Era la noche de Navidad cuando Alejandro Mendoza, de 38 años, director ejecutivo

de un imperio tecnológico valuado en 850 millones de dólares, se sentó en una

banca del parque central de Barcelona con lágrimas recorriendo su rostro, sin

saber que las palabras de un niño de apenas 5 años estaban a punto de cambiar su vida para siempre y llevarlo a

descubrir que todo el dinero del mundo no vale nada cuando se está completa

Solo Hola, amigos. Antes de continuar con esta historia que les va a llegar al

corazón, déjenme un comentario diciéndome desde qué país nos están viendo y si aún no están suscritos al

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Ahora sí, continuemos con esta historia que les va a cambiar la perspectiva de la vida. Barcelona en Navidad es un

espectáculo que quita el aliento. Las ramblas se adornan con millones de luces

que parecen estrellas caídas del cielo. La Sagrada Familia resplandece con una

iluminación especial que la hace parecer de otro mundo. Los mercadillos navideños

perfuman el aire con castañas asadas, turrones y chocolate caliente. La nieve

tan rara en esta ciudad mediterránea había comenzado a caer al atardecer del

24 de diciembre, transformando Barcelona en un cuento de hadas. Pero Alejandro

Mendoza no veía nada de esto. Sentado en una banca del parque de la ciutadella,

cerca de la fuente monumental iluminada para las fiestas, solo veía el vacío que

se había abierto dentro de él, un vacío tan profundo y oscuro que parecía

tragarse cada luz, cada sonido, cada esperanza que alguna vez había tenido.

38 años, cabello negro peinado hacia atrás con gel importado, físico atlético

mantenido con horas de gimnasio a las 5 de la mañana antes de las reuniones

ejecutivas. Era el tipo de hombre que las revistas de negocios ponían en

portada, a quien los periodistas llamaban el genio tecnológico español,

el que había transformado una pequeña startup en un garaje de hospitalet en un

coloso de 850 millones de dólares en apenas 12 años. Tenía propiedades en

cuatro continentes, una colección de relojes suizos que valía tanto como una

mansión completa y una agenda tan repleta que su asistente personal tenía

que programar hasta las pausas para almorzar con un mes de anticipación.

Pero esa noche de Navidad, Alejandro Mendoza no era un SEO multimillonario,

era simplemente un hombre destrozado que acababa de perder a su madre, la única

persona en el mundo que lo había amado sin condiciones, sin esperar nada a

cambio. La llamada había llegado a las 6:15 de la tarde. estaba en medio de una

reunión crucial en su oficina del Distrito Financiero de Barcelona, la

reunión que decidiría la adquisición de una prometedora empresa de inteligencia

artificial de Valencia. Su teléfono había vibrado en el bolsillo interior de

su traje de 3,000 € pero él lo había ignorado como hacía siempre durante las

reuniones estratégicas importantes. Después vibró otra vez y otra y otra

más. A la quinta llamada finalmente atendió irritado, preparado para

reprender severamente a quien osara interrumpirlo durante una negociación de

semejante magnitud. Era el Hospital Clínico de Barcelona. Su madre, Carmen

Mendoza, de 74 años, había ingresado esa misma mañana por un malestar cardíaco

repentino. Había preguntado por él. Había continuado preguntando por él

durante horas, llamando su nombre una y otra vez, pero él no estaba localizable.

El teléfono había estado en modo conferencia. La asistente tenía órdenes

estrictas de no pasar ninguna llamada personal durante las reuniones de alto

nivel. Carmen Mendoza había fallecido a las 3:42 de la tarde, sola en una

habitación fría de hospital, llamando el nombre de un hijo que nunca llegó, que

nunca estuvo ahí cuando más lo necesitaba. Alejandro había abandonado

la reunión sin decir una sola palabra, dejando a inversores japoneses con la

boca abierta y a su equipo completamente desconcertado. Había salido del

imponente edificio de cristal y acero. Había caminado sin rumbo durante horas

por las calles de Barcelona hasta encontrarse en aquella banca del parque

bajo los árboles desnudos del invierno. Y allí, por primera vez desde que tenía

13 años, había llorado. Lloró por la madre que acababa de perder. Lloró por

todos los cumpleaños que había faltado en los últimos 10 años. Lloró por todas

las llamadas telefónicas que había pospuesto para después, para mañana, para la próxima semana. Lloró por todos

los domingos de paella que había cancelado a última hora por compromisos de trabajo. Lloró por el hombre en que

se había convertido, rico, poderoso, exitoso y completamente solo en el

mundo. Su madre era todo lo que le quedaba en este mundo. Su padre había muerto cuando él tenía 9 años en un

accidente de construcción. No tenía hermanos ni hermanas y las relaciones

amorosas siempre habían sido sacrificadas en el altar sagrado del trabajo, del éxito, del dinero. Había

habido una mujer, Valeria, 6 años atrás, una mujer maravillosa, culta,

inteligente, que lo había amado sinceramente, que había visto más allá de su riqueza, pero él había elegido

cerrar un trato multimillonario en Singapur en lugar de acompañarla en las vacaciones que ella había planeado

durante meses con tanto entusiasmo. Valeria se había ido de su vida y él no

la había detenido porque siempre había algo más urgente, más importante, más

lucrativo que el amor. Y ahora no quedaba nada, nada ni nadie, solo una