La mañana del 20 de septiembre de 1846 amaneció con una niebla espesa que

cubría los campos al sur de Monterrey. Y el capitán José María Carrasco observaba

desde las murallas del obispado como las columnas estadounidenses

avanzaban con una confianza que él reconocía como peligrosa. Habían llegado

así a semanas esos hombres del norte con sus uniformes azules impecables y su

artillería reluciente, convencidos de que la guerra sería breve y la

resistencia mexicana apenas un obstáculo menor en su marcha hacia el sur.

Carrasco había escuchado los comentarios de los prisioneros capturados días antes, soldados jóvenes que hablaban de

regresar a casa para Navidad, que creían que los mexicanos huirían al primer

disparo de cañón. Esa mañana, mientras verificaba las cargas de pólvora y

contaba las municiones que apenas alcanzarían para mediodía de combate intenso, Carrasco sabía que tendrían que

demostrar algo que las palabras nunca lograrían transmitir. El general Pedro

de Ampudia había fortificado la ciudad con los escasos recursos disponibles,

convirtiendo cada esquina en un punto defensivo y cada azotea en una posición

de tiro. Los soldados bajo su mando no eran las tropas profesionales que

Estados Unidos había enviado. Veteranos de guerras indias y conflictos

fronterizos. Eran, en su mayoría hombres reclutados de pueblos cercanos.

campesinos y artesanos que apenas conocían el manejo del fusil, mezclados

con algunos veteranos de las guerras de independencia que ya pasaban de los 50

años. Sus uniformes estaban remendados. Sus armas eran una mezcla de mosquetes

españoles antiguos y rifles británicos comprados de segunda mano, y las

raciones que recibían eran insuficientes incluso en tiempos de paz. Pero Carrasco

había aprendido en sus años de servicio que la voluntad de luchar no se medía

por la calidad del equipo, sino por algo más profundo que residía en el pecho de

un hombre cuando defendía su tierra. El bombardeo comenzó poco después del

amanecer y el estruendo de los cañones estadounidenses sacudió los cimientos

del obispado. Las balas de cañón golpeaban las paredes de piedra con una

fuerza que hacía temblar el suelo, levantando nubes de polvo y fragmentos

de roca que llovían sobre los defensores. Asco caminaba entre sus hombres, algunos

de ellos apenas adolescentes, con el rostro pálido y las manos temblorosas, ofreciendo palabras de aliento que él

mismo no estaba seguro de creer. Había visto la artillería estadounidense en

acción. Había presenciado como sus proyectiles podían demoler fortificaciones que habían resistido

décadas. sabía que la superioridad material del enemigo era abrumadora, que

cada soldado estadounidense portaba más municiones que las que toda su compañía

tenía en reserva, que los cañones que los bombardeaban eran de un calibre que México no podía producir ni importar en

cantidad suficiente. Cuando la infantería estadounidense comenzó su avance, lo hicieron con la disciplina

mecánica de tropas bien entrenadas, moviéndose en forma cerradas que habían

practicado hasta la perfección. Carrasco ordenó a sus tiradores que

esperaran, que no desperdiciaran munición en disparos prematuros. Los

estadounidenses avanzaban seguros, como si esperaran que los mexicanos

abandonaran sus posiciones ante la mera visión de su número y orden. Pero cuando

llegaron a 100 m de las murallas, cuando el capitán Carrasco finalmente dio la

orden de fuego, la descarga cerrada de fusiles mexicanos los recibió con una

violencia que claramente no anticipaban. Hombres cayeron en las primeras filas y

la formación perfecta se quebró momentáneamente, mientras los oficiales gritaban órdenes

y los soldados buscaban cobertura tras rocas y árboles escasos. La batalla por

el obispado se extendió durante horas bajo un sol inclemente que convertía las

piedras en hornos y hacía que el metal de las armas quemara al tacto. Los

estadounidenses atacaban en oleadas. retrocedían, reorganizaban y atacaban

nuevamente, empleando tácticas que habían estudiado en West Point y perfeccionado en campañas anteriores.

Pero los defensores mexicanos no cedían terreno. Desde las troneras y las

azoteas, desde cada posición fortificada, mantenían un fuego constante que obligaba a los atacantes a

pagar con sangre cada metro ganado. Carrasco veía caer a sus hombres uno

tras otro, soldados que apenas conocía por nombre, pero cuyo valor quedaba

grabado en cada momento de resistencia. Un joven de Saltillo recibió un balazo

en el hombro y siguió cargando mosquetes para sus compañeros hasta que perdió el

conocimiento por la pérdida de sangre. Un sargento veterano de Coahuila, con

tres dedos perdidos en batallas anteriores, mantuvo su posición en una

garita expuesta hasta que una bala de cañón destrozó la estructura completa.

Para media tarde, las municiones comenzaban a escasear peligrosamente y

Carrasco tuvo que ordenar que cada disparo contara, que los tiradores

apuntaran con cuidado antes de apretar el gatillo. Los estadounidenses habían

notado la disminución en el fuego defensivo y presionaban con renovada intensidad, conscientes de que el tiempo

jugaba a su favor. Sus oficiales podían verse desde las murallas señalando

posiciones y dirigiendo el fuego de artillería con una precisión que hablaba

de entrenamiento superior y experiencia en combate coordinado.

Pero incluso mientras las paredes se derrumbaban bajo el bombardeo constante,