Vendía pañuelos en el tren… y mi hija iba sentada

Nunca olvidaré la primera vez que Sofía me tomó la mano y me dijo:
—Mamá, ¿por qué ya no está papá?

Yo no supe qué contestarle. Tenía apenas cuatro años, y yo llevaba tres sobreviviendo sola con ella. Su papá nos dejó cuando Sofía apenas cumplía un año, una mañana fría de invierno, sin mirar atrás. No hubo carta, no hubo despedida. Solo una maleta vacía y la sensación amarga de que nos habían arrancado una parte de la vida.

Yo no era más que una mujer joven, con una hija pequeña y sin un trabajo estable. Antes de que él se fuera, trabajaba limpiando casas unas horas, pero sin su ayuda, ni eso alcanzaba para la renta y la comida. Fue entonces cuando encontré mi lugar… no uno digno, no uno que soñara, pero sí el único que me abrió las puertas: los vagones del tren.

Las mañanas comenzaban temprano. Despertaba a Sofía antes del amanecer, le preparaba un café con leche tibio y un pedazo de pan duro que mojábamos para ablandarlo. Después, la vestía con su uniforme impecable —siempre impecable, aunque hubiera que coser el mismo dobladillo mil veces— y la acompañaba hasta la parada del colectivo.

—Mamá, hoy tengo examen —me decía con esos ojitos brillantes que no conocían la maldad del mundo—. Voy a sacar un diez, ya verás.

—Claro que sí, mi niña —le respondía, sonriendo aunque por dentro el estómago me ardiera de hambre—. Y cuando seas abogada, me vas a defender gratis, ¿verdad?

Ella reía, y esa risa era la gasolina que me empujaba a seguir.

Después de dejarla, caminaba hasta la estación. El tren era mi oficina, aunque en realidad era una jungla de miradas esquivas, rechazos, monedas que caían con indiferencia en mi mano y, a veces, insultos. Vendía pañuelos. Tres por diez pesos. A veces me compraban, a veces no. Había días buenos, pero había otros en que llegaba a casa con las manos frías y el corazón roto.

El peor momento era cuando el tren pasaba cerca de la escuela de Sofía. Algunas veces, la suerte o el destino me hacían verla entre los pasajeros, sentada con sus compañeros. Yo me quedaba de pie, a unos vagones de distancia, con mis paquetes de pañuelos en la mano, temiendo que me viera. No porque me avergonzara de mi trabajo, sino porque quería que ella me recordara como la mamá fuerte que soñaba para ella, no como una mujer agotada que mendigaba monedas.

Recuerdo una tarde en particular. Había llovido toda la mañana y yo estaba empapada, con los zapatos pesados por el agua. El tren estaba lleno, y en un asiento, junto a la ventana, vi a Sofía. Llevaba su mochila rosa en las piernas y reía con una amiga. La observé un segundo más de lo debido y tuve que girar la cara. No quería que se diera cuenta. Mi hija merece un mundo donde su madre no tenga que esconderse, pensé.

Por las noches, llegaba a casa con el cuerpo roto, pero Sofía siempre me recibía con su tarea hecha.
—Mamá, ¿me ayudas con este problema de matemáticas? —preguntaba con la naturalidad de quien confía plenamente.
—Claro que sí, amor —decía yo, aunque apenas podía mantener los ojos abiertos.

Pasaron los años, y Sofía creció como yo había soñado: responsable, estudiosa, determinada. Cada logro suyo era mi victoria personal. Cuando llegó el momento de elegir una carrera, no dudó: Derecho.
—Mamá, me aceptaron en la universidad —me dijo un día, con los ojos llenos de lágrimas—. Voy a estudiar para ser abogada.
Yo sentí que el corazón me explotaba de orgullo… y de miedo.
—¿Y cómo vamos a pagar eso, Sofi?
—No te preocupes, mamá. Trabajaré y lo lograré. Solo necesito que creas en mí.

Y creí. Como había creído desde el primer pañuelo que vendí en ese tren.

Fueron años duros. Ella estudiaba y trabajaba, yo seguía con mis pañuelos, aunque con menos fuerza en las piernas. Hubo noches en que la encontré estudiando a la luz de una lámpara rota, con los ojos rojos de cansancio. Hubo mañanas en que desayunábamos un café sin pan, pero aun así salíamos de casa con una sonrisa, como si todo estuviera bien.

El día de su graduación, llegué con un vestido prestado y zapatos gastados, pero el corazón nuevo. Vi cómo Sofía recibía su título, y aunque yo estaba en el último asiento, sentí que todo el auditorio me miraba. Ella me buscó con la mirada y levantó el diploma como si fuera mío.

Pasó el tiempo y Sofía empezó a trabajar en un despacho importante. Un día me dijo:
—Mamá, quiero que dejes el tren. Yo puedo mantenernos ahora.
Pero no era tan fácil. El tren era mi lugar, mi cicatriz y mi orgullo. No lo dejé enseguida, pero comencé a vender menos, más por costumbre que por necesidad.

Una tarde, mientras estaba en casa viendo la televisión, apareció Sofía en un programa de entrevistas. La cámara la enfocaba de cerca, y con la voz quebrada decía:
—Mi mamá vendía pañuelos en el tren para darme una vida mejor. Gracias a su esfuerzo, yo pude estudiar y cumplir mis sueños.

Yo me quedé helada. No me había contado que saldría en televisión. Tenía las manos temblorosas y una lágrima resbalándome por la mejilla. Ella hablaba de mí como si fuera una heroína.

Pensé: No sabe que la estoy viendo. No sabe cuánto la amo.

Al terminar el programa, sonó mi celular.
—Mamá, ¿viste el programa? —preguntó con voz emocionada.
—Sí, Sofi. Me encantó. Estoy muy orgullosa de ti.
Ella rió, y con esa risa me regresó a la niña con mochila rosa que un día subía al colectivo.
—No estaría donde estoy sin ti.

Ese día entendí que todo —el frío, las humillaciones, las noches sin dormir— había valido la pena. Y que, aunque la vida nos haya golpeado, juntas siempre encontramos la manera de levantarnos.

Hoy ya no vendo pañuelos en el tren. Ahora camino tranquila por la calle, y a veces la gente me reconoce por las palabras de Sofía. Me saludan con respeto, como si vieran algo grande en mí. Pero lo único grande que tengo es el amor de mi hija.

Porque ese amor nos salvó a las dos.