“Mi hijo muri0 porque el hospital no quiso atenderlo… hoy soy la directora de ese hospital.”

Cada mañana, cuando cruzo las puertas automáticas de cristal del Hospital San Rafael, siento el mismo nudo en el estómago que me acompañó durante quince años. Mis tacones resuenan en el mármol blanco del vestíbulo, y aunque todos me saludan con respeto —”Buenos días, doctora Mendoza”—, yo solo puedo pensar en aquella noche de marzo de 2009.

—Señora, por favor, mi hijo está muy mal —le rogué a la enfermera de turno, sosteniendo a Mateo en brazos. Tenía apenas cuatro años y ardía en fiebre.

—¿Tiene seguro? —me preguntó sin levantar la vista de sus papeles.

—No, pero puedo pagar, por favor…

—Lo siento, señora. Sin seguro médico no podemos atenderlo. Vaya al hospital público.

Mateo muri0 en el taxi camino al otro hospital. Una meningitis que pudo haberse tratado a tiempo.

Ahora, desde mi oficina en el décimo piso, observo el mismo vestíbulo donde una vez me negaron la atención para mi hijo. La ironía no se me escapa: soy la directora del hospital que dejó morir a Mateo.

—Doctora Mendoza —dice mi secretaria, asomándose por la puerta—, la están esperando en emergencias. Hay una situación con una paciente sin seguro.

Bajo inmediatamente. En la sala de espera, veo a una mujer joven cargando a una niña que no puede tener más de cinco años. La pequeña está pálida, jadeando. La madre tiene los ojos rojos de haber llorado.

—Por favor —le dice al personal de admisión—, mi hija no puede respirar bien. No tengo seguro, pero…

—Doctor Ramírez —interrumpo al médico de turno—, ¿qué está pasando aquí?

—Directora, es una paciente sin cobertura. Estábamos explicándole los procedimientos para…

—¿Ha evaluado a la niña?

—Bueno, no, pero sin seguro…

—Doctor Ramírez —mi voz se endurece—, ¿recuerda el juramento hipocrático?

Se queda en silencio. Me acerco a la madre, que me mira con una mezcla de esperanza y desesperación que reconozco perfectamente.

—Soy la doctora Mendoza, directora de este hospital —le digo con suavidad—. ¿Cómo se llama su hija?

—Sofía —susurra—. Tiene asma, pero esta vez es diferente. No mejora con los medicamentos.

Me arrodillo para quedar a la altura de la pequeña. Sus labios tienen un tinte azulado. Crisis asmática severa.

—Sofía, soy doctora. Vamos a ayudarte a respirar mejor, ¿está bien? —la niña asiente débilmente.

—Doctor Ramírez, llévela inmediatamente a triage. Quiero radiografías, gasometría y tratamiento con nebulizaciones. Ahora.

—Pero doctora, el protocolo dice…

—El protocolo dice que salvamos vidas. Muévase.

Mientras el equipo médico se lleva a Sofía, tomo a la madre del brazo.

—¿Cómo se llama usted?

—Carmen… Carmen Vásquez.

—Carmen, su hija va a estar bien. Tenemos excelentes especialistas en pediatría.

—Doctora, yo no puedo pagar…

—No se preocupe por eso ahora. Lo importante es Sofía.

Tres horas después, la niña está estable. La crisis había sido severa, pero respondió bien al tratamiento. Desde la ventana de mi oficina, veo a Carmen salir del hospital cargando a Sofía, quien ya se ve mucho mejor.

Esa noche, reviso las políticas del hospital. Al día siguiente convoco a una reunión extraordinaria con todo el personal.

—Señoras y señores —comienzo—, a partir de hoy, este hospital implementa un nuevo protocolo. Ningún paciente en estado de emergencia será rechazado por falta de seguro médico. Primero salvamos vidas, después nos ocupamos del papeleo.

—Pero doctora —interviene el administrador—, eso podría generar pérdidas significativas…

—Doctor Herrera, ¿cuánto vale una vida humana? —pregunto—. Porque yo ya pagué el precio de descubrirlo.

El silencio llena la sala. Algunos me miran confundidos, otros parecen entender que hay algo más profundo detrás de esta decisión.

—Mi hijo Mateo murió hace quince años —continúo—. Murió porque este mismo hospital le negó atención por no tener seguro. Hoy soy directora de esta institución, y les aseguro que ningún niño, ninguna persona, volverá a morir en nuestra puerta por falta de dinero.

Veo cómo algunos bajan la mirada, especialmente los que llevan más años trabajando aquí. Tal vez alguno de ellos estuvo esa noche.

—Doctora Mendoza —dice la doctora Ruiz, jefa de pediatría—, cuenta con nuestro apoyo total.

—Gracias, doctora Ruiz. Implementaremos un fondo de emergencia para casos sin seguro. Y quiero que cada miembro del personal entienda: somos médicos, no cobradores.

Seis meses después, Carmen Vásquez regresa al hospital. Esta vez no es por una emergencia.

—Doctora Mendoza —me dice cuando la recibo en mi oficina—, quería agradecerle personalmente. Sofía está muy bien.

—Me alegra saberlo, Carmen. ¿Cómo está usted?

—Conseguí trabajo y ya tengo seguro médico. Pero quería preguntarle… ¿por qué lo hizo? ¿Por qué nos ayudó esa noche?

Me quedo en silencio por un momento. Después le muestro la fotografía de Mateo que tengo en mi escritorio.

—Porque hace quince años, yo estuve en su lugar exacto. Y nadie nos ayudó.

Carmen se lleva las manos a la boca.

—Su hijo…

—Se llamaba Mateo. Tenía cuatro años. Y murió porque este hospital le negó atención.

—Dios mío… y usted ahora…

—Ahora me aseguro de que ningún otro Mateo muera por la misma razón.

Carmen se queda mirando la foto, con lágrimas en los ojos.

—Doctora, usted no salvó solo a mi hija esa noche. Nos salvó a toda nuestra familia.

—Carmen, cada vez que salvo a un niño como Sofía, siento que le devuelvo un poquito de sentido a todo lo que viví. Mateo no puede volver, pero su muerte puede tener significado si evito que otros padres pasen por lo mismo.

Después de que Carmen se va, me quedo sola en mi oficina, mirando la fotografía de Mateo. Sonríe en esa imagen, con sus dientes pequeños y perfectos, sus ojos brillantes llenos de vida.

—No pude salvarte, mi amor —le susurro a la foto—. Pero voy a asegurarme de que ningún otro niño muera como tú moriste. Te lo prometo.

El hospital sigue funcionando, las sirenas siguen sonando, los médicos siguen salvando vidas. Pero ahora, cada vida que salvamos tiene un significado especial para mí. En cada niño que respira mejor, en cada madre que sonríe aliviada, veo un pedacito de Mateo que vuelve a vivir.

La ironía se ha convertido en propósito. El hospital que una vez fue mi enemigo, ahora es mi herramienta para honrar la memoria de mi hijo. Y aunque el dolor nunca desaparece completamente, he aprendido que a veces la mejor venganza es la compasión. 

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