Mi nombre es Luis, tengo 39 años y vivo en Medellín, Colombia. Si algo aprendí en carne propia es que quien mal comienza, mal termina… y que la vida mundana nunca será símbolo de prosperidad. Yo lo supe demasiado tarde, cuando ya había perdido todo, cuando me quedé reducido a un despojo humano que sobrevivía en las calles. Nunca soñé con eso, nunca fue mi plan terminar en una banqueta compartiendo pan duro con los perros callejeros. Fue la consecuencia de cada mala decisión que tomé, de cada vez que escogí el camino más oscuro pensando que sería el más fácil.
Contar lo que viví no es sencillo. Duele. Vergüenza, sí… pero más que nada agradecimiento. Porque si hoy me atrevo a poner mi historia en palabras, no es para lamentarme, sino para dar testimonio de que Dios nunca abandona, de que hasta el barro más sucio puede transformarse en tierra fértil si se deja regar por la gracia.
Yo conocí la calle como se conoce a un enemigo íntimo. Cada esquina del centro, cada parque, cada zaguán frío se volvió mi casa. Tenía apenas 26 años cuando mi vida empezó a despeñarse. Mis supuestos “amigos”, la violencia de mi barrio, la falta de oportunidades… todo eso me empujó a un abismo. Al principio era solo alcohol los fines de semana. Luego marihuana “de vez en cuando”. Después cocaína. Y finalmente, lo peor, el bazuco. Una cadena invisible me ataba. Primero vendí cosas de mi casa. Luego metía la mano en la cartera de mi madre. En cuestión de meses perdí el empleo de ayudante de construcción que me daba de comer. Mis amigos desaparecieron como ratas cuando se hunde el barco. Y lo más cruel: una noche, al volver, encontré mis pertenencias metidas en bolsas de basura en la puerta. Mi familia me había echado. Ellos tampoco podían soportar al monstruo en que me había convertido.
Desde entonces viví en parques, en plazas, en cualquier rincón donde no lloviera tanto. Me bañaba de vez en cuando en baños públicos, comía de la caridad o rebuscaba entre bolsas de basura. Me paraba en las ventanas de restaurantes a mirar cómo la gente cenaba mientras yo me moría de hambre. Me miraban con asco, como si yo fuera menos que humano. Y aunque no lo entendía en ese momento, Dios estaba allí, mirando cómo me hundía, esperando el instante justo para tenderme la mano.
Ese instante llegó un día de octubre del 2012. Llovía a cántaros en el barrio Buenos Aires. Yo estaba sentado en las escaleras de una iglesia, intentando cubrirme. Apestaba. El agua me corría por la ropa mugrosa y el barro de mi piel desprendía hedor. Nadie quería acercarse. Nadie… salvo un hombre. Sentí una mano en mi hombro. Volteé y vi un café caliente frente a mí. No supe ni qué decir. Solo lo tomé. “Soy el padre Esteban —me dijo—. ¿Quieres pasar?” Ese hombre fue para mí lo que un salvavidas es para un náufrago.
Esa noche dormí en una cama. Una cama de verdad, con sábanas limpias, después de meses de tirarme en cartones húmedos. Al día siguiente, entre lágrimas, le conté al padre mi historia, mi arrepentimiento, mi hambre. Él me escuchó en silencio, y cuando terminé, me ofreció trabajo en la iglesia. No podía pagarme, pero techo y comida no me faltarían. Yo acepté. Me arrodillé frente a él, le pedí perdón y le dije que entendía al fin que Dios no me había abandonado. Me sonrió y me citó Mateo 22:39: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
Desde ese día comencé un proceso de reconstrucción. Barría, trapeaba, limpiaba. Lo que fuera necesario. Y cada noche leía la Biblia, como quien busca en cada versículo un mapa para salir del laberinto. Y cada vez que caía en la tentación de volver a consumir, el padre Esteban estaba ahí, como un padre verdadero, levantándome del suelo.
Unos meses después decidí dar un paso más grande: entrar en rehabilitación. Fue durísimo. Las ansias, los temblores, la rabia. Pero también descubrí algo inesperado: el deporte. Comenzaba corriendo unos metros, levantando cosas simples, ayudando en rutinas de ejercicios. Y allí encontré disciplina, propósito, fuerza. Descubrí que podía ser más fuerte que mi adicción. Cuando terminé el programa, el padre me ayudó a conseguir una beca en la Universidad de Antioquia. Yo, el mismo que dormía en parques, estudiaba ahora Licenciatura en Educación Física.
Hoy me levanto cada mañana en un cuarto alquilado, preparo mi desayuno con pan y fruta, y me detengo un segundo a agradecer. Agradezco porque ya no vivo de las sobras, porque ya no soy un fantasma en la calle. Hoy enseño en un colegio público. Enseño a niños y adolescentes que el deporte es más que un ejercicio: es una salvación, un puente para cruzar del dolor hacia la esperanza.
A veces paso frente a la iglesia donde todo comenzó. Miro esas escaleras, esas mismas donde un día creí que había tocado fondo. Y rezo. Porque fue ahí, en la miseria absoluta, donde comenzó mi ascenso.
Yo soy Luis. Estuve perdido, me revolqué en la mugre de las calles, traicioné la confianza de los míos. Pero también fui rescatado, transformado y bendecido. Hoy no soy un vagabundo, soy un maestro. No soy un adicto, soy un hombre libre. No soy un desperdicio, soy un hijo de Dios.
Y si alguien que lee estas palabras está donde yo estuve, quiero decirle algo: nunca es tarde. Mientras respires, Dios no ha terminado contigo.
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