Papá dice que eres hermosa. Las manos de las niñas se movían frenéticamente

frente a mi rostro mientras yo intentaba procesar lo que acababa de pasar.

Llevaba 37 minutos esperando en esa mesa del restaurante, revisando mi teléfono

cada 2 minutos, ajustando mi vestido rojo una y otra vez, sintiendo como las

miradas de lástima de los meseros se clavaban en mi espalda.

La cita nunca llegó otra vez. La tercera vez en dos meses que alguien me dejaba

plantada después de descubrir mi discapacidad. Estaba a punto de levantarme, de fingir una llamada

importante y salir de ahí con lo poco que me quedaba de dignidad, cuando dos

pequeñas de unos 8 años aparecieron junto a mi mesa, gemelas idénticas, con

coletas despeinadas y suéteres navideños que brillaban con lucecitas LED. Pero lo

que me dejó paralizada no fue su aparición sorpresiva, sino lo que hicieron a continuación.

empezaron a hablarme en lenguaje de señas. Disculpa, signó la de la

izquierda con una fluidez que solo da años de práctica. Sé que esto es raro, pero necesitamos tu

ayuda. Mi corazón dio un vuelco. En mis 32 años de vida jamás había conocido a

alguien fuera de la comunidad sorda que se comunicara así tan naturalmente.

Miré alrededor del restaurante decorado con guirnaldas doradas y árboles de Navidad buscando a sus padres, pero las

niñas capturaron mi atención nuevamente. Nuestro papá está allá atrás”, continuó

la otra gemela señalando discretamente hacia una mesa en la esquina opuesta.

“Él te necesita.” Giré la cabeza lentamente. En una mesa

apartada, casi escondida detrás de un árbol de Navidad artificial, había un hombre de unos trein y tantos años,

cabello oscuro, algo desordenado, barba de tr días, camisa azul arrugada. Pero

lo que realmente me impactó fue su expresión, terror puro. Nos miraba a las

tres con los ojos como platos, haciendo gestos desesperados con las manos para que las niñas regresaran.

¿Qué? Signé confundida, volviendo mi atención a las pequeñas. No entiendo

quién es él. Nuestro papá, repitió la primera gemela como si fuera obvio. Se

llama Daniel. Lleva se meses queriendo hablarte. El aire se me atascó en los

pulmones. Hablarme a mí ni siquiera lo conozco. Si nos conoces, intervino la

otra niña sonriendo con complicidad. Bueno, no a él, a nosotras. Somos Emma y

Sofía. Vamos a tu clase de lenguaje de señas. Los martes y jueves en la

biblioteca comunitaria. Un relámpago de reconocimiento me atravesó. Claro, las gemelas del fondo,

las que siempre llegaban temprano y practicaban entre ellas antes de que la clase comenzara, las que hacían

preguntas inteligentes y corregían gentilmente a los adultos cuando se

equivocaban en algún signo. Pero nunca había visto a quién las llevaba. Siempre

aparecían solas y se iban solas. “Papá nos deja en la entrada”, explicó Emma.

como si pudiera leer mis pensamientos. Dice que no quiere incomodarte, que eres

muy profesional y que no sería apropiado mezclar las cosas. Mezclar qué cosas. Mis manos temblaban

mientras signaba. ¿Por qué está aprendiendo lenguaje de señas? Las dos

niñas intercambiaron una mirada cargada de significado. Ese tipo de comunicación silenciosa que

solo los gemelos parecen dominar. Luego Sofía tomó aire y sus manos comenzaron a

contar una historia que me rompería el corazón en mil pedazos. Nuestra mamá

murió hace dos años, comenzó y el restaurante pareció desvanecerse a

nuestro alrededor. Ella era sorda como tú. Papá y ella se comunicaban con

señas, con notas, con miradas. Él dice que nunca conoció un amor tan puro, tan

real. que con mamá no hacían falta las palabras porque se entendían con el

alma. Las lágrimas empezaron a acumularse en mis ojos sin permiso.

Después de que mamá murió, continuó Emma tomando el relevo, papá dejó de signar.

Dijo que le dolía demasiado mover las manos sin que ella estuviera ahí para

responderle. Guardó todos los libros de señas, dejó de practicar con nosotras.

Durante un año entero fue como si esa parte de mamá se hubiera muerto también.

Pero hace 6 meses, Sofía sonrió tímidamente. Te vimos a ti. Papá nos había llevado a

la biblioteca a buscar libros para un proyecto escolar. Estabas en la sala comunitaria enseñando

una clase gratuita de lenguaje de señas a un grupo de personas. Había ancianos,

adolescentes, hasta un niño pequeño con su madre. “Estabas explicando cómo

signar esperanza”, agregó Emma y sus pequeñas manos formaron el signo

perfectamente. Y papá se detuvo en seco. Se quedó mirándote a través del vidrio

de la puerta durante toda la clase. Cuando terminó, tenía lágrimas en los

ojos. Me llevé una mano temblorosa a los labios. Desde mi mesa podía ver al

hombre Daniel hundido en su silla, cubriéndose el rostro con las manos. Los

hombros le temblaban levemente. Esa noche, prosiguió Sofía, papá sacó

todas las cajas de cosas de mamá del ático. Volvió a estudiar sus viejos libros de señas. Practicó con nosotras

hasta que le dolieron las manos y nos inscribió en tu clase. Dijo que quería

recuperar esa parte de mamá. explicó Emma con voz suave. Aunque yo no

podía escucharla, solo leer sus señas, que el lenguaje de señas no debía ser un

recuerdo doloroso, sino una forma de mantenerla viva. Pero también dijo otra

cosa. Las dos niñas se acercaron más, como si fueran a compartir el secreto

más importante del mundo. dijo que cuando te vio esa tarde en la biblioteca

sonriendo mientras enseñabas con tanta paciencia y tanto amor por lo que