotas tapadas con cartón. El patio era un rectángulo de cemento
agrietado donde crecían hierbas entre las fisuras. La cocina siempre olía a
cola hervida y los frijoles que servían tenían más agua que granos. Los niños
dormían en literas metálicas oxidadas, cuatro por cuarto, sin calefacción en
invierno y sin ventilación en verano. Don Aurelio era un hombre de unos 50
años, calvo y con una barriga prominente que tensaba los botones de su camisa.
Tenía ojos pequeños y calculadores que siempre estaban evaluando cómo sacar
provecho de cada situación. se había vuelto rico administrando el orfanato,
desviando fondos gubernamentales, vendiendo las donaciones y cobrando a
familias ricas por adopciones ilegales. Los niños, que no tenían potencial
comercial permanecían olvidados hasta cumplir 18 años. Santiago llevaba seis
meses en el orfanato cuando se dio cuenta de que algunos niños desaparecían
por las noches y regresaban al amanecer con ojos vacíos y ropa sucia. Nunca
hablaban de dónde habían estado, pero Santiago escuchaba susurros en la oscuridad, fragmentos de
conversaciones que lo llenaban de terror. Don Aurelio tenía acuerdos con
gente peligrosa, gente que pagaba bien por niños que nadie reclamaría. Una
noche de octubre, mientras fingía dormir en su lera, Santiago escuchó voces en el
pasillo. Don Aurelio hablaba con dos hombres de trajes oscuros. Sus voces
eran bajas, pero urgentes. El de la cama tres, decía uno de los
extraños, el flaco de pelo negro tiene el tipo que buscan. Santiago sintió que
se le helaba la sangre. Era él. Estaban hablando de él. Es nuevo todavía,
respondió don Aurelio. Dame dos semanas más para prepararlo. No tenemos dos
semanas. Lo queremos mañana por la noche. Santiago cerró los ojos con
fuerza, fingiendo estar profundamente dormido cuando escuchó pasos acercándose
a su litera. Sintió una mano pesada tocar su hombro. “Este es”, susurró don
Aurelio, “Tranquilo, sin familia, sin problemas.”
Los pasos se alejaron, pero Santiago se quedó despierto el resto de la noche con
el corazón latiéndole salvajemente. Sabía que tenía que escapar, pero no
tenía a dónde ir. Era solo un niño de 11 años sin dinero, sin documentos, sin
conexiones, pero la alternativa era peor. Al día siguiente se comportó
normalmente, desayunó la avena aguada de siempre. Asistió a las clases
improvisadas que daba una maestra voluntaria dos veces por semana. jugó en
el patio con los otros niños, pero todo el tiempo estaba planeando su escape.
Durante el recreo se acercó a Miguel, un niño de 13 años que había estado en el
orfanato desde los 6. Miguel conocía todos los secretos del lugar, todas las
rutinas, todas las debilidades. Miguel, le susurró Santiago, necesito
salir de aquí esta noche. Miguel lo miró con sorpresa. ¿Estás loco? Si te atrapan
escapando, don Aurelio te encierra en el sótano por una semana.
Es peor quedarse”, murmuró Santiago sin dar detalles. Miguel estudió su rostro y
debió ver algo que lo convenció porque asintió despacio. “La ventana del baño del segundo piso”,
dijo en voz baja. “El pestillo está roto desde hace meses. Hay una tubería que
baja hasta el callejón de atrás, pero tienes que esperar hasta después de medianoche cuando don Aurelio se queda
dormido viendo televisión. Esa noche Santiago esperó hasta escuchar
los ronquidos del director resonando por los pasillos. Con el corazón latiéndole
tan fuerte que pensó que todos podrían escucharlo, se levantó despacio de su litera. Había empacado sus pocas
pertenencias en una funda de almohada, una camisa extra, un pantalón, la foto
arrugada de sus padres y los 20 pesos que había guardado de una donación navideña. Caminó de puntitas por el
pasillo oscuro, evitando las tablas que sabía que crujían. El baño del segundo
piso estaba al fondo del corredor. La puerta chirrió suavemente cuando la
abrió, pero no lo suficiente para despertar a nadie. La ventana era pequeña, apenas lo suficientemente
grande para que pasara un niño. Santiago la abrió con cuidado y miró hacia abajo.
La tubería bajaba por la pared exterior hasta el callejón. Era una caída de casi
6 m. Tomó aire profundo, se asomó por la ventana y comenzó a descender
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