El ojo perdido

Ese día, Javier tenía unas ganas tremendas de salir de fiesta. Se había puesto su camisa favorita, se perfumó con ese aroma fuerte que siempre me hace estornudar y hasta se peinó el poco cabello que le quedaba como si fuera a una cita con Shakira. Pero yo, honestamente, seguía en modo “bruja vengadora” porque la noche anterior me había hecho renegar: se quedó tomando con sus amigos hasta tarde y regresó con olor a tequila y tacos al pastor. Así que se me ocurrió una idea… cruel, sí, pero también bastante divertida: esconderle el ojo de vidrio.

—¡Amor! —gritó desde el dormitorio—. ¿Has visto mi ojo?

—¿Cuál de los dos? —le respondí desde la cocina, intentando sonar inocente.

—¡El de la prótesis, mujer! ¡Cuál va a ser! ¡El que me hace ver guapo!

Yo lo tenía bien guardadito en el cajón de las medias, junto con unos calcetines viejos que nunca usaba. Me acerqué fingiendo preocupación, como si no supiera nada.

—Mmm… ¿no se te cayó debajo de la cama?

—¡Ya revisé ahí! —refunfuñó, y lo vi a gatas, con el celular alumbrando debajo del mueble como si estuviera buscando un lingote de oro.

Lo miraba arrastrarse por el piso y me costaba no soltar la risa. Me agaché también, revisé entre los zapatos, y le dije con voz seria:

—Capaz rodó detrás de la mesa de luz. Uno nunca sabe, amor.

—¡Nada! ¡Acá no está! —suspiraba mientras sudaba la gota gorda.

—Ay, no te preocupes tanto —le dije tratando de mantener la cara seria—. Siempre podés ponerte un parche y decir que eres primo de Jack Sparrow.

—¡Muy graciosa! —me gruñó mientras me echaba una mirada que solo podía darme con el único ojo que tenía puesto.

La desesperación fue tanta que, en un momento, abrió la puerta de la heladera.

—¿Neta? ¿Crees que mi ojo está entre las verduras? —preguntó con tono trágico.

—Pues uno nunca sabe. Ayer andabas medio borrachín. Capaz pensaste que se tenía que mantener fresco.

Me mordí los labios para no reírme en su cara. Me estaba divirtiendo como nunca.

—¿De verdad pensás salir sin mí y con un solo ojo? —le pregunté mientras él ya comenzaba a tambalear entre la resignación y la histeria.

—¡No puedo salir así! ¡Me van a decir tuerto en la pista! —protestó.

Fue ahí donde ya no aguanté más y me tiré en la cama, muerta de risa. Javier me miró con sospecha.

—Tú sabes algo, ¿verdad? —me apuntó con el dedo, cual fiscal implacable.

—¿Yo? ¡Claro que no! —le respondí tapándome la cara con la almohada, mientras me lloraban los ojos de tanta risa contenida.

Pasaron casi treinta minutos más en esa tragicomedia. Finalmente, con cara de mártir, me pidió:

—Si lo tienes, ya dámelo, por favor. Te prometo que no me enojo…

Con toda la solemnidad del mundo, saqué el ojo del cajón de las medias y se lo entregué como si fuera un diamante perdido.

—Aquí tienes, mi tesoro —le dije, al estilo Titanic, bien dramática.

Javier se lo colocó, se miró en el espejo, se ajustó la camisa, y sin girarse me dijo:

—Eres una desgraciada… pero la próxima vez que se te caiga una pestaña postiza, la voy a esconder yo.

No salió de fiesta esa noche. Según él, porque ya se le había hecho tarde. Pero yo sabía que en el fondo, seguía molesto… y quizás, un poquito celoso de que mi venganza fuera tan ingeniosa.

Aun así, antes de dormir, se metió a la cama, me abrazó por la cintura y susurró:

—No vuelvas a esconderme el ojo, cabrona. Pero te amo.

Y yo solo reí en silencio, sabiendo que en esta casa, hasta la guerra tiene amor.