MI MADRASTRA ME OBLIGÓ A CASARME CON UN JOVEN RICO PERO “DISCAPACITADO”

Mi nombre es Carolina Alves, tengo 24 años, y esta es la historia que dio vuelta a mi vida.
Crecí bajo el cuidado de mi madrastra, Márcia, una mujer dura, práctica y obsesionada con el estatus. Ella repetía la misma frase desde que yo era niña:
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“Carolina, no te cases con un pobre. El amor no paga las cuentas.”
Siempre la ignoré…
Hasta el día en que decidió que yo sería la solución al desastre financiero de nuestra familia.
El novio elegido:
Eduardo Figueiredo, único hijo de una de las familias más ricas e influyentes de Curitiba.
Cinco años antes, Eduardo había sufrido un accidente grave y desde entonces todos creían que era parapléjico — condenado a una silla de ruedas, distante, frío, aislado del mundo.
Mi padre estaba ahogado en deudas. Nuestra casa a punto de ser subastada.
Y Márcia lanzó el chantaje perfecto:
“Si te casas con Eduardo, la familia Figueiredo paga todo. Piensa en tu padre. Piensa en tu madre que ya no está.”
Tragué mi orgullo y acepté.
LA BODA
La ceremonia fue lujosa, realizada en una mansión histórica en Santa Felicidade.
Yo vestida de blanco; Eduardo, elegante, serio… e inmóvil en su silla de ruedas.
No sonrió ni una sola vez.
Pero sus ojos…
Sus ojos me observaron todo el tiempo.
Como si analizaran cada gesto mío.
Como si supieran algo que yo desconocía.
Al intercambiar los anillos, su mano estaba fría.
Demasiado fría.
LA NOCHE DE BODAS
Entré al dormitorio con el corazón acelerado.
La luz tenue de la lámpara iluminaba solo la mitad de su rostro, creando sombras que hacían su expresión imposible de leer.
— ¿Quieres que te ayude a ir a la cama? — pregunté.
— No hace falta. Yo puedo solo. — respondió con sequedad.
Pero al intentar levantarse, su cuerpo cedió.
Instintivamente, corrí para sostenerlo.
— ¡Cuidado!
Perdí el equilibrio y caí encima de él.
El golpe resonó por toda la habitación.
Y entonces todo se derrumbó.
Sus manos sujetaron mis brazos con fuerza.
Sus piernas se movieron.
Su torso se incorporó con control.
Me quedé paralizada.
Eduardo no estaba paralizado.
Nunca lo estuvo.
Me miró fijamente durante unos segundos — largos, intensos — antes de decir algo que lo cambiaría todo:
— No deberías haberlo descubierto así.
Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo.
LA VERDAD
Eduardo se levantó por completo — sin apoyo alguno — caminó hasta la puerta, la cerró con llave y volvió hacia mí con una calma que me estremeció.
— ¿Por qué… por qué mentiste a todos? — susurré.
Él respiró hondo.
— No le mentí a todos. Solo al mundo entero. Pero a mi familia… me aseguré de que lo creyeran.
No entendía.
Hasta que añadió:
— El general Figueiredo no quería que yo asumiera la empresa. Decía que no era lo suficientemente duro. Después del accidente, comprendí que su debilidad era la lástima. Un heredero “inválido” sería intocable… protegido. Libre para actuar desde las sombras sin que nadie sospechara.
Mi estómago se revolvió.
Eduardo no era una víctima.
Era estratégico.
Frío. Calculador.
Brillantemente peligroso.
— ¿Y yo? — pregunté. — ¿Dónde encajo en todo esto?
Él se acercó, se arrodilló delante de mí y levantó suavemente mi barbilla — con una ternura que chocaba con todo lo que sentía.
— Tú eras el único punto vulnerable de esta historia: mi madre. Ella siempre quiso que yo me casara por amor, no por poder. Cuando supo de los problemas de tu familia, vio en ti la pureza que ya no encuentra en la gente.
Tragué saliva.
— Entonces… ¿por qué aceptaste casarte conmigo así?
Eduardo bajó la mirada.
— Porque no esperaba sentir nada. Pero hoy, cuando corriste a sostenerme… sentí algo.
Mi corazón golpeó fuerte.
Él añadió con una honestidad cruda:
— No soy el esposo que merecías. Pero puedo ser el que necesitas… si me das tiempo.
EL DESENLACE
A la mañana siguiente, Eduardo apareció ante el mundo aún sentado en su silla de ruedas.
Pero entre nosotros, la máscara había caído.
Me dio la elección que nunca tuve:
Quedarte… o irte.
Con la verdad.
Con la libertad.
Con el poder de destruirlo todo.
Debería haber huido.
Pero algo en mí — quizás lo mismo que Márcia intentó destruir por años — me hizo quedarme.
Quedarme para entender quién era realmente Eduardo.
Quedarme para descubrir por qué su madre creía en mí.
Quedarme porque, por primera vez,
ya no era una pieza en el tablero de otra persona…
Estaba empezando a convertirme en jugadora también.
Y esta historia — la verdadera — no hacía más que comenzar.
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