El despido

Me llamo Marta Hernández y durante veinte años trabajé como encargada de limpieza en la misma empresa.

Conozco cada rincón de esas oficinas: el aroma del café recién hecho en la sala de juntas, el sonido de las teclas de los contadores a las ocho en punto, los escritorios relucientes de los jefes y el baño del fondo que siempre se tapaba cuando llovía fuerte.

Nunca falté un día. Ni cuando mi madre estuvo internada por neumonía, ni cuando me dolían las rodillas como si tuviera clavos adentro. Ni siquiera cuando me separé de mi marido y tuve que trabajar doble turno para mantener a mis hijos.

Ese lunes llegué como siempre: con mi balde, mi escoba y una sonrisa que, aunque a veces costaba, nunca faltaba. Saludé al guardia, a las chicas de recepción, a los muchachos de mantenimiento. Todos me devolvieron el saludo… todos menos la gerente, que me esperaba en la puerta de su oficina.

—Marta, ¿puede pasar un momento? —me dijo, seca.

Entré. Cerró la puerta detrás de mí. Me miró con esa frialdad que usan los jefes cuando no quieren ver a la persona, sino al problema que creen tener frente a ellos.

—Marta… gracias por su tiempo aquí, pero la empresa necesita a alguien más joven. Usted ya no rinde igual —dijo sin pestañear.

Sentí un golpe en el pecho.
—¿Más joven? —pregunté—. Señora, yo todavía puedo trabajar, y mucho. Nunca le fallé, nunca llegué tarde, nunca me robé nada.

Ella se encogió de hombros, sin la más mínima culpa.
—No es personal, Marta. Son decisiones de la empresa.

Me extendió un papel frío, impreso, con mi nombre en letras negras y la palabra “despido” como una mancha que me quemaba los ojos. Sin indemnización. Sin agradecimiento. Como si veinte años de mi vida fueran un error de nómina que había que corregir.

Salí de la oficina con las manos temblando. Sentía que el pasillo se me hacía eterno. Quería llegar a la puerta y marcharme, desaparecer antes de que alguien me viera con las lágrimas a punto de caer… pero entonces ocurrió algo que nunca olvidaré.

Primero fue un aplauso tímido, luego otro, y en cuestión de segundos todo el piso estaba aplaudiendo. Los muchachos de mantenimiento, las secretarias, los pasantes que apenas llevaban semanas ahí… todos de pie, mirándome como si fuera alguien importante.

—¡Gracias, Marta! —gritó Jorge, el de mensajería.
—¡No se merece esto! —añadió Carmen, de contabilidad.

Me tapé la cara con las manos. No podía contener el llanto. Era como si esas palmas me devolvieran un poquito del aire que la gerente me había arrebatado en su oficina.

María, la secretaria que siempre me guardaba un café caliente cuando llegaba temprano, se acercó y me abrazó fuerte.
—Usted nos enseñó más que cualquier jefe, Marta. Nos enseñó dignidad.

No pude decir nada. Apenas pude asentir mientras sentía cómo el nudo en mi garganta se mezclaba con una extraña sensación de orgullo.

Esa tarde me fui con el alma rota… pero también con la certeza de que no era invisible.

Quizá la empresa no valoró mis años de trabajo, pero la gente sí. Y aunque me quede sin empleo, nadie me va a quitar el respeto que me gané con esfuerzo, sudor y honestidad.

Mientras cerraba la puerta por última vez, entendí que a veces los verdaderos jefes no están en las oficinas más grandes… sino en los pasillos, en la gente que te recuerda por lo que eres, y no por lo que hiciste en una nómina.