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La cuenta cayó al suelo con un susurro seco, quedando boca arriba sobre las baldosas brillantes. Una sola línea

trazada con frialdad cruzaba la casilla de la propina. Cero, un cero enorme, casi insultante.

Algunos clientes murmuraron y el millonario salió del local sin mirar atrás, dejando a María una madre soltera

agotada con su hijo pequeño en brazos, luchando por contener las lágrimas. Ella

necesitaba desesperadamente ese dinero, pero cuando recogió el plato con gesto

cansado, algo delgado y blanco, se deslizó desde la porcelana helada. No

era dinero, era una nota escrita a mano siete palabras capaces de cambiar no

solo su destino, sino también el del hombre que la había dejado allí. Y antes

de seguir, permíteme desearte salud y paz.

Dime, ¿desde qué país y a qué hora estás viendo esta historia?

En una tarde templada de otoño en Sevilla, cuando el sol caía lento sobre los tejados de Triana y el aire olía a

Sahar Tardío, Javier Morales entró en el pequeño café de la esquina buscando solo

silencio. Era un hombre de presencia firme, acostumbrado a que el mundo se apartara a su paso, pero aquel día

llevaba el seño más fruncido de lo habitual. Había tenido una mañana complicada en la

sede de Barcelona, llena de reuniones tensas y silencios que pesaban más que

las palabras. Solo quería un café nada más. Desde la barra, Carmen, la dueña

del lugar, lo saludó con una sonrisa prudente. “Buenas tardes, señor Morales”, dijo con

esa educación sevillana que llevaba años perfeccionada. Javier respondió apenas con un gesto. No

estaba de humor para conversaciones. Sin embargo, nada de lo que ocurriera después pertenecía a su control. En una

mesa cercana, un niño de unos 7 años lo observaba sin parpadear. Tenía el pelo

castaño claro, unos ojos enormes del color de la miel y un cuaderno abierto

sobre las rodillas. A su lado, una mujer joven recogía tazas vacías, vestía un

delantal sencillo y mostraba en su rostro una mezcla de cansancio y

serenidad. Carmen había mencionado que era nueva en el barrio María Madre soltera,

trabajadora incansable. Javier no prestó atención

hasta que escuchó el rose del papel. El niño se había levantado caminando hacia

él con una determinación que contrastaba con sus pasos pequeños. Sin pedir permiso, dejó sobre la mesa un dibujo

hecho con lápices de colores. Javier alzó una ceja. En el papel aparecía un

hombre de traje oscuro, serio, mirando al horizonte. Y aunque lo negara, aunque quisiera desviar la mirada, se parecía

demasiado a él. “Lo hice yo”, murmuró el niño con timidez. Pero sin miedo. Mi

mamá dice que dibujo lo que veo y hoy le vi a usted así. María llegó enseguida nerviosa. Álvaro,

cariño, no molestes al señor. Pero el niño insistió señalando el dibujo antes

de ser llevado de vuelta a la mesa. Javier se quedó inmóvil atrapado por

aquella extraña sensación de ser visto más allá de las máscaras que llevaba años construyendo.

Mientras Carmen servía el café, el sonido de la calle entraba suave por la puerta entreabierta turistas caminando

hacia el puente de Triana Motos que pasaban despacio. Conversaciones que se mezclaban con el aroma del café recién

molido. Javier seguía mirando el dibujo. Había algo inquietante en él. No era solo el

parecido, era la forma en que el niño había captado una tristeza que él jamás

había expresado en público. María volvió disculpándose de nuevo, pero Javier levantó una mano para

detenerla. No pasa nada. Su voz sonó más suave de lo que pretendía.

Tu hijo. Observa bien. Ella sintió sorprendida

por el tono más que por las palabras. No sabía que Javier, aunque poderoso en su

mundo empresarial, llevaba años evitando cualquier vínculo que pudiera desordenar

su vida. Durante los minutos siguientes, él intentó retomar su calma, pero la

mirada del niño seguía clavándose en su nuca. Y entonces, al marcharse, Carmen le

recordó que hacía días al Guien preguntaba por un hombre serio de traje oscuro que solía tomar café allí por las

El giro inesperado

tardes. Javier sintió un ligero nudo en el estómago. ¿Quién podría interesarse por

él en un barrio tan pequeño? Aquel pensamiento se quedó rondando mientras caminaba hacia la calle,

acompañado por una brisa fresca que presagiaba cambio. Sin embargo, lo que

realmente lo desconcertó fue que al girarse para mirar por última vez el interior del café, vio al niño moviendo

los labios como si quisiera decir algo. Y aunque no escuchó ninguna palabra, sintió claramente que no era la última

vez que se cruzarían sus caminos. Y esa noche, sin entender por qué Javier no

pudo quitarse de la mente los ojos del niño y aquel dibujo que lo retrataba mejor que cualquier espejo. A la mañana

siguiente, Sevilla despertó con una luz dorada que se filtraba entre las persianas y con ese silencio suave que

solo existe antes del bullicio del mediodía. Javier Morales caminaba por la avenida

de la Constitución sin prisa con el paso firme, pero la mente inquieta. Había

pasado la noche dando vueltas, recordando los ojos del niño y el dibujo que aún llevaba doblado dentro de su

cartera. No comprendía por qué lo perturbaba tanto, pero allí estaba pesando más que cualquier informe

empresarial. Decidió volver al café, aunque no necesitaba café ni tenía tiempo. Algo

dentro de él lo empujaba a regresar. Carmen lo recibió con una sonrisa leve,

como si hubiera esperado verlo. “María no ha llegado todavía”, comentó mientras

limpiaba la barra. “Su turno empieza más tarde hoy.” Javier asintió fingiendo

indiferencia, pero su mirada buscó a Álvaro instintivamente. El niño apareció minutos después