La maldición que se volvió corona

“Me llamaron maldición el día que enterré a mis padres — pero esa maldición se convirtió en mi corona.”

Tenía apenas diez años cuando la muerte destrozó mi mundo.
Mi padre, un humilde agricultor que trabajaba de sol a sol para que yo pudiera estudiar, murió una mañana. Al caer la tarde, mi madre lo siguió, quebrada por el dolor de haber perdido al amor de su vida.

Los aldeanos me miraban con recelo, murmurando entre dientes:
—Esa niña está maldita.

En el funeral nadie me abrazó. Nadie me ofreció consuelo.
Solo escuché a un anciano decir:
—A donde ella vaya, la muerte la seguirá. ¿Quién querrá hacerse cargo?

Me quedé sola frente a dos tumbas poco profundas, con el pañuelo de mi madre entre las manos. En ese instante entendí que había dejado de ser niña… aunque todavía no comprendía lo que significaba ser huérfana.


El rechazo

Desde entonces, mi vida fue un desfile de rechazos.
Los parientes me pasaban de casa en casa como si fuera un costal de ropa vieja.
En una casa me usaban de sirvienta, en otra me trataban como huésped indeseada.

Dormía en pisos fríos, comía las sobras que quedaban en las ollas y vestía ropa que otros ya habían desechado.

En la escuela, los niños reían y gritaban a mis espaldas:
—¡Ahí viene la maldita!

Sus burlas eran cuchillos. Pero lo que más dolió fue el veneno en las palabras de una tía que me escupió en la cara:
—Aquí no esperes amor. Tú mataste a tus padres.

Ese día entendí que el hambre se soporta… pero el desprecio mata el alma.


El borde del abismo

A los dieciséis, la desesperación me llevó al borde de un puente.
El agua corría abajo, oscura y violenta, y yo estaba lista para acabar con todo.

El viento me golpeó el rostro, y en medio de ese silencio brutal, escuché la voz de mi madre en lo profundo de mi corazón:
—Hija mía, el mundo puede rechazarte, pero Dios jamás lo hará.

Mis rodillas temblaron. Retrocedí.
Esa noche tomé una decisión: si nadie creía en mí, yo misma lo haría.


El ascenso

Me volví imparable.
Vendí cacahuates tostados en la plaza, lavé ropa ajena, cargué costales en el mercado. Cada moneda la guardaba para pagar mis estudios.

Estudiaba bajo faroles cuando no tenía para velas.
Prestaba libros que no podía comprar. Compartía apuntes, aunque mis propios cuadernos estaban llenos de manchas de sudor y tierra.

Mis maestros me ridiculizaban porque olía a humo de leña. Mis compañeros se burlaban porque solo tenía dos vestidos para toda la preparatoria y la universidad.

Pero resistí.
El hambre no me venció. La pobreza no me detuvo.
Me gradué como la mejor de mi generación.


La corona

Años después, estaba de pie en un escenario internacional como conferencista principal.
Las cámaras brillaban, los aplausos retumbaban.
Los periódicos escribían: “De huérfana a inspiración mundial.”

Los mismos aldeanos que me llamaron maldición, ahora llevaban a sus hijos para escucharme hablar.
Los mismos parientes que me rechazaron, ahora presumían:
—Ella es de los nuestros.

Volví a las tumbas de mis padres.
Me arrodillé, toqué la tierra y susurré con lágrimas en los ojos:
—Mamá, papá… me llamaron maldición, pero hoy esa maldición se ha convertido en mi corona.