No recuerdo el año exacto en que abolieron la esclavitud. Lo que sí recuerdo, con una claridad que duele, es que en 1890 yo seguía siendo invisible.
Mi nombre es Clara. Una mujer negra, con la piel endurecida por el sol y por décadas de servir a otros. En las casas donde trabajaba, nadie decía mi nombre. Me decían “muchacha”, “negra”, o simplemente fingían que no existía. Aprendí desde niña que hay quienes te ven… y hay quienes solo te miran. A nosotras, las mujeres como yo, solo nos miraban para mandarnos.
Tuve a mi hija Rosa a los diecinueve años, en medio de la miseria y el miedo. Nadie supo decirme bien qué tenía. “Es lenta, rara… flojita”, decían. Años después supe que tenía síndrome de Down. Pero en ese entonces, para el mundo, era una criatura rota.
Para mí, fue luz. Mi pequeña Rosa era lo único que me hacía seguir respirando.
Criarla sola fue una batalla. No teníamos casa. Dormíamos en galpones, en los rincones de patios prestados, en el suelo de mujeres igual de pobres que yo. Siempre temiendo que nos echaran si lloraba muy fuerte o si yo me retrasaba por llevarla al doctor.
Las demás trabajadoras, blancas o mestizas claras, me veían raro. A veces cuchicheaban:
— La carga como si fuera un perro.
— Esa niña no debería andar suelta.
— Está condenada.
Una vez, una de ellas le dijo a Rosa que era “una muertita con patas”. Me le fui encima. Me echaron de inmediato. Pero no me importó. Nadie tocaba a mi hija.
Pasaron los años. Limpié casas, cociné, lavé ropa y cambié pañales de otros niños mientras la mía tropezaba a mi lado, con su sonrisa infinita. Ahorré cada centavo, viví con lo mínimo.
Hasta que un día, escuché a un anciano decir que vendía un terreno seco, olvidado por Dios, fuera del pueblo. “No sirve pa’ nada”, dijo. Pero el precio era justo lo que yo tenía.
Lo compré. Era tierra dura, llena de polvo y viento. Pero era mía. Por primera vez, algo era mío.
Levantamos una casita de madera. Dos camitas, un techo de lámina. Rosa colgó flores de trapo en las paredes. Me dijo que era un palacio. Y yo le creí.
Y entonces… la tierra habló.
Cavando para poner una cerca, brotó un chorro espeso y negro. Pensé que era veneno. Un vecino vino corriendo, se agachó, lo olió.
— ¡Señora… esto es petróleo!
No entendí al principio. Luego supe que lo que brotaba de mi tierra valía más que el oro.
Vinieron hombres con trajes, promesas y cifras que jamás soñé. Me ofrecieron vender. Casas, autos, lo que quisiera. Pero yo los miré con el mismo desprecio que ellos alguna vez me miraron a mí.
— Esta tierra es mía —les dije—. Y es para mi hija.
Rosa me abrazó y preguntó:
— ¿Ahora sí vamos a tener un jardín?
— Sí, mi amor. Un jardín enorme. Y nadie volverá a verte con lástima.
No vendí. No quería riqueza vacía. Usé el petróleo para construir dignidad. Una casa sólida. Una escuelita para niñas como Rosa. Les enseñamos a coser, a leer… y a caminar con la cabeza en alto.
Y cada vez que el viento sopla sobre nuestra tierra, escucho las voces de mi madre, mi abuela, y todas las mujeres negras silenciadas por generaciones, cantando al fin libres sobre el suelo que ya no puede negarnos.
Fuimos libres, no cuando lo escribió un político. Fuimos libres cuando el mundo no pudo echarnos nunca más.
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