Elliot Quinn no era fácil de interrumpir
Los días de Elliot transcurrían con la precisión de un reloj suizo: juntas, fusiones y oficinas con pisos de mármol, llenas de risas elegantes y café carísimo. Aquella mañana helada de invierno, se había refugiado en su cafetería favorita para revisar correos antes de la junta donde decidirían si su empresa se tragaba a otro rival más.
Nunca vio venir al niño, hasta que una sombrita se paró justo frente a sus zapatos lustrados.
—Disculpe, señor —dijo una vocecita, casi ahogada por el viento y la nieve. Elliot levantó la vista del celular, molesto, y vio a un chavito de unos ocho o nueve años, envuelto en un abrigo enorme y con guantes que ni combinaban.
—Lo que sea que andes vendiendo, no me interesa —gruñó Elliot, regresando la vista a su pantalla.
Pero el chamaco no se movió. Se hincó ahí mismo, en plena banqueta nevada, y sacó una cajita vieja de lustrabotas que traía escondida bajo el brazo.
—Por favor, señor. Sólo diez dólares. Le puedo dejar los zapatos bien chulos. Se lo juro.
Elliot alzó una ceja. La ciudad estaba llena de pordioseros, pero este escuincle era insistente… y sorprendentemente educado.
—¿Y por qué diez dólares? —preguntó Elliot, casi sin querer.
El niño levantó la cara, y Elliot alcanzó a ver una desesperación brutal en unos ojos demasiado grandes para esa carita flaca y agrietada por el frío.
—Es para mi mamá, señor —susurró—. Está enferma. Necesita medicina y no me alcanza.
A Elliot se le hizo un nudo en la garganta, algo que le cayó gordo sentir. Él se había enseñado a no dejarse llevar por esas cosas. La compasión era para los que no sabían cuidar su cartera.
—Hay albergues, fundaciones. Busca uno —le dijo, haciendo un gesto para que se largara.
Pero el morrito no se dio por vencido. Sacó un trapito de su caja con los deditos rojos y entumidos.
—No le pido dinero regalado, señor. Trabajo. Mire, sus zapatos están llenos de polvo. Se los voy a dejar tan brillosos que hasta sus amigos ricos se van a poner verdes de la envidia. Por favor.
Elliot soltó una risita fría y seca. Era ridículo. Miró alrededor. La gente dentro del café tomaba espresso como si no vieran nada. Una señora con un abrigo raído estaba sentada contra la pared, cabizbaja y abrazándose a sí misma.
Volteó otra vez al niño.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, fastidiado por preocuparse.
—Tommy, señor.
Elliot suspiró. Vio su reloj. Podía darle cinco minutos. Tal vez así se iría.
—Está bien. Diez dólares. Pero más te vale hacerlo bien.
Los ojos de Tommy se iluminaron como arbolito de Navidad. Se puso manos a la obra de inmediato, frotando el cuero con una destreza que sorprendía. El trapo se movía en círculos firmes. Tarareaba bajito, quizá para no perder la sensación en los dedos. Elliot observaba su cabecita despeinada, sintiendo cómo el pecho se le apretaba.
—¿Haces esto seguido? —preguntó brusco.
Tommy asintió sin levantar la vista.
—Todos los días, señor. Después de la escuela también. Mi mamá trabajaba, pero se enfermó feo. Ya no aguanta estar parada. Tengo que comprarle su medicina hoy o… o…
Su voz se fue apagando.
Elliot volvió a mirar a la mujer contra la pared. El abrigo raído, el cabello enredado, los ojos clavados en el suelo. No pedía nada. Solo estaba ahí, congelándose.
—¿Es tu mamá? —preguntó Elliot.
El trapo se detuvo. Tommy asintió.
—Sí, señor. Pero no le hable. No le gusta pedir favores.
Al terminar el último brochazo, Tommy se hizo para atrás. Elliot miró sus zapatos: brillaban tanto que se veía reflejado, ojeras incluidas.
—No mentías. Bien hecho —dijo mientras sacaba la cartera. Sacó un billete de diez, dudó, y añadió otro. Se los ofreció, pero Tommy negó con la cabeza.
—Dijo diez dólares, señor. Es lo justo.
Elliot frunció el ceño.
—Toma los veinte.
Tommy volvió a negar, más decidido.
—Mi mamá dice que no agarramos lo que no nos ganamos.
Elliot lo miró fijo. Ese escuincle flaquísimo, tiritando en la nieve, mantenía la cabeza en alto como todo un señor.
—Tómalos —insistió, dándole el dinero en la manita enguantada—. Lo extra es por el próximo brillo.
Tommy sonrió con una felicidad tan pura que dolía. Corrió hacia su mamá, se hincó a su lado y le enseñó el dinero. Ella lo miró, ojos cansados y llenos de lágrimas que no quería mostrar.
Elliot sintió que algo le crujía en el pecho. ¿Culpa? ¿Vergüenza?
Juntó sus cosas, pero cuando se iba, Tommy regresó corriendo.
—¡Gracias, señor! Mañana vuelvo. Si necesita un brillo, se lo hago ¡gratis! ¡Se lo prometo!
Antes de que pudiera contestar, el niño corrió de vuelta con su madre, abrazándola con sus bracitos flacos. La nieve caía más fuerte, cubriendo todo en silencio.
Elliot se quedó parado mucho más tiempo del que debía, mirando sus zapatos lustrados y preguntándose en qué momento el mundo se había vuelto tan frío.
Y por primera vez en años, el hombre que lo tenía todo se preguntó si en realidad tenía algo.
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