Introducción: La noche del agua con sal

La noche caía pesada sobre la colonia Ampliación Santa Catarina en el municipio de Ecatepec, Estado de México.

En una vivienda de láminas y bloques de cemento sin terminar, tres niños rodeaban una mesa de madera desgastada.

Sus ojos brillaban con una mezcla de esperanza y hambre, mientras observaban a su madre revolver una olla abolida

sobre una estufa de dos hornillas. El vapor que se elevaba no llevaba ningún

aroma, solo el olor metálico del agua hirviendo, llenaba el espacio húmedo de

aquella cocina improvisada. Rosa Elena Martínez Hernández, de 34 años, tenía

las manos temblorosas mientras agregaba una pizca de sal al agua burbujeante.

Era la quinta noche consecutiva que hervía solo agua, la quinta noche que fingía cocinar algo mientras sus tres

hijos, Pedrito de 7 años, Lupita de cinco y el pequeño Toñito de apenas tres

esperaban sentados en silencio. “Mamá, ¿ya casi está?”, preguntó Pedrito con

voz débil. Rosa Elena sintió que el corazón se le partía en mil pedazos.

Mantuvo la sonrisa forzada mientras revolvía el agua caliente con una cuchara de metal. Ya casi, mi amor, ya

casi. Pero ella sabía la verdad. En la alacena vacía solo quedaba medio paquete

de sal, una bolsa de plástico con tres tortillas duras del día anterior y un

poco de café soluble. En su cartera había exactamente 28 pesos. No alcanzaba

ni para un kilo de arroz. El estómago le rugía como trueno, pero había aprendido

a ignorarlo. Los estómagos de sus hijos sonaban igual. Lupita se aferró a su

muñeca de trapo, la única que le quedaba. Toñito chupaba su dedo pulgar,

como siempre hacía cuando tenía hambre. Rosa Elena cerró los ojos un segundo.

¿Cómo había llegado a esto? Apenas dos años atrás todo era diferente. Su esposo

Alberto trabajaba como chóer de camión de carga. Ganaba suficiente para rentar

una casa pequeña, pero digna en otra colonia. Rosa Elena vendía tamales los

fines de semana y ayudaba con los gastos. Los niños iban a la escuela con uniformes limpios y loncheras llenas.

Había comida todos los días. Había risas. Había futuro. Todo cambió una

noche de octubre cuando dos policías tocaron a su puerta. Alberto había sufrido un accidente carretero en la

México, Puebla. El camión volcó. Él no sobrevivió. La empresa transportista

negó responsabilidad alegando negligencia del conductor. No hubo indemnización, no hubo pensión, solo

papeles legales que Rosa Elena no entendía y abogados que le pedían dinero que no tenía. En seis meses perdieron la

casa rentada. se mudaron con la hermana de Rosa Elena durante unos meses hasta

que el cuñado dejó claro que no podían quedarse más tiempo. Con los últimos ahorros, Rosa Elena consiguió rentar ese

cuarto de lámina en ampliación Santa Catarina, una de las zonas más peligrosas de Catepec, 3000 pesos al

mes, un espacio de 4x m donde dormían los cuatro en dos colchones viejos sobre

el piso de cemento. Rosa Elena buscó trabajo, lavó ropa ajena, limpió casas,

vendió dulces en el mercado, pero con tres niños pequeños y sin quien los cuidara, era imposible mantener empleos

estables. Las señoras la corrían cuando llegaba tarde o cuando tenía que faltar,

porque Toñito se enfermaba. Los patrones no tenían paciencia, la economía no

perdonaba. El dinero se acabó. Primero vendió su televisión vieja, luego su

celular, después las pocas joyas que le quedaban de su boda, finalmente la ropa

que ya no usaban. Todo se fue convirtiendo en tortillas, frijoles y

algún huevo ocasional, pero ahora ya no quedaba nada que vender, ya no quedaba

nada que comer. “Mamá, esto no sabe a nada”, dijo Pedrito con lágrimas en los

ojos cuando Rosa Elena sirvió el agua caliente con sal. en tres tazas de plástico despintadas. “Solo es agua

caliente, mami”, susurró Lupita mirando su taza con confusión. Rosa Elena se

arrodilló frente a ellos. Las lágrimas corrían libremente por sus mejillas curtidas por el sol y el trabajo. Lo sé,

mis amores, lo sé. Pero mañana va a ser diferente. Mañana mamá va a conseguir

trabajo. Mañana vamos a tener comida de verdad, se los prometo. Pero era una

promesa que no sabía cómo cumplir. Había golpeado todas las puertas, había rogado

en todos los lugares. Nadie contrataba a una madre sola con tres niños. Nadie

tenía compasión en esta ciudad que devoraba a los débiles. Esa noche,

después de que los niños se durmieron abrazados en el colchón con los estómagos vacíos, pero exhaustos por el

llanto, Rosa Elena salió al pequeño patio de tierra. Las estrellas brillaban

sobre Catepec, indiferentes al dolor que ocurría bajo ellas. Ella levantó su

rostro hacia el cielo oscuro. “Dios mío”, susurró con voz quebrada. Sé que

no soy nadie para pedirte nada. Sé que tal vez me estás castigando por algo, pero por favor no a ellos. Son

inocentes, no merecen pasar hambre. Dame una señal, una oportunidad, lo que sea.

Si quieres castigarme a mí, hazlo, pero a ellos no. El silencio fue su única

respuesta. Las calles de ampliación Santa Catarina permanecieron ruidosas con ladridos de

perros callejeros y música lejana de alguna fiesta. Rosa Elena se secó las

lágrimas con el dorso de la mano. Tenía que ser fuerte. Mañana sería otro día.

Tenía que serlo. Regresó al cuarto y se acostó junto a sus hijos. Toñito se

acurrucó contra ella buscando calor. Lupita murmuraba en sueños. Pedrito

temblaba ligeramente. Rosa Elena los abrazó a los tres como si su amor pudiera llenar sus estómagos

vacíos. En la penumbra del cuarto de lámina, sus ojos se posaron en la olla

abolida que descansaba sobre la estufa apagada. Esa olla había cocinado tantos

guisos, tantos caldos, tantas comidas que alimentaron a su familia en tiempos