Papá, ¿por qué nadie contestó mis invitaciones? Ricardo Mendoza sintió que el suelo se

abría bajo sus pies cuando escuchó esa pregunta. Su hija Sofía, sentada en su

silla de ruedas junto a la ventana del salón principal, miraba el camino de

entrada vacío mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Detrás de

ella, una mesa repleta de comida gourmet, un castillo inflable adaptado

que había costado una fortuna, un DJ profesional guardando sus equipos y 30

sillas vacías decoradas con lazos de seda, 30 invitaciones enviadas, cero

respuestas, cero niños. Era el cumpleaños número 12 de Sofía y Ricardo

había movido cielo y tierra para que fuera perfecto. Había contratado al

mejor servicio de Catherine de la ciudad, traído un mago desde la capital.

Incluso había conseguido que una actriz infantil famosa grabara un video de

felicitación. Nada había sido suficiente para que un solo compañero de clase apareciera.

Cariño, tal vez hay mucho tráfico. Mintió Ricardo, sintiendo como su voz se

quebraba. Papá, han pasado 3 horas. La fiesta era a las 2. Son las 5 de la

tarde. Ricardo no pudo sostenerle la mirada. Él que había construido un

imperio desde cero, que había cerrado negociaciones millonarias sin pestañear,

que había enfrentado a los tiburones más feroces del mundo empresarial,

ahora estaba completamente destrozado por la tristeza de su hija. el dinero,

podía comprar mansiones, autos de lujo, los mejores tratamientos médicos del

mundo para la parálisis cerebral de Sofía, pero no podía comprar algo tan

simple como la presencia de otros niños en su cumpleaños.

La realidad era más cruel de lo que Ricardo quería admitir. Desde que Sofía

había ingresado al Instituto Privado San Agustín, una de las escuelas más

exclusivas y caras del país, los padres de los otros alumnos habían levantado un

muro invisible alrededor de ella. No era bienvenida en los grupos de WhatsApp. No

la invitaban a las fiestas. Los niños no se sentaban junto a ella. en el

almuerzo. Para ellos, Sofía era incómoda, diferente, alguien que no

encajaba en su mundo de perfección superficial. Ricardo había pagado una cuota de

ingreso de $50,000 para que su hija pudiera asistir a esa

escuela, creyendo que la mejor educación le abriría puertas.

Lo que no calculó fue que esas mismas puertas se cerrarían en su cara por

prejuicio. “Señor Mendoza”, llamó Martina, la empleada doméstica que llevaba años con

la familia. “Hay alguien en la puerta principal.” Ricardo sintió un destello

de esperanza. Quizás uno de los niños había llegado tarde. Quizás no todo

estaba perdido. Se apresuró hacia la entrada, seguido por Sofía en su silla

de ruedas eléctrica. Al abrir la puerta, su esperanza se convirtió en confusión.

Frente a él no había ningún niño de clase alta con ropa de diseñador. Era un

chico delgado de unos 11 años con el uniforme de la escuela visiblemente

remendado en los codos y las rodillas. Sus zapatos estaban tan desgastados que

el cuero se había agrietado en varios lugares. En sus manos sostenía una caja

envuelta en papel periódico decorada con dibujos hechos a mano con marcadores.

“Buenas tardes, señor”, dijo el niño con voz tímida pero firme. “Me llamo Miguel

Ángel Ruiz, soy compañero de Sofía. Vine a su fiesta.”

Ricardo quedó paralizado. Conocía ese apellido. Los Ruis eran la familia que

había sido aceptada en San Agustín bajo un programa de becas para estudiantes de

bajos recursos. Una iniciativa que la escuela mantenía más por imagen pública

que por verdadera vocación social. Había escuchado a otros padres quejarse en voz

baja sobre esa clase de gente, siendo admitida en la institución.

Miguel”, susurró Sofía desde atrás y en su voz había sorpresa genuina. El niño

le sonrió a ella ignorando completamente la perplejidad de Ricardo. “Hola, Sofía.

Feliz cumpleaños. Siento llegar tarde. Tuve que tomar tres autobuses desde mi barrio y me perdí una vez, pero aquí

estoy. Ricardo sintió que algo se rompía dentro de su pecho. Este niño, que

claramente venía de una situación económica precaria, había atravesado la ciudad entera para llegar a una fiesta a

la que nadie más había querido asistir. Mientras los hijos de Millonarios habían

ignorado las invitaciones desde la comodidad de sus mansiones, este chico

había hecho un viaje de probablemente dos horas en transporte público.

“Miguel, yo no sabía que vendrías”, dijo Sofía. Y Ricardo notó que su hija estaba

al borde de las lágrimas nuevamente, pero esta vez no de tristeza. ¿Cómo no

iba a venir? Me invitaste. Y además somos amigos, ¿no? Amigos, repitió

Sofía, como si esa palabra fuera un tesoro que acababa de descubrir. Ricardo

se hizo a un lado sintiendo un nudo en la garganta. Pasa, por favor, pasa.

Miguel entró a la mansión con ojos grandes de asombro, pero sin perder la compostura. Caminó directamente hacia

Sofía y le extendió la caja. Te traje esto. No es gran cosa, pero lo hice yo

mismo. Bueno, mi mamá me ayudó un poco. Sofía desenvolvió el regalo con manos

temblorosas. Dentro había un álbum de recortes hecho a mano. En la portada, con letras

cuidadosamente dibujadas decía Sofía, mi amiga valiente. Al abrirlo, página tras

página, mostraban dibujos, fotografías recortadas de revistas y pequeños textos